Jueves, 28 de marzo de 2024

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Regalos para mí

por Familia en construcción

Cuando era niña, mi abuela viajó a Japón a visitar a un hermano suyo, jesuita él, que era misionero allí desde hacía veinte años. Apasionada como era, capaz de disfrutar como nadie de las cosas que tenía a su alcance, volvió de aquel lejano país -mucho más lejano entonces que ahora- cargada de pequeños objetos que, por inusuales, le habían maravillado y quería compartir con nosotros, su familia. Recuerdo con cierta nostalgia su cara de admiración al abrir un paquete de galletas que tenían una característica sorprendente: ¡estaban hechas de guisantes! La repartió entre nosotros para que la probáramos con un entusiasmo similar al de un pescador que acaba de encontrar la perla más preciosa y corre a mostrársela a los suyos. De hecho, su fascinación hacía que aquellos sencillos guisantes secos cobraran el valor de las joyas.

Para mí, que era su ahijada, trajo un regalo especial: un libro de papiroflexia con un paquete repleto de hojas de vivos colores que eran diferentes por cada cara. En realidad, hoy en día, nos basta con encender el móvil y hacer un par de clics para que esos productos lleguen a la puerta de nuestras casas; cosa que a ella le habría alucinado. Sin embargo, hace tan solo veinte años, había que viajar hasta el Lejano Oriente o recorrerse todas las tiendas de papelería más 'pro' de Barcelona en busca de unas simples hojas de origami.

No se me olvidará nunca cómo, libro en mano, sentadas la una junto a la otra en una mesa, me enseñó a hacer unas pajaritas de papel que movían las alas al tirarles de la cola. Más allá de la magia y la fantasía, contemplaba con qué pasión doblaba una y otra vez la hoja blanca y plateada hasta convertirla en un hermoso cisne y me la mostraba con su dulce sonrisa. No sería capaz de contar las horas que, desde aquel día, pude dedicar a hacer figuritas de papel, una detrás de otra (cosa que, además, imagino que agradecían enormemente mi madre y profesoras, que así me tenían quietecita y callada durante algún rato...).

En realidad, la magia no estaba en el origami, ni en las hojas de colores, ni en la especial habilidad de mi abuela para convertir cualquier objeto en una obra de arte. La verdadera magia, la vida de todo aquello estaba en su manera de disfrutarlo y compartirlo. Si por algo logró que yo me aficionara a la papiroflexia fue porque le dio, con su cariño, un significado.

Por eso, ahora que soy más madre que nieta, he decidido ser un poco más egoísta en los regalos que les hago a mis hijos. Me he cansado de comprar juguetes que me parecen divertidos para ver si así se entretienen solitos durante un rato... y de llenar la casa y las estanterías de objetos que al cabo de unos meses han perdido todo su encanto a fuerza de repetitivos. Recordando esa historia, he entendido que nuestros hijos no juegan con los mejores juguetes del mercado, sino con aquellos con los que nosotros jugamos. Mis hijos no quieren jugar con sus juguetes, quieren jugar conmigo. Así que, siguiendo esta inspiración caída del Cielo, le regalé a mi hija mayor por su santo un libro pequeño y sencillo de origami y un paquetito de cien hojas de colores, -el más básico que encontré- y, desde hace un par de semanas, pasamos largos ratos charlando mientras hacemos cajitas o peces, mientras sus hermanos pequeños recortan con tijeras los restos de los papeles que quedan por la mesa o llenan de color las figuras que vamos haciendo. Lo paso bien yo, porque me gusta lo que hacemos; lo pasan bien ellos, porque lo hacen conmigo; y, en medio de la paz que reina en los momentos de ocio, surgen conversaciones que me hacen disfrutar de ellos todavía más.

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