Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

Recordando a Benedicto XVI


Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor, y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea El mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

Ayer se cumplió el primer aniversario del anuncio de la renuncia a la Sede de Pedro del Papa Benedicto XVI. Un Papa que en la tarde de su elección, se definió a sí mismo como «un sencillo, humilde, trabajador de la viña del Señor», y, en la Eucaristía de inicio oficial de su pontificado, dijo: «Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor, y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea El mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia». Y esto hizo hasta el final; y sigue haciéndolo. No querer otra cosa como programa que hacer la voluntad del Señor es identificarse con Cristo, el Hijo de Dios cuyo envío y misión resume la Carta a los Hebreos diciendo: «Me has dado, Señor un cuerpo; aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Es la voluntad de Dios la que él veía, al iniciar su pontificado, simbolizada en el yugo del palio papal: «El yugo de Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esa voluntad no es un peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios quiere, conocer cuál es el camino de la vida, era la alegría de Israel, su gran privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios en vez de alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizá a veces de manera dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así no servimos solamente a Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda la historia». (Benedicto XVI).

Su programa no era, pues, otro que el que ha ejecutado con el auxilio de lo Alto: el de Jesucristo, Jesucristo mismo, el único programa, como diría su querido predecesor, Juan Pablo II. Así lo mostró él mismo con estremecedoras palabras en la Homilía de la Misa con que iniciaba oficialmente su pontificado: «En este momento –dijo– mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: ‘¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo’. El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, El ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él–, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡No!, quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada - absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y con gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid de para en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida». (Benedicto XVI).

¡Bellísimo programa, siempre abierto, siempre cargado de esperanza, siempre lleno de luz! Su programa, cumpliendo la voluntad de Dios, fue, es, Cristo, el Buen Pastor, que carga nuestra humanidad sobre sus hombros hasta la cruz y nos invita a llevarnos unos a otros, y cuya «santa inquietud ha de animar al pastor: no es indiferente –dirá– para él que muchas ovejas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican porque se han extendido los desiertos interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de los explotados y de la destrucción.

La Iglesia en su conjunto, así como sus pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquél que nos da la vida, y vida en plenitud» (Benedicto XVI). Aquellas palabras que escuchamos a Benedicto XVI en la homilía de la Eucaristía con que iniciaba solemnemente su pontificado, nos ayudan a conocerlo mejor, a comprenderlo más hondamente, a valorar justamente su pontificado, y a amarlo cada día más. Demos gracias a Dios por él, y pidamos por Él.

© La Razón
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