Jueves, 28 de marzo de 2024

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Jesús clavado en la cruz

por Guillermo Urbizu


Jesús clavado en la Cruz. ¡Cuántas veces habremos oído estas palabras! Y como sucede con frecuencia, cuando algo se repite una y otra vez termina por perder su sentido, o simplemente nos acostumbramos. Clavado en la Cruz. ¡Clavado! No sabría explicar muy bien por qué pero siempre me he sentido atraído por la Cruz. Y desde hace algún tiempo, muy especialmente. De hecho, a menudo hago oración fijándome en Jesús crucificado y sintiendo Su dolor. A veces le acompaño en la subida al Gólgota, sufro a su lado, intento llevar durante unos momentos su Cruz, pero no puedo cargar con semejante peso y sufrimiento. Lloro con Él. Intento aliviar su sufrimiento de alguna manera.

Clavado. Jesús, mi Jesús, era (y es) Dios, pero era (y es) hombre como yo. Lo que quiere decir que sufría el dolor físico como nosotros lo sufrimos. Cuando llegó a lo alto de la colina, tumbaron la Cruz que había arrastrado en el suelo. Y a Él sobre ella. Ya llegaba malherido después de tanto latigazo, tanto insulto y tanto abandono. Estaba seguramente muerto de miedo por lo que le esperaba. Me duele imaginarlo, revivirlo. Pero quiero hacerlo. Quiero estar a su lado en esos momentos de horror y soledad. Obligaron a nuestro Jesús a tumbarse sobre la Cruz. Tomaron una de sus manos y con un clavo, y un martillo, le atravesaron para clavarle a la Cruz. Imagino sus gritos de dolor y su desgarro. Lloro. Cojo el crucifijo en mis manos y beso sus heridas. Ahora la otra mano. ¡Qué dolor! Y sangrando y lleno de dolor, aún tuvo que soportar que con otro clavo le atravesaran los pies. Más dolor, más sufrimiento, más desgarro.

Abandonado por sus amigos. Seguramente se sintió terriblemente solo. Perdido. Beso sus pies, mis lágrimas bañan la cruz, le susurro palabras de ánimo, le digo que el Padre le espera, que no le ha abandonado… Me mira y veo miedo en sus ojos; acaricio su cabeza: “tranquilo, Señor, que el Padre está aquí, contigo, y también tu Madre y tu amigo Juan, y aunque yo no soy nada, también estoy a tu lado. Y te quiero. Y te voy a tomar de la mano y hasta que te vayas con el Padre permaneceré a tu lado.” Si el Cielo me da fuerzas para ello.

Ahora alzan la Cruz. Jesús gime de dolor y yo siento en lo más profundo de mi corazón y de mi alma un profundo desgarro. No dejo de llorar. Pero sigo ahí, mirándole, acompañándole, diciéndole que le quiero más que a nada en esta vida, que no le dejaré solo jamás. Respira con dificultad, se le están encharcando los pulmones. Su tremenda agonía dura horas… Jesús grita, y sus gritos atraviesan desesperados el aire: “¡Padre, por qué me has abandonado?”. Pero es el dolor del hombre el que habla, el que duda… Y yo, más que nunca, más que en cualquier otro momento de Su vida, me quedo enamorado de su humanidad.

Jesús hombre. Vulnerable. Asustado. Solo. Desamparado. Yo quiero estar con Él, no separarme de su lado. Pero el Padre no se separa de su Hijo querido, al que nosotros, los hombres, hemos cosido a la Cruz. Le está esperando con los brazos abiertos. “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.” Y aparece Jesús-Dios, que todo lo comprende, todo lo perdona y que nos ama de forma incondicional, absoluta. Y yo no dejo de llorar por ese Amor tan grande a los que le hemos abandonado, traicionado, torturado y clavado vilmente a una cruz. Lloro y le amo. Y le acompaño y ruego al Padre que me deje llevar un trocito de su Cruz, que quiero compartir Su dolor, que siempre querré acompañarle en su agonía. Porque Jesús es mi Vida.


 

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