Martes, 23 de abril de 2024

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La vida ordinaria

por Guillermo Urbizu


La vida ordinaria, la de diario, es fascinante. Una vida discreta, sin llamar excesivamente la atención de nadie. Emparejar los calcetines, escribir lo que te da la gana, colgar los abrigos donde estaban, limpiar a besos una determinada imagen de San José o una fotografía. Una vida con sus aventuras en miniatura, buscando los papeles del médico o unas gafas violetas. Lo mejor llega cuando se atasca el desaguadero de una ducha o limpias el vaho de un espejo (antes dibujas en él con el dedo índice un corazón o una circunferencia). Y te sientas en una silla cualquiera para dar gracias a Dios por algo como el sentido de la vista. Una vista algo cansada ya -de tantos libros y de tanta vida- pero que es por la que miras. Lo malo es que se van amontonando las cosas por todos los rincones. Y tienes una sensación como de impotencia. Hasta que descubres que es mejor no dar excesiva importancia a todo eso. La justa, ni más ni menos. Luego está el desorden natural de una casa con hijos, donde parece que se reduce la vida a volver a poner las cosas en su sitio. Una vez, y otra vez. Si lo piensas, eso es lo bueno. Jamás te aburres, haces gimnasia y en los consejos que das a los demás aprendes que tienes que mejorar tú mismo. Es apasionante, es cogerle el ritmo. Pero la vida ordinaria no tiene nada de ordinario. Es una maravilla poética (a la que se llega por el sacrificio), una mística torrencial de amor, de ofrenda. Sin darse uno cuenta afina el alma entre riñas y risas, entre los exámenes o deberes, y poniendo la mesa (sin que nadie te lo diga). Una bombilla recién fundida puede dar origen a controversias de lo más originales, y alrededor de la impresora se monta de repente una entrañable tertulia familiar. La vida ordinaria es repetir mil veces que no toques las paredes, que reces y estudies, que lleves la ropa a lavar o que ya va siendo hora -“no tienes palabra”- de que dejes de fumar. O decir sin más: “dejadme un poquito en paz”. La impresión es que todo sale al revés, y ese cansancio, y los desaguisados del alma. Pero Dios no falla. Eso es, en mi caso, lo extraordinario de la vida ordinaria: la presencia de Dios. Es lo que pienso mientras recorto de una revista unas fotografías de unos almendros en flor y de un cuadro de Hopper (“Colina con faro”), y luego miro durante un buen rato cómo la luz ondea en el agua del lavabo. 
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