Sábado, 20 de abril de 2024

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La Iglesia es comunicación

La Iglesia es comunicación

por La divina proporción

 
No creo que sea muy arriesgado decir que la Iglesia es comunicación, aunque haya que matizar que no toda comunicación es Iglesia. Pensemos que toda la Biblia es un relato del afán de Dios y del ser humano por comunicarse y comprenderse. Este afán de Dios culmina con la encarnación de si mismo, para estar entre nosotros. 
 

La Iglesia nace como un grupo de personas que se unen para vivir su fe y comunicarla a los demás. Si prescindiéramos de la comunicación y la vivencia compartida de la fe, la Iglesia carecería de sentido. Si hablamos de caridad, estamos hablando de comunicar amor a los demás y con el amor, llevar esperanza a todo el que la necesita. 

El mismo Cristo dijo que “Donde dos o tres se reúnen en mi Nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt. 18,20). Con esta simple frase, Cristo nos señala que la Iglesia es una red de personas que se reúne en torno a Él. 

Estos argumentos nos llevan a darnos cuenta de la importancia que tiene la comunicación en la Iglesia. La comunicación es como el agua que rodea a los peces y les permite desarrollarse como tales. Hablar de las crisis de la Iglesia no es más que hablar de los problemas de comunicación interna y externa. Desde un punto de vista relacional, la falta unidad proviene de problemas de comunicación y conlleva más problemas de comunicación. Esta afirmación no se contrapone con el papel de catalizador de las incomunicaciones, que el diablo tan bien sabe realizar.

La sociedad se aleja de la Iglesia debido a que las formas de comunicación de la fe han perdido su efectividad. Efectividad que disminuye por causas internas y externas a la Iglesia. Por ejemplo, la pretensión laicista de que la fe es algo personal que no debe “contaminar” el espacio público, es la mejor técnica para que la Iglesia desaparezca. 

Los problemas de comunicación son los responsables de la mayoría de los problemas internos que tenemos. El rechazo de la corrección fraterna no es más que una forma particular de incomunicación. Las envidias, maledicencias, soberbias, parten de la restricción de la comunicación entre nosotros. Todo ello tiene mucho que ver con el egoísmo, que no es más que el aislamiento de una persona en sí misma y que conlleva romper los canales de comunicación con los demás. El conocido refrán “ojos que no ven, corazón que no siente” lo podemos generalizar a cualquier canal de comunicación: oído, tacto, entendimiento, etc. Un corazón que no siente, termina por ser un corazón falto de humanidad. 

La conversión del ser humano conlleva que abramos nuestro corazón (entendido como centralidad, sentimiento, voluntad y conocimiento) a Dios y a los demás. Para sentir a los demás como si fuéramos nosotros mismos, es necesario que nos comuniquemos. 

Podríamos analizar los problemas de comunicación de la Iglesia en muchos ámbitos y circunstancias, pero siempre llegaríamos a la misma conclusión: si no somos capaces de comunicarnos entre nosotros mismos, no podemos trabajar, orar o celebrar los sacramentos unidos. 

Se suele señalar al lenguaje como el principal problema de la comunicación. Es cierto que para comunicarse es necesario un lenguaje común, aceptado por emisor y receptor. Pero, antes que el lenguaje, es necesario que existan emisores y receptores capaces y dispuestos a comunicarse. El problema del lenguaje es importante, pero lo es más el problema de la apertura a los demás. Una sociedad egoísta nunca estará dispuesta a escuchar algo que le cuestione, por mucho que ajustemos el lenguaje con que nos comunicamos. 

Por ejemplo, si la sociedad no acepta que pueda equivocarse y que de sus errores provienen sus sufrimientos, ¿cómo podremos indicar que la fuente de sufrimiento es el pecado? Podremos utilizar mil eufemismos para que la palabra maldita (pecado) no sea lo que coarte la comunicación, pero hasta que nuestro interlocutor no acepte que sufre y que comunicarlo es el principio de cualquier sanación, nada podemos hacer. 

Es cierto que siempre existen formas indirectas de generar autoconocimiento y cuestionamiento en los demás. A veces las películas, libros y relatos nos hacen reflexionar y enfrentarnos a la necesidad de ser conscientes de lo que somos y nuestras verdaderas necesidades. Pero, después de esta toma de conciencia, es necesario dar el primer paso y acertar con el canal de comunicación adecuado. Si nos equivocamos, la mala experiencia nos encerrará más en nosotros mismos. Por eso es tan importante que desde pequeños establezcamos lazos de comunicación estables y sanos en un entorno familiar y social adecuado. Callar u ocultar la verdad no contribuye a que exista comunicación.

Es evidente que cada vez es más difícil encontrar espacios de comunicación sanos dentro de las familias y la sociedad en general. Los prejuicios emergen por todas partes. El ruido nos rodea y nos obliga a gritar para conseguir ser escuchados. Los gritos no son la mejor forma de comunicarnos. Al gritar, el tono de voz, la gestualidad y el mismo mensaje, se ven condicionados por superar la muralla de incomunicación que nos rodea. Es imposible comunicarnos a gritos y por desgracia, es la forma más habitual en que nos comunicamos hoy en día. La comunicación necesita de silencio en torno nuestra y el silencio nos da miedo. ¿Por qué nos da miedo el silencio? Porque reduce las murallas comunicativas con las que nos autoprotejemos. ¿Por qué hay tantas personas con dispositivos MP3 enchufados a sus oídos todo el día? Oídos que no escuchan, corazón que no siente más allá de sí mismo. El corazón que no es capaz de sentir fuera de sí mismo, es un corazón cerrado y autorreferencial, que sufre su aislamiento y al mismo tiempo, le aterra salir fuera. Un corazón que se consume y se endurece al no tener contacto con los demás y con Dios. 

En nuestras celebraciones litúrgicas sucede algo similar. Nos da miedo el silencio porque nos predispone a escuchar nuestro corazón y sentir la necesidad de abrirlo a Dios. Por eso tendemos a llenarlas de actividad y ruido. Si dejamos espacio al silencio, no hará falta aprender a encontrar el camino de comunicación que nos hace falta y que tanto tememos. Recomiendo la atenta lectura del Mensaje Del Santo Padre Benedicto Xvi Para La XLVI Jornada Mundial De Las Comunicaciones Sociales: “Silencio y Palabra: camino de evangelización 

¿Por qué nos cuesta tanto orar? Porque la oración es un camino de comunicación que nos cuestiona al hacernos conscientes de nosotros mismos y de Dios, que nos escucha. 

¿Por qué las comunidades les falta vida y dinamismo? Porque no creamos espacios de comunicación entre nosotros. Espacios que propicien el silencio y la palabra sincera y caritativa. Preferimos generar actividades, programas, actos y planes, llenos de objetivos, fechas y condiciones que cumplir. La comunicación necesita espacios de convivencia y conocimiento mutuo que parten del silencio y la reflexión. 

La Iglesia es comunicación y en la medida que la propiciemos, propiciamos la acción de Dios sobre nosotros y el mundo.
 
 
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