Martes, 16 de abril de 2024

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La discriminación de Dios

por Guillermo Urbizu


En el fondo es de lo que se trata, y no conviene engañarse. Manifestarlo públicamente puede parecer una temeridad, poco o nada acorde con el descreído discurso ambiente en el que nos movemos, donde mentar a Dios es una excentricidad de mal gusto, una paranoia mojigata y provocadora digna de la peor lástima. Pero, aunque pueda acarrearnos el insulto o el desprecio, o incluso la censura de los que se tienen por tolerantes, es hoy más necesario que nunca denunciar una situación insostenible. Dios existe, y es una realidad personal para unos cuantos millones de ciudadanos, que sabemos de su presencia y escuchamos su voz, y que día a día constatamos en su providencia lo que significa el verdadero progreso, ése que tiene su todavía revolucionaria raíz en el amor. Ciudadanos que nos sentimos mil veces vejados por actuaciones políticas y mediáticas muy concretas y muy conscientes, que están en la mente de quien quiera que lea estas líneas, y cuyo objetivo último –¡fuera máscaras! – es el olvido de Dios.
 
¿A qué se debe todo ello? Uno puede tener sus sospechas, pero cuesta admitir tanto despecho, tanto rencor, tanta inquina. Temas tan cruciales y actuales como los relacionados con la educación, con la reproducción asistida, con la defensa de la vida, con la exaltación de lo homosexual, o con la mismísima Constitución europea, etc., son tratados desde esa premisa e ilusión inmanente. Dios ya no pinta nada, arrinconado en su eternidad inasible. Y lo peor de todo es que la mayoría de los que nos confesamos cristianos permitimos que así sea, sin pensar en las graves consecuencias que dichos actos puedan tener, confiando en que tarde o temprano escampará. ¿Qué creencia es ésta que permite una actitud tan tibia, tan cobarde, donde el compromiso parece ser algo que afecta sólo a los demás? Si los cristianos nos creyéramos de verdad que somos hijos de Dios doy por sentado que nada sería igual. 

Desde hace tiempo una intensa bruma laicista tiñe, en su peligroso difumino, el paisaje social español. Nuestra sociedad, tan postmoderna y cibernauta ella, tan autosuficiente como engreída, pero a la vez tan pacata, anda cada vez más embebida en el falso prestigio de lo amoral, de lo cutre, o de lo exclusivamente material, todo ello englobado en esa especie de espiritismo político que llaman sociedad del bienestar. La Iglesia Católica lo viene advirtiendo una y otra vez, sin apenas eco. Es más, ella misma –y todo lo que representa– afronta un ataque sin paliativos, y el más constante de los ninguneos. Desde fuera, pero también desde su interior. Ejemplos no faltan. Insultarla impunemente es ya una arraigada costumbre en ciertos políticos e intelectuales de relumbrón, que buscan con dichos fuegos de artificio el escándalo de una publicidad gratuita. No permitamos por más tiempo esta discriminación de Dios. Entre otras cosas anda en juego la identidad cristiana de la vieja Europa. Y con ello nuestra propia libertad.
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