Martes, 23 de abril de 2024

Religión en Libertad

El obispo Munilla y el clero vasco


Difícil toro el que tiene que lidiar Munilla, que ha pedido confianza al clero, pero éste sigue obstinado en que sea el obispo quien galope a su vera. ¿Cómo podrán entenderse dos almas de tempo melódico distinto?.

por Roberto Esteban Duque

Opinión

La decisión del obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, de trasladar a los tres seminaristas donostiarras a Pamplona ha vuelto a enconar las difíciles relaciones del clero nacionalista vasco con su obispo. Enésimo desencuentro de un obispo mal recibido -y peor querido- por un clero politizado, volcado sobre sí mismo, sin más reglas que las suyas. La inquietud provocada por su nombramiento como obispo de San Sebastián el 21 de noviembre de 2009, percibida por el clero nacionalista como una desautorización de la vida eclesial de la diócesis donostiarra con la única finalidad de reconvertir y desactivar cierta línea de la Iglesia vasca, continúa in crescendo y encontrando una férrea resistencia.

Pretende cierto sector del clero vasco (alrededor de cien sacerdotes) domesticar a su obispo, como quien debiera integrase en la aldea nacionalista, en sus costumbres y estructuras, de modo semejante a como lo hizo su antecesor Juan María Uriarte. Esta rebelión es rebelión agresiva contra la autoridad y el magisterio de la Iglesia desde la aparición de Munilla, acusado de “nacionalista español y antinacionalista vasco”, y cuya presencia episcopal significa la inadmisible aceptación de una metamorfosis hiriente, sobrevenida desde Roma, hacia todo aquello que les es propio y alberga, en un supuesto plano superior al resto.

Pero esta insubordinación contra Roma no tiene ninguna musculatura argumentativa, en la medida en que la raíz de los males del clero vasco nacionalista está en su falta de comunión con la doctrina de la Iglesia. Es impensable un mal mayor para una comunidad y un pueblo que el engendrado por la abdicación y deserción de la propia virtud en el cumplimiento de su cometido por gran parte del clero. ¿A quién debe escuchar el feligrés vasco: al clero nacionalista, en su necedad de vivir conforme a su estilo de vida,  o a su obispo, que representa el estilo de vida de la Iglesia? ¿Quién tiene la facultad decisiva para determinar lo que haya que hacer en la diócesis vasca? ¿No es un escándalo mayúsculo para el pueblo cristiano la fractura abierta entre el clero y su obispo? ¿Qué nos invita la Iglesia vasca a hacer mañana con entusiasta colaboración y esperanza?.

Lo más patético de esta falta de comunión es comprobar cómo se airean ciertos asuntos sobre el modo de vida que lleva o no el clero vasco. El obispo Munilla está molesto por la secularización de un clero que reza y se confiesa poco, que no asiste a Ejercicios Espirituales y ha perdido ya la figura del padre espiritual. Parece obvio que el clero nacionalista vasco no está dispuesto a reconocer la verdad de la anemia moral y espiritual en que nos encontramos, tanto sacerdotes como laicos. Pero, sobre todo, se niega a admitir sus errores y fracasos, así como a perder su influencia y poder, en un permanente pulso y desafío a Roma.

Difícil toro el que tiene que lidiar Munilla, que ha pedido confianza al clero, pero éste sigue obstinado en que sea el obispo quien galope a su vera. ¿Cómo podrán entenderse dos almas de tempo melódico distinto? La Iglesia vasca es hipersensible para el propio desarreglo, para el alma sectaria y particularista, pero está absolutamente anestesiada para la comunión con la Iglesia. Tengo la sensación de que el obispo Munilla encarna el mito de Sísifo y no logrará asentar el peñasco de su perseverancia y esfuerzo, colisionando hasta rodar por la ladera, cada vez más empinada, de la desobediencia y el rechazo de un clero en permanente pie de guerra que no ceja en su pretensión de “un ajuste de cuentas” con Roma, en la confrontación inmediata con un obispo nunca deseado.
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