Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

El peligro lejano y cercano de la corrupción


"Pecadores lo somos todos, pero en cambio no podemos ser corruptos". El corrupto "intenta engañar, y donde hay engaño no está el Espíritu de Dios", ni el verdadero hombre

por José F. Vaquero

Opinión

Los datos estadísticos no son matemáticos y concluyentes para catalogar una sociedad, pero sí reflejan una tendencia e invitan a la reflexión. El dato que me ha llamado la atención en estos días tiene como protagonista a la corrupción. España ocupa el puesto cuarenta en percepción de la corrupción, o dicho de modo más claro, ocupa el puesto cuarenta empezando por el menos corrupto. Alguno pensará: el cuarenta entre 176 países no está tan mal. Aunque si miramos a nuestro alrededor, a la Unión Europea, hay muchos, cieciocho, delante de nosotros.

La cifra preocupa, más allá de las comparaciones; y se va afianzando la idea de que es un fenómeno sistémico de los española, o de ciertos sectores y clases. ¿Que significa “sistémico”? Que forma parte de la esencia del sistema, del modo ser normal. Sucede como en el sistema de los deportistas, donde todos deben tener una buena forma física, al menos buena para su deporte. Si la corrupción en sistémica, ¿por qué cambiar? Esmos bien siendo como somos. ´He ahí el peligro de conformarse con la corrupción, de aceptarla resignadamente y no querer cambiarla. Me resisto a creer que los españoles seamos así de conformistas.

“La corrupción existe. Siempre existió y así seguirá siendo”, eso opina el 60 % de los españoles. Total, ¿por qué preocuparse? Drogadictos siempre habrá; ¿para qué promover campañas contra el tráfico y el consumo de drogas? Ladrones siempre habrá; ¿para qué trabajar por defender el derecho a la propiedad, mis posesiones y mis bienes? Asesinos siempre habrá, ¿para qué preocuparse de la seguridad? No saber qué hacer, sentirse impotentes, es una cosa; que simplemente nos resignemos es otra muy distinta.

Ante esta plaga, que parece amenazarnos con su nota sistémica, me preocupa las consecuencias sociales y económicas, y sobre todo la raíz y el resultado humano. En un primer grado de corrupción, que podríamos llamar jurídico-institucional, el sujeto corrupto es una institución que se salta la ley, abiertamente o con un poco de maquillaje. Pero las instituciones no son entes pensantes con vida propia; quienes piensan y deciden son sus personas. Llegamos así a la corrupción personal, a unos seres que libremente optan por saltarse la ley, abiertamente o con un poco de maquillaje. Ya no importa la ley, importa mi propio beneficio y encontrar los resquicios para parecer inmaculado ante la ley o para que los jueces así lo declaren.

De la mano de esta corrupción llegamos a la más profunda, la corrupción humana y de la conciencia. Se empieza buscando los recovecos de la ley civil, jurídica, y se llega a relativizar la ley humana, la ley básica de la conciencia: “haz el bien y evita el mal”. De la corrupción institucional pasamos a no distinguir qué es lo bueno y lo malo. Todo vale, con tal de que redunde en mi beneficio, mi dinero y mi poder.

El proceso nos puede asustar, y encontramos rápidamente ejemplos en éste político, en aquel economista o en este concejal. Los demás son los corruptos, y como dice una antigua canción, “olvidamos que somos / los demás de los demás”. El peligro está ahí, y a cada uno se le presenta a su medida: al rico con una corrupción (urbanística, bancaria...), al jefe de departamento con el favoritismo injusto a quien le cae mejor o es amigo del jefe, o el sencillo trabajador con el pequeño engaño a su jefe o el ajuste para cuadre la caja chica sin que se aprecie el pequeño gasto que hizo para sí.

La tentación está ahí, y no hay que verla como algo ajeno, ni como algo natural. La conciencia, ese lugar donde el hombre se encuentra consigo mismo, y con Dios, nos susurra sus orientaciones. Puede haber caídas, fallos, errores, pecados, pero no la instalación en su campamento. «Pecadores lo somos todos, decía hace pocas semanas el Papa Francisco, pero en cambio no podemos ser corruptos» El corrupto «intenta engañar, y donde hay engaño no está el Espíritu de Dios», ni el verdadero hombre, aquel que nos reveló el Niño que nacerá en pocas semanas.

El pecador se reconoce como tal, y por eso recibe el perdón de Dios todas las veces que lo necesite. Sin límites. Este perdón no está exento de la verdad, la justicia reconocida ante quien tiene autoridad, el propósito de la enmienda y la necesaria satisfacción. Los componentes básicos del sacramento de la confesión, como se habrá percatado más de alguno. En cambio, el hipócrita, el corrupto, se finge justo y, con eso, provoca escándalo.
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