Jueves, 18 de abril de 2024

Religión en Libertad

Corrupción benéfica


El demócrata antropoteísta abomina de las antiguas virtudes que lo acercaban a Dios y lo apartaban de sus apetitos; y desea ante todo que sus políticos le sobornen con derechos de bragueta y mamandurrias.

por Juan Manuel de Prada

Opinión

¿Y qué ocurriría si, como señalaba Huntington, la corrupción fuese «un factor de modernización y de progreso económico»? ¿Qué ocurriría si, como afirmaba sin recato alguno Churchill, la corrupción sirviese «como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia»? Y aquí, por supuesto, no nos referimos a la democracia como procedimiento electoral, ni como régimen político, sino a la democracia tristemente vigente, la democracia entendida como religión antropoteísta, cuyo principio -permítasenos citar a Gómez Dávila- «es una opción de carácter religioso, un acto por el cual el hombre asume al hombre como Dios».
 
Esta religión antropoteísta, en lugar de prometer al hombre bienes espirituales y eternos (como hacen las religiones que siguen creyendo en Dios), le promete bienes materiales y perecederos. En La cultura es lo que importa, una obra recopilada por el citado Huntington, se afirma que la supervivencia de ciertas «creencias premodernas» enraizadas en la fe religiosa impide la «eficiencia económica»; y que no hay otro modo de consolidar la democracia que reemplazarlas o adaptarlas «de forma no violenta». Este reemplazo o adaptación no violenta es, exactamente, lo que realiza la democracia entendida como religión antropoteísta: sus adeptos renuncian a sus bienes eternos (resumibles en la salvación de su alma) y a cambio obtienen las recompensas materiales y perecederas que les procura la eficiencia económica: Estado de bienestar, derechos de bragueta, subvenciones y otras mamandurrias, elecciones a tutiplén, etcétera.
 
Y una vez alcanzada la «eficiencia económica» que consolida la democracia, la corrupción se convierte -como señalaba Churchill- en su «lubricante benéfico». Pues, como el propio Huntington explica en El orden político en las sociedades en cambio, la corrupción sirve para superar las barreras administrativas que reducen la inversión y distorsionan los precios de la economía. La corrupción -nos enseña el célebre politólogo yanqui- «agiliza los procesos burocráticos y selecciona a los actores del mercado, a fin de que prevalezcan aquellos que invierten de forma decidida, incluso sobornando, en sus proyectos empresariales». Pues, en efecto, en un marco competitivo, las personas que están dispuestas a pagar mayores sobornos son los agentes económicos más eficientes. Y, además, la corrupción genera ingresos alternativos para políticos y funcionarios, que sirven para complementar sus sueldos. Gracias a la corrupción, pues, los sueldos de nuestros políticos y funcionarios pueden mantenerse en un bajo nivel de remuneración, reduciendo la carga impositiva sobre el común de la población.
 
La corrupción, en fin, es benéfica para la democracia, como señalaba Churchill. Es verdad que, como nos enseñaba Salustio, «desde que la gloria, la autoridad y el mando van detrás de las riquezas, decayó el lustre de la virtud y se tuvo la inocencia de costumbres por odio y mala voluntad». Pero esto, ¿a quién le importa? El demócrata antropoteísta abomina de las antiguas virtudes que lo acercaban a Dios y lo apartaban de sus apetitos; y desea ante todo que sus políticos le sobornen con derechos de bragueta y mamandurrias. A veces, al demócrata antropoteísta le fastidia que, a cambio de estos sobornos, los políticos se lo lleven crudo y vomita su rabia (y su envidia) en las redes sociales, o cambia de políticos en las elecciones, aunque intuye (sin necesidad de haber leído a Lampedusa) que quienes los sustituyan harán exactamente lo mismo. Pero, en el fondo de su podrido corazoncito, sabe que el destino de los hombres que han renunciado a sus bienes eternos no es otro sino dejarse arrebatar sus bienes materiales.

Publicado en ABC el 5 de junio de 2017.
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