Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

La sangre de los pobres


por Juan Manuel de Prada

Opinión

Acaba de publicar la editorial granadina Nuevo Inicio un hermoso y desgarrador volumen con las obras que Léon Bloy publicó en sus postrimerías: La sangre del pobre, Meditaciones de un solitario en 1916 y la inconclusa En las tinieblas. Siempre es un gozo asomarse a la obra de este gran autor sufriente, bendito de Dios y maldito de los hombres, que completó una obra donde se alternan el improperio y la plegaria. Bloy disgusta o arrebata, su escritura en carne viva no admite contemporizaciones, sus palabras de fuego queman tanto que a los lectores no les queda otra salida sino abrasarse de furor o de entusiasmo. No hace falta aclarar que nos contamos entre los segundos.

Entre los seguidores confesos de Bloy se cuenta también Javier Martínez, el arzobispo de Granada, que junto a Helena Faccia se ha encargado de la esmeradísima traducción de este volumen. ¡Un obispo que traduce a Léon Bloy, qué cosa tan inaudita! Si leyendo a Bloy el alma se nos torna de repente llaga…. ¡Cómo tiene que ser traducir a Bloy! Me impresiona mucho imaginar a un obispo bregando con los pasajes que Bloy dedica al fariseísmo católico («Jamás hubo nada tan odioso, tan completamente execrable como el mundo católico contemporáneo»), a los curas mundanos («aquellos a quienes la Virgen de La Salette denominó con su propia boca cloacas de impureza») y, en general a ese catolicismo pompier que jalea «todos los tópicos del progreso, de la civilización, de la política y, sobre todo, de la democracia», a la vez que postula opciones políticas en las que Cristo queda confinado en «una casita de perro guardián».

Bloy escribe para dar voz a los humildes pisoteados, en una especie de Miserere que tiene algo de graznido emitido desde las tinieblas, mientras el mundo se estremece, bajo el cañoneo de la Gran Guerra. Ha pasado un siglo desde que Bloy escribiese estas páginas heridas e hirientes; pero los males sobre los que Bloy lanza sus dardos siguen siendo los mismos. Los hombres siguen adorando el dinero, que se acuña -en una eucaristía sacrílega- con la carne y la sangre del pobre. Los niños siguen siendo masacrados en «los mataderos de la miseria» (o en los úteros de sus madres). Y el amor que escamoteamos a los niños y brindamos a los perros nos exige preguntarnos, como a Bloy, «si la tontería, decididamente, no es más odiosa que la misma maldad»; y también si es «el resultado de una idolatría demoníaca o de una imbecilidad trascendental».

En La sangre del pobre, mientras fustiga su alma (y la nuestra), Bloy enhebra iluminaciones poéticas e intuiciones teológicas pasmosas. El pasaje en el que interpreta el dogma de la comunión de los santos resulta, por ejemplo, vertiginoso: «Es el concierto de todas las almas desde la creación del mundo, y este concierto es tan maravillosamente exacto que es imposible escaparse de él. La exclusión inconcebible de una sola alma sería un peligro para la armonía eterna. (…) Un acontecimiento de la gracia que me salva de un peligro grave ha podido ser determinado por un acto de amor llevado a cabo esta mañana, o hace quinientos años, por un hombre muy oscuro cuya alma correspondía misteriosamente a la mía, y que recibe así su salario. Ya que el tiempo no existe para Dios, la inexplicable victoria del Marne ha podido ser decidida por la oración muy humilde de una chiquilla que no nacerá antes de dos siglos».

Y tal vez las pavorosas penurias que padeció Bloy nos salvan hoy de las terribles cloacas de impureza que corrompen el mundo católico. Desde luego, que un obispo haya traducido a un escritor tan execrado por los católicos modernos constituye una prueba indubitable del dogma de la comunión de los santos.

Publicado en ABC.

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