Martes, 19 de marzo de 2024

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Misericordia, fe y perdón

por Victor in vínculis

Conserva la Postulación de Toledo un sobre manuscrito por el cardenal Pla y Deniel con la siguiente leyenda: “Para el Archivo Diocesano. Cartas del sacerdote Don Felipe Celestino Parrilla, coadjutor de Cuerva escritas en 1933, 1935 y 1936 a sus primas religiosas claretianas. Murió fusilado por los rojos el 25 de julio de 1936”. En la fechada el 13 de marzo de 1936, afirma:
 
“Yo no tengo miedo, me ofrecí a Dios en mi ordenación sacerdotal, y deseo que se cumpla en mí su divina voluntad. Creo que la ropa no se lava con agua sucia, siempre se busca la más limpia y cristalina. Lo mismo se lavará el pecado y mancha de España, con las almas y corazones más limpios y cristalinos, ¿y estos cuáles son? Dios solo lo sabe. Todo lo que nos está pasando, es castigo de Dios, y debemos meditar, que lo tenemos merecido, y que no veo reacción sincera, de corazones con fe y desapasionados; que tenemos mucha soberbia, mucho orgullo y poca fe y confianza en Dios, y Él, silencioso, nos humilla…
 
…¿Y esos sitios cómo andan? Comprendo que medianamente, pero no ser cobardes, quien a Dios tiene, todo lo del mundo le sobra, somos huéspedes en esta vida, no es la nuestra, qué nos importan las amarguras de ella, si son para purificarnos más. Poneos en manos de Dios, y bajo la protección de María, y a por la palma, de la clase que Dios nos tenga señalada. Y sea nuestro lema Misericordia, Fe y Perdón.
 
 
Felipe era natural del pueblo toledano de Las Ventas con Peña Aguilera, había nacido el 23 de agosto de 1878. Consagrado sacerdote el 13 de junio de 1908. Desde los años treinta estaba encargado de la parroquia de Cuerva (Toledo) y del Convento de las Madres Carmelitas.
 
Gracias a un precioso manuscrito titulado “El Getsemaní de las Carmelitas Descalzas de Cuerva (Toledo)” que conserva la comunidad podemos detallar las últimas horas de Don Felipe.
 
Como tantas monjas las Carmelitas vivieron normalmente su vida de observancia hasta el estallido de la guerra civil: serán expulsadas y su convento saqueado. Ajenas, pues, como estaban al movimiento revolucionario que estalló en España, el 22 de julio, de repente, sonaron fuertes golpes en la sacristía de la iglesia de las monjas. Insistieron los golpes en el torno de la sacristía, acompañados de fuertes campanillazos. Acudieron la sacristana y reconoce la voz del Capellán que, sin más preámbulos, le dice:
 
-Avise a la Madre Priora para que venga inmediatamente. Ésta se presentó y ¡cuál no sería su asombro y sorpresa al encontrase en el torno tres coponcitos llenos de formas!
 
-Pero, ¿qué es esto?, pregunta asustada la M. Priora.
-¿Son quizá formas consagradas?
 
Don Felipe, con la voz velada por la emoción, contesta afirmativamente, mientras se apresura a custodiar a Jesús Prisionero entre sus esposas queridas, para que no fuese profanado por aquellos, que están escoltándole.
 
-Obre con ellas, según lo exijan las circunstancias, dice con la voz algo temblorosa.
-Estoy solo. En el pueblo soy el único sacerdote. He pedido la gracia de recoger de la parroquia y del convento el Santísimo y me ha sido concedida. ¡Ahí le tiene usted! ¡Guárdemelas bien! Estoy detenido.
 
Una vez repuesta del susto, la Madre Priora pregunta:
 
-Pero, D. Felipe, ¿qué es lo que ocurre?
 
Evidentemente, allí está el que preside la comitiva. Con enorme amabilidad, el cabecilla le dice:
 
-No se inquieten. No ocurre nada. D. Felipe está detenido, pero pronto le soltarán. Ahora, entraremos a registrar el convento pues, al efecto, hemos recibido órdenes muy severas.
 
Tras la petición-orden las carmelitas abren las puertas de par en par y la turba invade el convento. Ponen guardias en la puerta reglar y en las que dan salida a la huerta, y entre algazaras y gritos infernales, registran el convento de arriba abajo. Uno, al cual llaman “el diablo”, hace su papel a las mil maravillas, no dejando hueco, ni rincón, ni caja, aún la más chica, en donde no metiera sus manos. Todo lo revolvieron, de tal manera que, después de terminada su vandálica hazaña, aquello parece un auténtico campo en el que se ha librado un batalla sin par.
 
Los tres coponcitos que ha traído don Felipe, milagrosamente, se han salvado de la profanación. Son las diez de la noche, aproximadamente, cuando dan fin a su importante trabajo: buscan armas en el convento y como no las encuentran, se marchan. Las monjas quedan completamente aterradas y llenas de pena y de dolor.
 
Al amanecer, el 23 de julio, comienza con una nueva sorpresa, cuando en el torno de las MM. Carmelitas se presenta el Capellán, sobre todo convencidas como estaban de su detención. Nadie le ha visto y viene para darles, por última vez, la Sagrada Comunión.
 
Don Felipe está emocionado y anima a sus monjas a que cumplan la voluntad de Dios en todo, sin miedo, ni temor. En su rostro se adivina claramente la resignación que llena su alma, y en sus labios brilla la dulce sonrisa del justo que todo lo espera de la Divina Providencia. Les reparte la Sagrada Comunión, recibida por las carmelitas entre lágrimas y suspiros. Inmediatamente, se marchó, contento y feliz por el deber cumplido, no sin haberles dicho:
 
-¡Hijas mías! Perdonemos de corazón a los que nos hacen estas cosas.
 
Las monjas recuerdan lo que sucedió hace unas semanas. Era el día de la fiesta del Carmen, de la cual don Felipe era devotísimo, además de ser Terciario de la Orden del Carmen. Acaba la misa solemne, fue a saludar a las monjas al locutorio para felicitarlas y muy impresionado, contó:
 
-Hoy, la Santísima Virgen del Carmen, al entrar yo el primero en la iglesia y fijarme en Ella, en su altar, me ha mirado como queriendo decirme algo; no sé lo que será. ¡Algo me va a ocurrir!
 
-Pues, ¿qué va a ser?”, le decía la Priora.
 
Alguna cosa buena, relató una de las mayores. La mirada de la Virgen no puede ser sino para cosa buena.
 
Tal vez, piensan ahora las carmelitas, aquella mirada que creyó recibir de la Santísima Virgen, quería anunciarle su fin, por medio de tan terrible martirio. A ellas no las sorprende esta gracia singular, siendo don Felipe tan amante y entusiasta devoto de la Reina del Carmelo.
 
A la tarde de aquel mismo día, en medio de la justicia y custodiado como un malhechor, lo llevan a la cárcel. Allí le han tenido detenido durante tres días, haciéndole pasar horribles trabajos. Al tercer día, en la fiesta del Apóstol Santiago, Don Felipe Celestino y algunos otros detenidos en Cuerva son llevados en una camioneta hasta Toledo con el pretexto consabido de las declaraciones.
 
El capellán de las Madres Carmelitas ha dedicado su vida a los pobres hasta el punto de que los mismos extremistas han dicho muchas veces:
 
-Con Don Felipe no hay que meterse, pase lo que pase.
 
Cuando en el pueblo, los que iban a misa, le decían que sus continuas limosnas no habían de ser agradecidas, él respondía:
 
-Yo no puedo distinguir si los necesitados son de los que se llaman de izquierdas o de derechas; todos son criaturas humanas, hijos de Dios y acreedores a ser socorridos en sus necesidades espirituales y corporales.
 
Nada de esto le valió. Los excéntricos han sido superiores y el sacerdote junto a dos seglares es conducido a la prisión que hay en la Diputación Provincial de Toledo. Y quizá, porque no hay sitio, los tres son acribillados en la escalinata de la misma entrada. Era el 25 de julio de 1936.
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