Martes, 23 de abril de 2024

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Los niños molestan

por Guillermo Urbizu

Los niños molestan

Pueden estar peor o mejor educados, pero desde hace tiempo vengo observando que los niños molestan. Cada vez con más frecuencia escucho el bufido de los adultos. En clubes deportivos, hasta en conferencias donde se habla de vida familiar; en iglesias, en cines, en bares y chocolaterías, en plazas y parques… Incluso en inciertas parejas que no saben muy bien qué hacer con los hijos, pues estorban su particular idiosincrasia del jolgorio. Prohibido correr, prohibido ir en bici, prohibido jugar a la pelota, prohibido patinar, prohibido pisar la hierba (o pasto, que dicen en Hispanoamérica), prohibido gritar, prohibido comer pipas… Prohibido, prohibido, prohibido. Siempre recuerdo aquella joven amiga que me hablaba de su embarazo como de “un hijo no deseado, no buscado”. “Y ¿querido?”, le pregunté. “Sí, sí, claro, le queremos mucho”. Al poco, me enteré que se habían divorciado. Los niños resultan incómodos. (Está claro que no siempre, gracias a Dios). El homicidio intrauterino comúnmente conocido como aborto, excepto para los tontos compulsivos que dicen algo así como “interrupción voluntaria del embarazo”, es el comienzo de ese estorbo. O quizá la prehistoria de dicho estorbo ya esté en tanta píldora y tanto preservativo (el amor plastificado). El caso es que después de múltiples y mortíferas gimcanas, de egoísmos, deslices y cortapisas -y también después de un amor verdadero, abierto de par en par a la vida, que existe-, por fin logran los niños asomar sus cabecitas a este mundo tan enjundioso. O el culo, que nunca se sabe. Pero claro el amor no se acaba con la coyunda. Prosigue en el embarazo y sus antojos, y en los biberones, pañales, potitos y urgencias. Con el carrito plegable último modelo de Jané, y parques y poltronas para el coche, y los mil y un accesorios. La mamá se desgañita, la criatura llora como si la abrieran en canal y el papá a punto está de mandar todo a paseo e irse con la música a otra parte. Los niños no son fáciles, pero bien mirados aprendemos de ellos una felicidad inigualable. Ya gatean y se incorporan y dicen su primera palabra. Ya corretean por el pasillo a nuestro encuentro. Todo parece idílico. Pero surgen las disputas y la acritud y los gritos. Y el niño de por medio. El estrés laboral, o el paro, el “tú no haces nada” o “sigues haciendo vida de soltero”. Total, que las guarderías y las cuidadoras y los abuelos se convierten en la verdadera familia de los niños. Muchos de ellos se sienten como extraños en su propia casa, donde papá y mamá sólo piensan en si mismos. Se va formando el carácter y los hijos son reflejo de un cariño desnutrido. Quieren jugar con sus padres, pero los padres prefieren tantas veces no estar -¡qué incordio de niño!-, o esconderse en sus veleidades o detrás del periódico. Los adultos estamos siempre ocupados, o hacemos como que lo estamos. O ponemos esas señales llenas de aspas rojas sobre el regocijo de los niños. Todo prohibido. Molestan. Y con los años hemos de pagar tanto despropósito.
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