Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Artículo y réplica, y aclaración posterior

Intensa discrepancia entre Yago de la Cierva y José Luis Restán por la renuncia del Papa

El director ejecutivo de la JMJ 2011 y el director editorial de la Cadena COPE aportan sus razones a favor y en contra.

ReL

A la izda. De la Cierva; a la dcha, Restán.
A la izda. De la Cierva; a la dcha, Restán.
El ex director ejecutivo de la JMJ de Madrid 2011, Yago de la Cierva, profesor de la Universidad de la Santa Cruz, ha escrito un artículo en El Mundo sobre la renuncia de Benedicto XVI al que ha respondido el director editorial de la Cadena Cope, José Luis Restán, en Páginas Digital.

Posteriormente De la Cierva remitió a Religión en Libertad un tercer artículo que completa el anterior.

Ofrecemos los tres textos para consideración de nuestros lectores.

Yago de la Cierva
Una traición a la tradición

Una decisión así no se improvisa. Quizá deberíamos haber prestado más atención a sucesos que podrían haber encendido la luz roja. Como su respuesta en una entrevista de 2010 diciendo que podría llegar a ser un deber de conciencia dimitir, si no se es capaz de llevar a cabo la misión. Después, la paulatina pero constante cancelación de tareas que son centrales en el ministerio papal.

Benedicto XVI se ha ido encerrando en su mundo cada vez más, el mundo de un profesor interesado sobre todo en el desafío intelectual de explicar la fe cristiana a los que ya creían, y presentar un Dios razonable a tantos que le desconocen. Y, progresivamente, la Secretaría de Estado ha ido asumiendo el gobierno de la Iglesia. En el último periodo, incluso los temas centrales en su Pontificado (la liturgia, la vuelta a la Iglesia de los tradicionalistas, las fronteras de la ortodoxia católica) han ido adquiriendo forma sin su intervención directa.

Pero renunciar es harina de otro costal. Porque por mucho que otros cinco papas lo hubieran hecho antes, no se pueden comparar.

Por mencionar sólo la última: no tiene nada que ver la dimisión de Celestino V, un monje prácticamente secuestrado para ser Papa y que duró poco más de un día en el trono de Pedro, con la trayectoria de Ratzinger, uno de los colaboradores de Juan Pablo II en Roma durante 26 años, y que ha dirigido la Iglesia por casi dos lustros. Ni el mundo ni la Iglesia de hoy tienen puntos en común con la de hace siete siglos. No: la decisión de Benedicto XVI no tiene precedentes.

Descartemos una enfermedad sobrevenida, por un motivo muy sencillo: lo habría dicho explícitamente. Descartemos también que tenga algo que ver con la crisis de los abusos sexuales, porque él mismo había dicho que en ningún momento dimitiría por ese motivo: «No se puede huir en el momento del peligro», afirmó tajante.

Tampoco la fuga de documentos pontificios, que puso contra las cuerdas la seguridad del Vaticano y la fidelidad de los colaboradores más cercanos al Papa. A diferencia de su antecesor, Benedicto XVI hablaba con muy pocas personas. Descubrir que gente de su más estrecha confianza había abusado de ella ha debido de ser un golpe terrible. Pero no parece suficiente.

¿Será entonces la falta de fuerza física para dirigir la Iglesia católica? Muchos han interpretado que han impulsado al Papa motivos de salud: camina con dificultad, arrastrando los pies; no ve por el ojo derecho; y los problemas cardiovasculares que le aquejan desde los años 90 los ha mantenido a raya sólo gracias a un régimen de vida muy estricto; y todos los achaques de casi 86 años.

Sin embargo, habría sido muy sorprendente que la causa principal fuera una enfermedad, sobre todo después de haber presenciado la agonía de años y en directo de Juan Pablo II.

Joseph Ratzinger ha sido testigo en primera fila de que la decadencia física no es obstáculo para ser Papa. En plena agonía de Wojtyla, afirmó que el magisterio del Papa, cuando no podía ni hablar, era más elocuente que la mejor de las encíclicas.

En realidad, Benedicto XVI ha hablado de falta de vigor de cuerpo y de espíritu. Si hubiera que poner el acento en uno de los dos, elegiría el segundo. El único modo en que se consigue entrever qué puede pasar por la mente y el corazón del Papa es una crisis espiritual.

Crisis espiritual, porque si hay algo que este Papa ama es la tradición. Se ha esforzado con denuedo para que las reformas del Concilio Vaticano II no se interpreten en clave rupturista sino en comunión con la tradición; se ha volcado para que la liturgia actual no rompa sus lazos con la de siglos anteriores. Y ahora rompe con esa tradición de manera neta, completa, radical. Ha tomado una decisión que cambia el futuro del Papado para siempre: a partir de ahora, sus sucesores se verán presionados como nunca hasta ahora.

Ha roto con su predecesor, Juan Pablo II, que siguió a pesar de los pesares. Y si ese «seguir hasta el final» fue una de las manifestaciones más elocuentes de la santidad de Carol Wojtyla, ahora muchos fieles no comprenderán por qué su sucesor, en mucho mejor estado de salud que Juan Pablo II, entiende que su deber es renunciar.

Ruptura también con el pensador al que Benedicto XVI más debe: San Agustín. Uno de las principales aportaciones del santo de Hipona al cristianismo es la doctrina sobre la gracia. En polémica con Pelagio, que subrayaba la importancia de las fuerzas del hombre para hacer el bien, San Agustín destaca que lo más importante es la gracia, lo que hace Dios y no lo que hace el hombre. Y Benedicto, al renunciar por falta de fuerzas, da más peso a lo que pueda hacer un Papa que a lo que pueda hacer Dios a través de él.

Sabemos ahora que Benedicto XVI ha rumiado durante un año esta decisión. Ha debido de ser un periodo horrible para él, de contradicción interna, de debate entre la tradición que había recibido de sus predecesores, y lo que él veía como mejor para la Iglesia.
Los problemas de dentro y de fuera le han convencido de que hace falta un Papa vigoroso. Pero la crisis ha de ser profundísima: se ha debido sentir completamente inerme ante la fuerza de la Historia, y ni siquiera su fe en la providencia le ha convencido para continuar «hasta que Dios quiera».

Su conocimiento de la historia pasada y de la situación actual de la Iglesia le impiden ignorar que la elección del siguiente Papa será mucho más «política» y menos espiritual.

Para algunos, ha tenido el coraje de romper con los precedentes: un tradicionalista contra la tradición. Para otros le ha faltado la coherencia hasta el final, y deja la tristeza que se aprecia cuando se escucha la noticia de un hombre de 85 años que se divorcia, porque ya no puede aportar nada a su matrimonio.

Pero en cualquier caso, deja una Iglesia sorprendida, entristecida y dolorosa por la punzante noticia, que no se atreve siquiera a pensar si el Papa ha hecho bien o ha hecho mal, sino que confía en que el Espíritu Santo sepa guiar a la Iglesia para escribir una página completamente nueva de su bimilenaria historia.

José Luis Restán
Ninguna crisis espiritual

Algunos me habéis preguntado (como mínimo perplejos) por el artículo que firma hoy en El Mundo Yago de la Cierva, titulado "Traición a la Tradición".

Y aunque no me apetece entrar en refriegas, creo que no es momento para silencios calculados y componendas. Debo reconocer algo más que perplejidad: irritación y escándalo, por lo que se dice del Papa y por la firma que lo rubrica.

Entiendo perfectamente que es muy saludable la diversidad de sensibilidades en la Iglesia, el propio Benedicto XVI lo acaba de decir a sus seminaristas. Pero esa diversidad se torna destructiva cuando implica decir del Papa "que ha traicionado", cuando se sugiere que sufre una grave crisis espiritual, que abandona a su esposa, o que se apunta al credo pelagiano. Vamos, que esto además de disparatado me parece intolerable.

Difícilmente se puede traicionar la tradición cuando el Código de Derecho Canónico (expresión jurídica de la Tradición católica) contempla con toda normalidad la posibilidad de la renuncia del Papa. Se puede opinar si es oportuno, si se equivoca o no. Hace falta tentarse la ropa, ¿eh? pero se puede opinar. Lo que es inadmisible es acusar de "traición" al sucesor de Pedro por acogerse a una previsión de la ley de la Iglesia, que por otra parte ya ha sido utilizada anteriormente. Además, ¿quién define lo que es la Tradición? No será el articulista...

Decir que Benedicto XVI sufre una crisis espiritual profunda cuando acabamos de escuchar con verdadera conmoción su Lectio Divina a los seminaristas de Roma o sus homilías de esta Navidad es patético. Resulta que este hombre "en crisis" nos ayuda a vivir, ilumina nuestro camino, nos sostiene en la esperanza y nos confirma en la fe cada día. Como Pedro caerá y pecará (por eso pide perdón), pero su grandeza es estar siempre con los ojos fijos en Jesús. Por eso le esperamos cada día cuando habla. ¡Menuda crisis!

Y lo del pelagianismo es que raya la aurora boreal. El mayor discípulo de San Agustín, el que nos lo ha hecho conocer y gustar, resulta que es ahora "pelagiano", o sea, que confía más en sus fuerzas que en la gracia de Dios. Me parece que el firmante no ha seguido jamás a Joseph Ratzinger, no lo ha leído, ni escuchado, ni visto. El gesto de la renuncia implica la máxima confianza en la gracia de Dios: frente a quienes están asustados por el cambio, porque la barca se mueve, Benedicto XVI dice: quien guía la Iglesia, su verdadero Pastor, es el Espíritu Santo. La Iglesia es el árbol de Dios, por eso no muere nunca; no por la astucia y el coraje de sus líderes (empezando por el pobre pescador galileo) sino porque lleva en su seno la semilla de la vida eterna.

Espero que esta colección (digámoslo piadosamente) de desatinos no signifique más que eso: que todos podemos tener un mal día, aunque hay cosas que conviene hacérselas mirar... por si acaso.

Yago de la Cierva 
La Tradición y las tradiciones 

Quien tiene boca se equivoca. Ayer El Mundo publicó un artículo mío sobre la renuncia del Papa, que ha disgustado a algunos amigos, señal de que no supe explicarme con la finura necesaria para que personas que me conocen entendieran el mensaje. Sirvan estas líneas de cribado del artículo, para quitar la paja y dejar el grano.

Adelanto que, en mi opinión, el título distorsiona completamente el sentido del artículo. Como casi todo el mundo sabe, los títulos no los pone el autor, sino que dependen muchas veces del espacio disponible, de los artículos de alrededor, del tono que quiera dar el periódico a toda la noticia, y hasta de las preferencias del redactor de cierre. En mi caso, el título natural, Ruptura de la tradición, fue “robado” para la portada del diario, y a mi artículo se le llamó “Traición a la tradición”. Pienso que el uso del término “traición”, que no aparece ni una sola vez en mi artículo, tiene tal carga semántica que predispone a interpretar lo que he escrito en una clave que no es la mía.

¿Y qué he querido realmente decir? En modo alguno he querido criticar la decisión del Papa, sino intentar explicar los motivos por los que pienso que ha tomado esa decisión. El punto de partida, mantenido a lo largo de todo el artículo, era que Benedicto XVI ha renunciado con plena conciencia y con total seguridad de que eso es lo que le pedía Dios. Son sus palabras, repetidas en todas partes, y que no repetí porque aparecen en el cuerpo de la información publicada por ese medio. El artículo no lo pone en duda para nada.

Tras desechar algunas razones aducidas sobre la causa de la dimisión (una enfermedad sobrevenida, una huida ante la dureza de los abusos o por el escándalo de los Vatileaks, o la falta de fuerzas físicas), me centro en explicar cómo lo he entendido yo. En modo alguno he pretendido calificar su decisión ni entrar en la conciencia de nadie, y menos aún en la del Papa, por el que nutro una especial veneración. Ni una sola frase del artículo le juzga, sino que describo –quizá con acierto, quizá equivocadamente– el dilema de Benedicto XVI como el de quien se siente aplastado entre dos planchas de acero: ve con claridad que la guía de la Iglesia necesita una persona vigorosa, y entiende que una renuncia supone una ruptura con la tradición. Ha debido de ser tremendo para él, por la radicalidad de las consecuencias y por el tiempo en que lo ha meditado: casi un año de reflexión.

Romper las tradiciones no es malo, es… completamente nuevo. Y Benedicto XVI lo ha hecho, con plena conciencia de que lo hacía, y con plena seguridad de la bondad de esa decisión, tomada en la presencia de Dios. Y decirlo no es ninguna ofensa al Papa, sino poner de manifiesto… lo que todos tienen ante los ojos.

Es más: si hace una semana alguien me hubiera hecho la pregunta hipotética de si un Papa podía dimitir, hubiera respondido como respondió la Santa Sede entre octubre de 2002 (fecha en que Juan Pablo II dejó de celebrar la Misa de pie) y su fallecimiento en abril de 2005. Posible jurídicamente, altamente improbable… por la fuerza de la tradición en la Iglesia.

El meollo de la discusión está en entender la diferencia en la Iglesia católica, y para Benedicto XVI en particular, entre Tradición, con mayúscula, y las tradiciones. Benedicto XVI –y lo mencionaba en el artículo– ha sido siempre el mejor guardián en la Iglesia de la Tradición con T mayúscula, que ha defendido a capa y espada siempre que alguien la ha puesto en entredicho: en la liturgia, el dogma, la moral. Pero ante las tradiciones con minúscula en la Iglesia se ha comportado con enorme libertad de espíritu, y no se ha sentido vinculado por ellas. Se saltó a la torera la tradición de que no se podía criticar al clero públicamente y que ante una acusación de abusos, lo tradicional era ocultarlo a la comunidad cristiana y a las autoridades públicas; pasó por encima de la tradición de que los sacerdotes que se habían equivocado podían ser castigados, pero los obispos no; y mandó a paseo la tradición de que un Papa no tiene opiniones personales, sino que habla siempre con la autoridad del Pontífice, y como teólogo escribió lo que le vino en gana y pidió expresamente que estaba abierto a debatir sus tesis.

Como ha titulado el ABC, Joseph Ratzinger es un hombre libre, tan firme en sus convicciones que puede dialogar con quien haga falta, sea filósofo agnóstico como Habermas, teólogo rebelde como Hans Küng, rezar con el gran muftí de Estambul o dialogar sobre los escritos de Lutero con los obispos luteranos.

Quizá haya podido sorprender que describa la situación del Papa como “crisis”. Uso la palabra crisis como el momento de incertidumbre ante una situación grave, trascendental y apremiante, que es el sentido de las siete definiciones del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Decir que el Papa ha sufrido una crisis espiritual (y no física) pienso que no es ofenderle, sino todo lo contrario: lo incomprensible sería pensar que ha tomado esta decisión en una situación sin ningún tipo de presión. Crisis espiritual no es una pérdida de fe, sino la situación ante un cruce de caminos en que las dos opciones tienen gran trascendencia. Y nadie mejor que él para saberlo.

Dicho todo esto, reconozco que el símil del divorcio es desacertado, y que la revisión final a toda prisa para ajustar el texto al espacio realmente disponible dejó fuera muchas frases que lo hacían más discursivo y suave, con lo que el resultado final parece una razonamiento a uña de caballo. Culpa mía.

Si alguien se ha sentido ofendido por lo que he escrito, es señal de que no he sabido explicarme bien, y le ruego que acepte mis disculpas más sinceras.
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