Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

La existencia de la Iglesia


Lo que en reali­dad se pre­ten­de es des­ani­mar a tan­tos bue­nos ca­tó­li­cos para que ten­gan una es­pe­cie de losa en­ci­ma, que los aplas­te por fal­ta de au­to­es­ti­ma.

por Monseñor Braulio Rodríguez Plaza

Opinión

Los que for­ma­mos la Igle­sia ca­tó­li­ca sa­be­mos que nues­tra Ma­dre pasa siem­pre por an­gus­tias, di­fi­cul­ta­des y que sus hi­jos, no­so­tros, so­mos pe­ca­do­res, pero na­ci­mos del amor de Dios y Je­su­cris­to es nues­tro Abo­ga­do, el Jus­to. A mí, pues, no me ex­tra­ña que ten­ga­mos crí­ti­cas du­ras, que a ve­ces nos ca­lum­nien, y que ter­gi­ver­sen lo que ha­ce­mos; in­clu­so que nos di­gan que he­mos pe­ca­do en esto o en aque­llo. Sa­be­mos, ade­más, que hay en nues­tra so­cie­dad quie­nes no nos per­do­na­rán nada; tam­bién es­tán aque­llos que no cam­bian, que si­guen te­nien­do nulo o bajo apre­cio por el he­cho re­li­gio­so que su­po­ne la fe cris­tia­na y la exis­ten­cia de la Igle­sia. Como si es­tu­vié­ra­mos 100, 70 ó 40 años atrás.

Las co­sas son así, pero casi nun­ca res­pon­den a la reali­dad. Y no se tra­ta de de­fen­der­nos, sino de otra cosa: en­ca­rar las crí­ti­cas sin des­ani­mar­nos. ¿Por qué? No pre­ci­sa­men­te por­que no nos preo­cu­pen las crí­ti­cas o nos dé igual ser peo­res o me­jo­res cris­tia­nos, dis­cí­pu­los de Cris­to. No. Pero su­ce­de con mu­cha fre­cuen­cia que tan­tas es­ta­dís­ti­cas en las que apa­re­cen ci­fras poco agra­da­bles para la Igle­sia ca­tó­li­ca se uti­li­zan como ar­mas arro­ja­di­zas y que se mues­tre de este modo lo mala que es esta Igle­sia. Así lo que en reali­dad se pre­ten­de es des­ani­mar a tan­tos bue­nos ca­tó­li­cos para que ten­gan una es­pe­cie de losa en­ci­ma, que los aplas­te por fal­ta de au­to­es­ti­ma. Tan­tos da­tos de jó­ve­nes que aban­do­nan la Igle­sia, que no acu­den a la pa­rro­quia a la Misa do­mi­ni­cal, o re­cha­zan el ma­tri­mo­nio cris­tiano, o ca­sa­dos por la Igle­sia que se di­vor­cian, o tan­tos que no si­guen la mo­ral cris­tia­na. Tan­tos, tan­tos, ¡y por cul­pa de la Igle­sia!
 
¿Qué se pre­ten­de con este modo de pre­sen­tar las co­sas? No se tra­ta de ha­cer una crí­ti­ca más o me­nos jus­ta. Se quie­re mos­trar que la Igle­sia va a aca­bar pron­to, que no es dig­na de con­fian­za, que ha­ga­mos lo que fue­re los hi­jos de la Igle­sia las es­ta­dís­ti­cas es­tán ahí. Los cul­pa­bles: so­bre todo los obis­pos y los sa­cer­do­tes y toda una se­rie de per­so­nas an­ti­cua­das, no abier­tas al pro­gre­so, con­ser­va­do­ras a ul­tran­za, que sólo quie­ren pri­vi­le­gios (¿?) y fas­ti­dian a los de­más.
 
Yo no voy a dis­cu­tir las es­ta­dís­ti­cas, que tam­bién se po­dría ha­cer, pero digo a los ca­tó­li­cos que, acep­tan­do nues­tros fa­llos, que son pe­ca­dos, los di­ri­gen­tes de esta Igle­sia han co­me­ti­dos in­fi­ni­dad de me­nos frau­des, co­rrup­cio­nes, mal­ver­sa­cio­nes que los di­ri­gen­tes de otras ins­ti­tu­cio­nes en la so­cie­dad en la que vi­vi­mos. Que te­ne­mos pe­ca­do, sin duda, pero que hay en la Igle­sia ca­tó­li­ca mu­chas, mu­chí­si­mas per­so­nas que se preo­cu­pan de los de­más, que se acer­can a los po­bres, que atien­den a en­fer­mos, em­po­bre­ci­dos o sin ho­gar en una pro­por­ción mu­cho más gran­de que los que per­te­ne­cen a otras ins­ti­tu­cio­nes so­cia­les, que pa­re­ce que van a so­lu­cio­nar to­dos los pro­ble­mas y no em­pie­zan nun­ca. Y tan­tos ca­tó­li­cos ejem­pla­res en su ma­tri­mo­nio, en su tra­ba­jo, en vi­vir la jus­ti­cia, en­tre­ga­dos a ha­cer el bien, a per­do­nar, a cum­plir con su de­ber en tan­tos cam­pos de la ac­ti­vi­dad hu­ma­na.
 
La Igle­sia es dé­bil, sin duda; sus hi­jos so­mos pe­ca­do­res. Pero en no­so­tros Cris­to ge­ne­ra siem­pre vida nue­va, ca­pa­ci­dad de arre­pen­ti­mien­to, ener­gías nue­vas para vol­ver a em­pe­zar, po­si­bi­li­dad de re­na­cer por el gran per­dón de Cris­to. Y so­mos fuer­tes no por nues­tras fuer­zas, sino por­que es­ta­mos acom­pa­ña­dos por Je­su­cris­to, el San­to, el que ha ven­ci­do aun­que es­tu­vo muer­to, el que es ca­paz de re­ge­ne­rar co­ra­zo­nes. Je­sús re­su­ci­ta­do re­crea cada día nues­tras co­mu­ni­da­des cris­tia­nas, tam­bién para el bien co­mún de nues­tra so­cie­dad, que sin su con­cur­so se­rían mu­cho más po­bre en tan­tas co­sas.
 
La pre­sen­cia de Cris­to en su Igle­sia nos ca­pa­ci­ta para pe­dir per­dón, para ir de la mano con los de­más ciu­da­da­nos en la con­se­cu­ción del bien co­mún cuan­do anun­cian a Je­sús, en­se­ñan a vi­vir el Evan­ge­lio, a es­cla­re­cer la ver­dad, a ir con­tra la men­ti­ra y el ol­vi­do de la dig­ni­dad hu­ma­na, cuan­do mues­tran lo que es el ser hu­mano, la com­ple­men­ta­rie­dad en­tre hom­bre y mu­jer opo­nién­do­se a la vio­len­cia con­tra la mu­jer pero sin ideo­lo­gía de gé­ne­ro, cuan­do po­nen de re­lie­ve la doc­tri­na so­cial de la Igle­sia, cuan­do abo­gan por la li­ber­tad, toda li­ber­tad, tam­bién la de mos­trar la fe en el ám­bi­to pú­bli­co. Eso sí: siem­pre te­nien­do en cuen­ta que ca­mi­na­mos no ha­cia un lu­gar in­cier­to, sino ha­cia el mon­te de Sión, ha­cia la ciu­dad del Dios vi­vien­te, ha­cia Je­sús, Me­dia­dor de la nue­va Alian­za, a la Je­ru­sa­lén ce­les­tial (cfr. Heb 12, 22-24).

Monseñor Braulio Rodríguez Plaza es arzobispo de Toledo, sede primada de España.
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