Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

La Mujer (III). El machismo


La gran frase, tantas veces repetida incluso por los Papas, es: hombres y mujeres somos iguales y en lo que no somos iguales, somos complementarios.

por Pedro Trevijano

Opinión

Pero si hemos hablado del feminismo, no hemos de olvidar su contrario, el machismo, que podríamos definir como la actitud de prepotencia de los hombres con las mujeres, en la que el varón tiene todos los derechos y la mujer todos los deberes. Allí donde no hay respeto, no hay libertad y se pisotean los derechos personales. Los machistas suelen ser celosos de su pareja, a la que consideran como propiedad exclusiva suya. Con frecuencia, ellos en cambio son infieles, porque no conciben la exclusividad sexual como un derecho de la mujer, sino sólo del hombre. En nuestra sociedad actual igualitaria, el machismo supone una inmadurez psicológica y es una fuente de conflictos, agravados por el hecho de que los varones están evolucionando menos rápidamente que las mujeres, lo que aumenta la posibilidad de tensiones y problemas. Los varones machistas no son culpables de la educación que han recibido, pero sí son responsables de su conducta, pues pueden y deben modificar su actitud y comportamiento, aceptando formas de relación más maduras, responsables y equitativas.
 
En realidad, el gran paso adelante de las mujeres ha sido obtener el derecho a la cultura y al estudio, derecho que las mujeres han sabido aprovechar de tal modo, que hoy son más en nuestro país y en muchos otros las universitarias que los universitarios. Sucede esto porque las jóvenes son más conscientes en general que los hombres de la necesidad de estudiar para abrirse un porvenir, y esto está provocando y va a seguir ocasionando cambios muy importantes en la sociedad y en la relación entre ambos sexos, entre ellos el fin del predominio del varón. En todo caso «aumenta en la conciencia común el debido reconocimiento de la dignidad de la mujer. Indudablemente queda aún mucho camino por andar, pero se ha trazado el rumbo a seguir» (Juan Pablo II, Carta a los ancianos, nº 4, 1-X1999).
 
La educación se halla a la base de cualquier otra reivindicación, pues las posibilidades de rebelarse a su suerte de manera efectiva disminuyen en la mujer inculta o analfabeta. Concretamente podemos decir que el camino de igualdad entre los sexos pasa por la igualdad cultural, porque la información da acceso a la libertad y a la paridad jurídica.
 
La igualdad o paridad jurídica ha sido consagrada a nivel mundial por la Declaración de Derechos Humanos en sus artículos 1, 2 y 16.
 
Consecuencia de esta igualdad jurídica que se va consiguiendo en los países democráticos es el crecimiento de la importancia social de la mujer, que hoy ejercita muchas profesiones hasta hace poco reservadas a los varones. Tal vez algún tipo de trabajo sea más propio de un sexo que de otro, pero lo mismo ocurre en los casos de introvertidos y extrovertidos, y nadie piensa que en estos casos haya que establecer diferencias sociales, económicas y políticas. Varones y mujeres han cambiado, pero los cambios en la mujer han sido más amplios, profundos y rápidos, y como es lógico esto repercute también en el matrimonio, donde lo que se busca sobre todo es una relación de amor satisfactoria para ambos.
 
Todo esto está ocasionando un reequilibrio de las funciones tradicionales del varón y de la mujer, incluso desde el aspecto de la economía doméstica o de la asunción común de las tareas domésticas y educativas, en las que muchas veces el varón se inhibe demasiado y las deja por completo al cuidado de su mujer, cuando tanto el hogar como los hijos y la responsabilidad sobre ellos son de ambos. Por tanto, ni feminismo, ni machismo, sino reciprocidad, es decir una relación conyugal y parental que supere el individualismo. Especialmente en el hogar, ambos deben cooperar en el objetivo de mantener la unidad familiar y educar a los hijos en los valores que consideran importantes. El problema está en que con frecuencia el hombre no ha asumido su parte en las tareas domésticas y educativas, no tratándose tan solo de que ayude en casa, sino que comprenda que es su obligación, ya que el hogar es también su cometido. El ayudarse mutuamente permite sobrellevar las tareas mucho mejor. De la capacidad de pasar de una relación de subordinación a otra de igualdad y reciprocidad depende en buena parte el futuro del matrimonio y la armonía entre sus miembros.    
 
Además, es necesario comprender que igualdad no se opone a diferencia, sino a desigualdad. La intención divina, manifestada en las narraciones de la creación del Génesis, hace a la mujer igual al hombre por su dignidad y valor, pero afirma al mismo tiempo con claridad, su diversidad y especificidad. La identidad de la mujer no puede consistir en ser una simple copia del varón. Igualdad, por tanto, no es uniformidad: si hay que tratar igualmente realidades iguales, hay que saber tratar diferentemente situaciones diferentes, y como hay diferencias naturales entre los dos sexos, pueden justificarse e incluso imponerse diversos tratamientos jurídicos. Por ejemplo, es circunstancia agravante en los delitos contra la integridad de las personas que la víctima esté embarazada, cosa que está claro sólo sucede a las mujeres.
 
Las indiscutibles diferencias sexuales no son  ni simples eventos biológicos ni hechos puramente culturales, pero no tienen por qué romper la igualdad. Masculinidad y feminidad son los dos modos de ser de la naturaleza humana, en la que confluyen el factor biológico, el factor psíquico y la influencia cultural con una interacción y una correlación que hacen forzosamente del individuo un ser sexual: varón o mujer, pero ninguno de los dos sexos tiene la última palabra frente al otro y sólo juntos forman la humanidad. Defender la igualdad es intentar precisar en qué debe consistir la dignidad humana en todas sus manifestaciones, no siendo posible negar el carácter natural de muchas de las diferencias psicológicas entre los sexos, pues supondría una desvalorización indebida de los condicionamientos biológicos y llevaría consigo la negación del carácter complementario de hombres y mujeres y de su vocación de encuentro y amor. La gran frase, tantas veces repetida incluso por los Papas, es: hombres y mujeres somos iguales y en lo que no somos iguales, somos complementarios. 
 
En resumen, tengamos claro que la igualdad de las personas es no sólo una consecuencia de nuestra dignidad humana, sino también una tarea a realizar. Por ello cuando el hombre y la mujer se encuentran y unen en matrimonio son algo más rico y complejo que cada uno de ellos en particular: forman una pareja que vive un proyecto de vida común. 
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