Jueves, 18 de abril de 2024

Religión en Libertad

Víctimas del terrorismo


El que se aplauda a los terroristas y se insulte a las víctimas supone una terrible enfermedad psíquica que también pueden contraer los pueblos, como lo muestra los ejemplos de Eibar y del nazismo alemán.

por Pedro Trevijano

Opinión

(Homilía en la misa por las víctimas del terrorismo.)

En el Evangelio que acabamos de escuchar, hoy 11 de marzo, hemos leído: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (Mt 5,44). Jesucristo nos pide dos cosas: que perdonemos y que amemos a nuestros enemigos. Son dos cosas difíciles que sólo con la gracia de Dios podemos conseguir. El ser capaces de perdonar es una gracia que ciertamente nos interesa, para que no nos dejemos llevar por el odio, nos destruyamos como personas y concedamos gratuitamente una victoria a nuestros enemigos. El amarles es aún más difícil, por lo que es algo que hemos de pedir a Dios, porque a nosotros, sin su ayuda, nos es prácticamente imposible, pero con su ayuda lo podemos todo.
 
Un año más nos encontramos aquí para conmemorar el aniversario de la brutal matanza de Atocha, y Día de las Víctimas del Terrorismo. Ante el problema terrorista, la postura moral es bien sencilla. Si a alguien le dan un tiro en la nuca, o sufre la explosión de una bomba, no hay que romperse mucho la cabeza para saber que el culpable es el terrorista, que aunque su delito tenga motivaciones políticas, es responsable de haber cometido delitos comunes (estragos, chantaje, secuestros, asesinatos), en general incluso más graves que los de los delincuentes comunes ordinarios. ¿O es que en España hay muchos presos por haber cometido multitud de asesinatos, o masacres como las de Hipercor o Zaragoza, donde se buscó intencionadamente matar niños? Los derechos humanos no se defienden matando niños, como oí a un siniestro político que afirmó en una herrikotaberna: “ETA defiende los derechos humanos por vías no legales”.
 
La Iglesia española ha condenado, durante muchos años, más veces el terrorismo que el aborto. Pero entre sus documentos subrayo la Instrucción Pastoral de noviembre del 2002 Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y consecuencias, en cuyo número 15 leemos: “Tampoco es admisible el silencio sistemático ante el terrorismo. Esto obliga a todos a expresar responsablemente el rechazo y la condena del terrorismo y de cualquier forma de colaboración con quienes lo ejercitan o lo justifican, particularmente a quienes tienen alguna representación pública o ejercen alguna responsabilidad en la sociedad. No se puede ser neutral ante el terrorismo. Querer serlo resulta un modo de aceptación del mismo y un escándalo público”. Es decir, incluso la neutralidad es ya inmoral.
 
En este punto recuerdo lo que me decía una persona que por su cargo era posible víctima de ETA. “No soy muy creyente, pero si Dios existe y me matan por haber cumplido con mi deber, creo que estoy en mejor situación que si no hubiese hecho lo que tenía que hacer”. Y es que las víctimas lo han sido por ser consecuentes con sus ideas y creer en valores tan nobles como la Verdad, la Justicia, la Libertad y la Democracia, valores apoyados en muchos casos por su Fe en Dios.
 
Personalmente creo que nunca olvidaré lo que nos sucedió en Eibar el 28 de diciembre de 2012, cuando yendo dos autobuses de la AVT nos recibieron varios centenares de personas, en buena parte adolescentes, con abundantes pitos e insultos. Cada vez que lo recuerdo no puedo por menos de pensar lo terrible que es que a uno lo eduquen en el odio. Los grandes responsables son, bastante más que los chavales, sus padres y seudoeducadores que les han inspirado esos sentimientos de odio que los destrozan como personas. El que se aplauda a los terroristas y se insulte a las víctimas supone una terrible enfermedad psíquica que también pueden contraer los pueblos, como lo muestra los ejemplos de Eibar y del nazismo alemán.
 
Pero lo peor de Eibar es que algo parecido está a punto de suceder en el resto de España. Un conocido político español afirmaba: “La idea de una ley natural por encima de las leyes que se dan los hombres es una reliquia ideológica frente a la realidad social y a lo que ha sido su evolución. Una idea respetable, pero no deja ser un vestigio del pasado”. Es decir, se trata de enseñar a nuestros chavales a que no distingan el Bien del Mal, la Verdad de la Mentira. Sobre este punto decía un Papa, ya en 1937, esto: “Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. "El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral" (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión”. En aquella ocasión el alejamiento de Dios condujo a la terrible ideología nazi, y hoy corremos el peligro de que al olvidarnos igualmente de Dios, pretendamos que la realidad se adapte a la ideología y no la ideología a la realidad y así nos alejamos de la Democracia con sus libertades de conciencia, de pensamiento, de educación y religiosa, así como de la Verdad científica, moral y religiosa. Es decir, que nos alejemos de los valores por los que han muerto vuestros seres queridos.
 
Perdonad mi grito de alarma, pero con frecuencia abuelos y abuelas me han dicho: “He educado cristianamente a mis hijos, pero aunque conservan los valores humanos y son honrados, no pisan la Iglesia ni educan cristianamente a mis nietos”. Mucho me temo que esos nietos que ignoran los valores cristianos acaben ignorando también los valores humanos. No veo otra solución sino recordar, como intenta siempre hacer la Iglesia, pero muy especialmente en este tiempo de Cuaresma, que todos debemos convertirnos, que todos debemos ser mejores, y que Cristo tenga más importancia en la vida de cada uno de nosotros, para que de ese modo los miembros de las nuevas generaciones, tengan los valores por los que sus antepasados fueron capaces de dar su vida.
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