Viernes, 29 de marzo de 2024

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Pastoral del Cardenal Segura de 1931 (2)

por Victor in vínculis

Continúa así la Carta pastoral del 1 de mayo de 1931 que, con el título Sobre los deberes de los católicos en la hora actual, publica el cardenal Segura, y que fue publicada días después por el rotativo madrileño ABC.


Una mirada al pasado

Las conmociones más violentas de los pueblos, aunque pueden cambiar el curso de la Historia, no bastan para romper el hilo de la tradición. El día de hoy es hijo del día de ayer, y los grandes sucesos que señalan nuevos rumbos a la vida de las naciones no se engendran de repente, sino que, por lo común, tienen muy remota preparación y honda raigambre en otros hechos. Tal vez muy lejanos, que por caminos ocultos a las miradas de los hombres, pero patentes a la divina Sabiduría, siguen influyendo de manera eficaz a muchos siglos de distancia.

La historia de España no comienza en este año. No podemos renunciar a un rico patrimonio de sacrificios y de glorias acumulado por larga serie de generaciones.

Los católicos, particularmente, no podemos olvidar que, por espacio de muchos siglos, la Iglesia e instituciones hoy desaparecidas convivieron juntas, aunque sin confundirse ni absorberse, y que de su acción coordinada nacieron beneficios inmensos que la historia imparcial tiene escritos en sus páginas con letras de oro.

La Iglesia no puede ligar su suerte a las vicisitudes de las instituciones terrenas. Estas se mudan, y la Iglesia permanece; éstas son perecederas, y la Iglesia es inmortal.

Pero la Iglesia no reniega de su obra. En tiempos de anarquía afianzó con su autoridad el poder real, y con ello prestó servicios inestimables a la causa del orden y del progreso, como han tenido que reconocer los mismos historiadores adversos al Cristianismo.

Cuando graves circunstancias hicieron precisos nuevos cambios en el Gobierno de la nación, la Iglesia, sin descender a contiendas ni rivalidades, siguió ejerciendo su misión de paz, y el bien público tuvo en ella solidísimo baluarte.

Con frecuencia, en el espacio de largos siglos, tuvo que defender su independencia contra intromisiones del poder civil, y en más de una ocasión hubo de recordar sus deberes a los gobernantes que los olvidaron; pero respetó siempre la forma de gobierno que la nación se había dado a sí misma.

No tenemos por qué ocultar que, si bien en las relaciones entre la Iglesia y el poder civil hubo paréntesis dolorosos, la Monarquía, en general, fue respetuosa con los derechos de la Iglesia.

El reconocerlo así es tributo debido a la verdad, sobre todo cuando se recuerdan con fruición los errores y se olvidan los aciertos y los beneficios. España toda, y particularmente nuestras archidiócesis, están llenas de monumentos que hablarían si nosotros callásemos.

Séanos lícito también expresar aquí un recuerdo de gratitud a S. M. el rey don Alfonso XIII, que durante su reinado supo conservar las antiguas tradiciones de fe y piedad de sus mayores.

¿Cómo olvidar su devoción a la Santa Sede, y que él fue quien consagró a España al Sagrado Corazón de Jesús?

Sí; los toledanos, dejando a un lado otros acontecimientos, recordaremos siempre aquél día en que puso su bastón de mando a los pies de Nuestra Señora de Guadalupe, y aquel otro del pasado mes de octubre en que, asistiendo al Concilio provincial celebrado en Toledo, nos hizo evocar otros gloriosos Concilios toledanos que dejaron profundos surcos en nuestra vida nacional.

La hidalguía y la gratitud pedían este recuerdo; que siempre fue muy cristiano y muy español rendir pleitesía a la majestad caída, sobre todo cuando la desgracia aleja la esperanza de mercedes y la sospecha de adulación. 

 

La gravedad de la hora presente

Para ponderar la gravedad de los momentos actuales nos bastará transcribir aquí las palabras que dejamos escritas en 27 de febrero del próximo pasado año.

«Es unánime persuasión en todos -decíamos entonces- que los instantes actuales son de grave trascendencia para el porvenir de nuestra Patria.

Bien es verdad que, aun en las circunstancias más difíciles de nuestra historia, una palpable protección del cielo, nos ha salvado, con singular providencia, de gravísimos riesgos; claro indicio del amoroso cuidado -al cual debemos corresponder con filial gratitud- con que vela por nosotros la Santísima Virgen, que quiso tomar posesión de nuestro suelo a orillas del Ebro y dejarnos como perpetuo recuerdo de su voluntad y ayuda el bendito Pilar de Zaragoza.

Cierto asimismo que tenemos la consoladora promesa que el Corazón de Jesús hizo al padre Bernardo Hoyos de "reinar en España y con más veneración que en otras partes".

Mas deber nuestro es no tentar a Dios; antes hemos de procurar, con una actuación intensamente cristiana, precaver los males que parece se avecinan, atrayendo sobre nuestra Patria las bendiciones del cielo.

No es preciso descender a pormenores que sería delicado destacar y que, por otro lado, son de todos conocidos. Baste decir que la gravedad del momento presente, en orden a un porvenir que tan incierto se vislumbra, no se circunscribe sólo a la situación política, sino que se extiende al mismo orden social y al moral y religioso.

Pero la situación que conmueve a los ánimos es parte, sin duda, para que éstos se preocupen más inmediatamente de los futuros derroteros políticos de la Patria. Unos y otros con febril actividad se aprestan a tomar posiciones para la defensa de sus ideas e intereses. Los antiguos partidos se reorganizan, se anuncia la formación de otros nuevos, se plantean uniones o Federaciones circunstanciales para sumar fuerzas, indicio todo ello de que nos hallamos en vísperas de una intensa lucha política.

Ni aun los más avisados y previsores pueden conjeturar las consecuencias que tendrá esta contienda, no sólo en el orden político, sino también en el social y muy especialmente en el religioso. Mas, como quiera que esa, ha de tenerse por cierto que, aun considerada la situación no más que en este último aspecto, la hora actual debe calificarse de grave.»

Los hechos han confirmado plenamente cuanto entonces escribíamos. Algunas disposiciones recientes en daño de los derechos de la Iglesia y otras más graves que ya se anuncian y que, por ser de todos conocidas, no enumeramos, dan a los momentos actuales una gravedad extraordinaria e imponen a la conciencia de todos los católicos españoles gravísimas responsabilidades, que no podrán eludir ni ante la historia de la Iglesia, ni, lo que más importa, ante el Tribunal de Dios.

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