Martes, 19 de marzo de 2024

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La negra mancha de la esclavitud

por Catolicismo para agnósticos

No tenemos ni idea de lo que fue (¡y es!) la esclavitud; por eso creo que nos ayudará a entenderla situarnos en la que nos cae más cerca si exceptuamos su efímera restauración por el nacionalsocialismo: la que instauramos los europeos en la recién descubierta América. Llegamos en efecto los europeos al continente americano hace tan sólo medio milenio: unos en son de conquistadores, otros en son de colonizadores. Unos y otros hemos determinado en el territorio un cambio total de pobladores. Para saber qué ocurrió realmente, basta que nos fijemos en el color de la nueva población: una inmensa mancha negra colorea el mapa demográfico del continente. Es la negra mancha de la esclavitud. La localización de los colores, nos indica también la localización de las ideas que hicieron percibir con mayor o menor intensidad, la legitimación moral de la esclavización de los más débiles.

Puede ser aleccionador analizar ese fenómeno, porque es un volver a empezar, anteayer como quien dice, con el eterno retorno de la esclavitud que tanto nos puede. Los historiadores fijan la entrada en la Edad Moderna en el descubrimiento de América. El segundo gran pilar de esta nueva era de la humanidad es la imprenta, considerada el cimiento de la superilustración de las masas. Pues es en esa encrucijada donde la civilización cristiana occidental humanista realiza su antepenúltimo intento de restaurar la esclavitud. Y lo hace con la mejor conciencia: no podía ser de otro modo. Antes de lanzarse a tan conflictiva praxis, entra a fondo en el debate teológico moral, y no lo suelta hasta llegar a la sabia conclusión de que los negros no son seres humanos, no son personas, no tienen alma y tampoco sufren (sólo nos lo parece). La ciencia, la filosofía y la doctrina moral del momento hicieron cuanto estuvo en su mano para que el ejercicio de la esclavitud no minase las conciencias de los honrados esclavizadores, no fueran a traumatizarse con prácticas de tan dudosa moralidad aparente (tan sólo aparente). Son los mismos jeribeques doctrinales ¡y científicos! que se emplean hoy para justificar el aborto y la eutanasia. ¡Nada nuevo bajo el sol!

Pero estamos hablando tan sólo de rebrotes de la esclavitud. El último registrado en nuestra civilización, occidental con toda seguridad; pero ciertamente anticristiana, y quizá también antihumanista, fue el protagonizado por la revolución nacionalsocialista  en la primera mitad del siglo pasado. Fue demencial la experimentación genética en pos de la especialización de cada raza.

Y dejo tan sólo indicado el ominoso paréntesis de la revolución francesa, supremo modelo de esclavización ideológica, cuyos fautores se volcaron en la exaltación de la única razón de ser de la esclavitud: EL TRABAJO (unos decenios antes, habría sido la servidumbre lo que exaltasen, y unos siglos antes, directamente la esclavitud), con el único objeto de estrujar hasta la última gota a quienes cargaban con él: fue la gloriosa revolución industrial, de la que somos herederos y de cuyos frutos nos sentimos tan ufanos.

Me he detenido en este extenso prolegómeno sobre los impulsos que ha experimentado la esclavitud ante nuestras mismas narices, para que si no nos empeñamos en cerrar los ojos, esas analogías nos ayuden a intuir al menos el ORIGEN DE LA ESCLAVITUD y del TRABAJO en la humanidad. Un origen cuya ferocidad de ningún modo puede estar por debajo de los ulteriores ensayos de restauración.

Situémonos, que es donde toca, en el tránsito de la caza y la recolección, a la ganadería y la agricultura. Del vivir SIN TRABAJAR, al vivir del trabajo. Permítaseme un simple paréntesis para distinguir la simple actividad y el trabajo. Aún hoy la caza es un deporte de lujo, una de las más cotizadas formas de “ocio”. Igual que buscar setas, espárragos, madroños y caracoles. Mientras no hay un patrón que te obligue a trabajar a cambio de sueldo, o un amo que te obligue en régimen de esclavitud, NO HAY TRABAJO, sino puro y simple quehacer: ne©otium que decían los romanos libres: no-ocio.

Vamos, pues, al momento en que la humanidad se inventa la enorme, inmensa novedad que le cambiará la vida y que cambiará el mundo: EL TRABAJO. ¿Y en qué consiste el trabajo en estos inicios? Pues consiste en la cría de animales (en lugar de cazarlos) y en la cría de árboles, plantas y frutos en lugar de recolectarlos sin haberlos cultivado. No fue nada fácil competir por los cereales con insectos, pájaros y roedores. El trabajo que nos reportó optar por ese género de alimentación fue monstruoso. El pan, justo el pan, con su inconmensurable carga de trabajo y esclavitud (¿causa o efecto?), es uno de los mayores enigmas de la humanidad.

Y ese cambio tan brutal, desengañémonos, no se hace por hobby, sino por imposición violenta. Del mismo modo que el mulo no se unce al carro o al arado por el capricho de experimentar nuevas formas de vida, ni se automutila el toro por engancharse al carrusel del progreso adoptando una nueva y nobilísima naturaleza de buey, así tampoco el hombre se pone a jugar a trabajador. Por ese camino de lirios, jamás hubiese llegado a su excelso destino.

No fue, pues, ensayando por diversión y por curiosidad, como el hombre aprendió a trabajar: sino violentado por el mismo que violentó al mulo y al toro. Y al principio, en su ignorancia, no se le ocurrió otra cosa al violentador del hombre, que  aplicarle la misma medida quirúrgica que al toro (no nos engañemos, si no es así, no hubiese tenido manera de domarlo). Por eso se llamó “esclavo”, palabra emparentada léxicamente con nuestro “ciclán”, y que en Egipto, su tierra de origen, significaba “sin testículos”. Así fueron de duros los principios. Cuando aparece el “servus” romano, esta fase ya está totalmente superada, gracias al modernísimo invento del “contubernium”: el pago en sexo, la primera “moneda” de fidelización y retribución, para convertir al esclavo en adicto al trabajo y al amo.

Entendámoslo: comparado con lo que tuvo que ser el primer arranque de la esclavitud desde el dolce far niente, fueron peccata minuta los episodios de la trata de negros, con la horrible merma que soportaba el negocio: ya en la operación de caza, había bastante mortandad; luego, en el transporte, era aproximadamente la mitad de la mercancía la que se quedaba en el camino para pasto de los tiburones; y en los traslados y una vez en tierra americana, en los “almacenes”, seguían creciendo las pérdidas. La selección de los más resistentes era efectivamente de una brutalidad inenarrable. ¡Y estábamos en la civilización más humanitaria! La resistencia de los que sobrevivían estaba por encima de todo lo exigible y deseable. Fueron también peccata minuta, comparativamente, las probaturas genéticas, médicas y de todo género que hicieron los nazis en los campos de exterminio, en su obsesión por restaurar la esclavitud.

Todo eso y mucho más, formaba parte inseparable de la novísima (y dicen que nobilísima) naturaleza del hombre del Neolítico: el creador de la ganadería y de la agricultura; el CREADOR DEL TRABAJO, el INVENTOR DE LA ESCLAVITUD. Todo muy reciente en la dilatada historia de la humanidad. Desde ese momento, apenas nos hemos movido. Ése fue el último gran empujón de la evolución humana. Lo que no se había avanzado en cientos de miles de años, se avanzó en unos pocos milenios. Pero ese avance espectacular al que llamamos civilización, sólo fue posible por la increíble presión a que fue sometido el hombre por el hombre, el esclavo por su señor, la cría por su criador. Una violencia que sólo tiene parangón en la crueldad de la guerra. Pero con la fatídica diferencia de que las guerras son de duración limitada, mientras que la esclavitud es vitalicia y parece que con aspiraciones de eternidad. Los inicios de la esclavitud fueron infinitamente más duros que sus últimas reincidencias.

Y no nos engañemos, seguimos ahí. Desde entonces la humanidad, igual que la especie taurus, no ha experimentado ningún cambio que se le pueda comparar. Como esta especie y las demás sometidas a régimen ganadero, seguimos en las coordenadas que nos impuso la brutal y tremendísima Revolución Neolítica. Desde entonces no le ha pasado a la humanidad nada de especial relevancia. Nada que se le pueda comparar. En realidad aún no hemos llegado a la culminación de la Revolución Neolítica. Bueno, sí, las vestimentas que lleva hoy la esclavitud, mucho más vistosas que la inicial violencia. Y el amor a la esclavitud nunca fue tan acendrado. A cambio de la respectiva ración de zanahorias, el esclavo es el máximo interesado en su propia esclavitud. ¿Qué falta hace, pues, la antigua violencia?

Los antiguos dueños de esclavos, en efecto, no tuvieron a nadie que les revelase la gran noticia de la modernidad, el esplendoroso dogma del Evangelio del Progreso, que reza: EL TRABAJO DIGNIFICA. Vivieron milenios en las tinieblas de la ignorancia, con el látigo en la mano y convencidos además de que el trabajo era la peor humillación de sus esclavos. Por eso, a partir del cristianismo, salvo corrientes subterráneas y épocas de excepción, no quisieron cebarse en ellos; por eso fueron cada vez menos exigentes con ellos. Por eso la humanidad llegó con 2.000 años de retraso al progreso que la empujó a un crecimiento que jamás conocieron los siglos: se perdieron la oportunidad de multiplicar a cada esclavo por cuatro, al obtener de él un rendimiento cuadruplicado en trabajo. Todo el secreto estaba en una sola idea, la más luminosa que pasó jamás por mente humana: EL TRABAJO DIGNIFICA.

He ahí cómo los mercaderes sobrepasaron el enorme esfuerzo de dignificación de la esclavitud realizado por el cristianismo. Perdón, ¿dignificación de la esclavitud o de los esclavos? Ahí está en efecto la abismal diferencia entre la revolución cristiana y la neopagana revolución francesa: el cristianismo dignificó al esclavo, condenando la esclavitud. La revolución francesa DIGNIFICÓ LA ESCLAVITUD, para explotar más intensamente al esclavo. Igualito que los campos de exterminio nazis, que decían en la puerta de entrada: Arbeit macht frei: El trabajo (arbeit) hace (macht) libre (frei). Tal para cual.



No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que son los niveles de presión los que determinan la calidad del producto resultante. Todos sabemos que es en las guerras cuando tanto la ciencia como la tecnología como la economía experimentan los mayores niveles de crecimiento. En realidad, espectaculares. Pero fuera de las guerras tenemos también formas de presión igual de eficaces: son los niveles de explotación. Por los frutos los conocemos. La llamada “revolución industrial” fue fruto de unos niveles de explotación que sólo conocieron los esclavos condenados a las galeras y a las minas (sin despreciar la capacidad también extrema de los nazis). Sin esa presión hubiese sido imposible esa transformación de la humanidad. Y tendremos que concluir que si nos felicitamos por los frutos, deberemos felicitarnos también por el árbol que los produjo: la explotación inmisericorde de los trabajadores.

¿Y dónde tenemos el más absolutamente intenso nivel de presión y de explotación sobre la “humanidad trabajadora”? ¿No lo adivinan? Pues hagan la analogía. Fíjense, para que la industrialización pudiera arrancar ¡casi de la nada!, fue necesario un impulso enorme y desmedido: cruel y despiadado hasta la infamia. ¡Es que si no es así, no arranca! Y si para transformar la sosegada artesanía de los gremios en furibunda explotación de los desharrapados fue necesario sacrificar a los semejantes tan sin entrañas, imagínense lo que se necesitó, imagínenselo, para pasar de VIVIR SIN TRABAJAR (a salto de mata entre la recolección y la caza, impulsados como los demás animales, tan sólo por el hambre del momento), a VIVIR DEL TRABAJO: cosa que no se le ocurrió a ningún otro animal.

¿Del trabajo propio, por el mero instinto de subsistencia? ¡Por favor!, por ese camino no hubiésemos llegado a ninguna parte. Ahí están los países “subdesarrollados”, cuyo peor defecto es el bajísimo nivel de explotación (como el nuestro antes de la Revolución Industrial): la mayoría de la población vive en niveles de subsistencia, es decir ¡sin ser explotada! Es que el trabajo productivo es el ajeno, el que se obtiene por explotación. ¡Pues vayan echando la vista atrás! Vayan retrocediendo hasta llegar a la esclavitud. Pero al llegar ahí, no se paren, que todavía no han llegado al final (o al principio, si bien se mira). Cuando nos asomamos a la historia, los esclavos están ya muy relajados. Pero tal como vamos retrocediendo, los vemos cada vez más a presión. Pues sigamos retrocediendo hasta el punto en que la humanidad se inventó el trabajo. ¿Y qué punto es ése? Pues el punto en que inventa la GANADERÍA, y para su sostenimiento, también la AGRICULTURA.

Pues sí, sí, tal como estaban sospechando, el entrenamiento (es un decir) del hombre en el trabajo, su domesticación para hacerlo apto para su nueva función fue tremendamente duro. No tienen más que recordar por qué el continente americano está lleno de negros: porque sólo los negros son capaces de trabajar como negros. Los indios no valían para el trabajo: o no trabajaban, o se morían de tristeza si se les sometía al trabajo. Es que no estaban hechos para aquello. Pues pasen y vean: eso no fue más que selección ganadera: al no servirles el ganado que encontraron en América, pues se fueron a África a buscar especies más resistentes. Mientras fue más barata la caza del negro, a ella se dedicaron sin perdonar ni las crueldades más atroces: lo ameritaba tan bravo objetivo. Y cuando se puso difícil por el agotamiento de los yacimientos de negros y por las prohibiciones, se pasaron a la ganadería: sí, a la reproducción de esclavos. Era una fórmula mucho menos violenta que la caza del negro. Y como todos estos probos explotadores de esclavos eran cristianos, limpiaron sus conciencias declarando no-personas, no-hombres y sin-alma a los negros. Así podían seguir ellos siendo buenísimas personas. Una de esas buenísimas personas, el conde Güell, negrero de pro, financió la construcción de la Sagrada Familia. Y eso pasó anteayer. ¿Qué no pasaría pues, al principio del proceso, miles de años antes de Cristo, precisamente cuando la humanidad inventó el trabajo?

Pues señoras y señores, pasen y vean: vean al gran fenómeno, a nuestro antepasado el CARA-NEGRA, que casualmente dicho en griego es ánzr-opos, porque era negro como la antracita. ¡Hay que ver!, está visto que desde nuestros mismos orígenes, para trabajar como un negro, había que ser negro, había que ser ánzropos. Estamos en la antropología más auténtica. Imagínense cuántas fatigas tuvo que soportar el primer negrero, el primer criador de hombres, para cazar especies cada vez más raras, para amaestrarlas luego, para criarlas sin que se le frustrase el invento, para ir experimentando cruces y más cruces, hasta que por fin llegó a “fijar” la especie que realmente daba la talla para desarrollar su máximo invento, EL TRABAJO; de la misma manera que no paró hasta que consiguió el cerdo de mejores perniles, la oveja de mejores lanas y la vaca de más abundante leche. ¿Se lo imaginan?

En comparación, la mortandad de los indios de América sometidos al trabajo, fue una broma. El mayor invento de la humanidad, el que realmente la hace humanidad, no iba a salirnos gratis. No sólo no nos salió gratis, sino que aún no hemos pagado su precio. Ni es fácil que acabemos nunca de pagarlo, vista la marcha que llevamos. De momento nos hemos situado nada menos que en el gran dogma que ilumina con su resplandor toda la modernidad: EL TRABAJO DIGNIFICA (sin importar que en crisis como la actual, se acrecienta su intensidad esclavizadora). Es así como nos cargamos de DIGNIDAD. ¿Que para mantener esa dignidad hemos de esforzarnos más y más en comernos todo lo que produce nuestro trabajo? Eso es, como bueyes uncidos a la viga de la noria, no podemos parar de producir. ¿Y qué? No por eso vamos a perder el sentido de la vida, ¿eh que no? ¿Entonces es el trabajo el sentido de la vida? Pues me temo que sí, que ésa es la única razón por la que el hombre cría al buey. Es lo que hay.

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