Martes, 19 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Ante su esposa Alma se vio como «un judío que defiende a Cristo ante una cristiana»

Gustav Mahler, el músico judío converso al catolicismo que se veía como un instrumento del Espíritu

Sobre la sincera religiosidad de Gustav Mahler hay pruebas claras, y una de ellas es la significación que él mismo quiso dar a su música.
Sobre la sincera religiosidad de Gustav Mahler hay pruebas claras, y una de ellas es la significación que él mismo quiso dar a su música.

Así era la vida diaria en Viena, la capital del Imperio Austrohúngaro, el último de los imperios católicos del mundo, a finales del siglo XIX y comienzos del XX: “Vivir y dejar vivir era la famosa máxima vienesa, una máxima que hoy me parece más humana que todos los imperativos categóricos y que impregnaba todos los estratos de la sociedad. Pobres y ricos, checos y alemanes, judíos y cristianos, convivían pacíficamente a pesar de las burlas ocasionales, e incluso los movimientos políticos y sociales carecían de esa horrible hostilidad que, convertida en residuo venenoso, no penetró en la sangre de la época hasta después de la Primera Guerra Mundial. En la vieja Austria todavía se enfrentaban unos a otros con caballerosidad; cierto que se insultaban en los periódicos y en el Parlamento, pero luego, una vez acabados sus discursos ciceronianos, los mismos diputados se sentaban a tomar juntos una cerveza o un café y se tuteaban; incluso cuando Karl Lueger, el líder del partido antisemita, llegó a alcalde de la ciudad, no cambió un ápice su trato en la vida privada, y debo confesar que yo personalmente, como judío –ni en la escuela, ni en la universidad, ni en la literatura– nunca tropecé con el más mínimo obstáculo o menosprecio”.
 
Estas palabras fueron escritas por Stefan Zweig (1881-1942), quien llegó a ser uno de los más fervientes admirados del compositor del que nos ocuparemos, en su autobiografía El mundo de ayer.
 

La marcha Radetzky, de Joseph Roth (1894-1939): otra visión nostálgica del Imperio Austrohúngaro en la pluma de un escritor judío. Fue el mundo en el que nació y vivió Gustav Mahler.

Aunque de origen judío y oriundo de la pequeña población de Kaliste, Bohemia, hoy República Checa, y radicado luego con su familia en Iglau, otra localidad bohemia del Imperio, Gustav Mahler (1860-1911) se sentía vienés de corazón. Allí, en la ciudad que era el centro del poder de los Habsburgo, estudió en el Conservatorio y la Universidad; allí se relacionó con toda una pléyade de artistas e intelectuales que le dieron a esta metrópolis tan musical un lustre indiscutido como epicentro de creatividad y ciencia; allí llegó a ser director artístico de la Ópera (Hofoper, hoy Wienerstaatoper), uno de los cargos más codiciados del mundo musical de entonces, autoridad al frente de la más sagrada de las instituciones culturales austríacas, donde sufrió y gozó hasta lo indecible en busca de la perfección interpretativa, tanto musical como teatral, tan atacado como elogiado, y donde llegó a dirigir también, por algunas temporadas, la prestigiosa Orquesta Filarmónica de Viena.


Gustav Mahler, de pie, junto a tres figuras intelectuales de su tiempo: de izquierda a derecha, sentados, el director teatral Max Reinhardt, el pintor Carl Moll y el compositor y director de orquesta Hans Pfitzner.

Antes de ese encumbramiento había pasado como director de ópera por varias ciudades del Imperio y de Alemania, entre las que sobresalieron Praga, Leipzig, Budapest y Hamburgo. Después de sus triunfos vieneses en la Ópera (a los que puso fin la resistencia de algunos cantantes, de los administradores y la ferocidad de los ataques de un sector minoritario pero muy influyente de la crítica, también imbuido de antisemitismo, triunfos no exentos de amargura y frustraciones cuya duración fue de exactamente un decenio, 1897-1907), dirigió óperas en la Metropolitan Opera de Nueva York, ciudad en la que brilló además como el primer director importante de la Orquesta Filarmónica, a la cual suministró las bases de lo que llegaría a ser con el tiempo.

En un mundo de maestros 
Mahler fue uno de los hombres que más ha amado la música en la Historia, un apasionado de la ópera –todas las obras de Wagner, sin excepción, constituían su predilección principal, pero era también devoto de Fidelio, de Mozart, de Georges Bizet (Carmen fue siempre para él motivo de particular admiración y regocijo), y del mejor repertorio alemán, italiano, checo y francés–, así como de la música sinfónica, los dos frentes en los que repartió su relativamente corto tiempo de vida en el que, con una energía indomable y una voluntad de hierro, con una persistencia rayana en una febrilidad exacerbada, se dio el lujo de entregarse completamente a su público con múltiples representaciones y conciertos que hicieron a éste delirar por la altura de las emociones que lo embriagaban y la más completa satisfacción que le proporcionaba la presencia de ese hombre enjuto, de baja estatura, capaz de extraer de una orquesta y unos cantantes la mayor riqueza expresiva solamente con la mirada o a través de los más mínimos gestos.


Mahler vivió solo por y para la música, en la que dejó una poderosa influencia directa e indirecta.

En la música sinfónica puede decirse que consolidó definitivamente el culto a Beethoven, ya iniciado por sus antecesores románticos; inscribió para siempre en el repertorio las oberturas, preludios y pasajes instrumentales de las obras de Wagner, e hizo todo lo posible por difundir ampliamente música de quienes lo precedieron en el arte orquestal como el trovador de Dios, Anton Bruckner, su maestro en la Universidad, Johannes Brahms, con quien tuvo relaciones de cálida amistad, y Piotr Ilich Chaikovski, y de sus contemporáneos como Richard Strauss, su gran rival tanto en el podio como en la composición. Si la música es el único arte que hace al hombre completamente feliz en la tierra, según Arthur Schopenhauer, a Mahler debieron su felicidad las entusiastas multitudes que asistieron a sus ejecuciones como director.


Dos genios: Richard Strauss, con sombrero canotier, en el centro de la puerta; a su izquierda, Gustav Mahler. Fuente: Readings.

Pero, por supuesto, fue su herencia como compositor la que lo hizo alcanzar una trascendencia en la cual creía firme y espiritualmente, como veremos más adelante. Sus diez sinfonías, la última de las cuales quedó inconclusa, y sus ciclos de canciones, hacen parte hoy en día del repertorio de cualquier orquesta y cualquier director que se respete.


Un ingenioso cuadro esquemático de John Bogenschutz para orientarse sobre las diez sinfonías de Mahler. Fuente: Gustavmahler.com.

Fue éste el campo en el que Mahler debió luchar con mayor tenacidad y terquedad; si entregó todo su sudor, sus lágrimas y sonrisas a la ópera y la dirección orquestal, en sus composiciones vertió todo ello y algo más: su corazón entero, su soledad creciente, sus más lacerantes sufrimientos, impotencias y genialidades. Esa batalla fue muy dura, quizá la más dura que haya librado compositor sinfónico alguno. Atacado violentamente por una serie de críticos, no dispuso nunca del tiempo suficiente, del que quería como ideal, para abandonarse por entero a la composición, a la que apenas podía dedicarle generalmente los veranos (se ganó el título de compositor de verano o de estío), debido a sus responsabilidades con las óperas y las orquestas.

Mahler vive en sus sinfonías
Minado por la desazón y la complejidad de su mundo interior, lleno de fuertes contrastes que oscilaban entre la exaltada euforia y el más completo decaimiento, llegó a abrigar serias dudas acerca de sus logros, especialmente respecto a su Sexta Sinfonía, conocida como Trágica. Desengañado, al final de sus días, por una vida conyugal que consideraba ideal con su esposa, Alma Schindler (pero que estuvo muy cerca de derrumbarse por completo dadas las infidelidades de ella, quien, sin embargo, no dejó nunca de apoyarlo y acompañarlo), osciló entre el amor apasionado y el obstinado refugio solitario en su trabajo creador y recreador. Abatido por el golpe siniestro de la muerte prematura de su hija Putzi, Mahler reúne en sí toda una tragicidad, una impronta de pesimismo y dolor interior que lo ha hecho célebre, si es que a ello se suma lo más inefable pero más decisivo, todo lo que hay de misterioso y de inexplicable en un hombre, sobre todo en un artista, para quien los llamados del más allá, en sus propias palabras, estaban muy por encima de las pasajeras metas terrenales.


Alma Mahler con las dos hijas del matrimonio, María (a quien llamaban Putzi) y Anna. La muerte de Putzi por difteria cuando tenía cinco años no solo destrozó a Mahler sino también su relación con su esposa.

Esa es la visión más extendida y popular de su vida y obra, la de un trágico por excelencia. Pero también la más superficial. Mahler se reencontraba a sí mismo, recuperaba sus fuerzas y se convertía en un Titán de la composición (así se ha querido denominar su Primera Sinfonía) en la relación con Alma y sus hijas, en una vida familiar que lo transformó muy positivamente; en las relaciones con amigos y casi que hijos adoptivos como Bruno Walter (1876-1962), magnífico director de orquesta a quien apadrinó y promovió desde que éste tenía diecinueve años, y el también compositor Arnold Schönberg (1874-1951), entre otros; en la práctica del imperativo de estimular y apoyar a cuanto hombre o mujer demostrara tener un talento, ya en el canto, ya en la escenografía operática, ya como instrumentista; y, sobre todo, en la lenta pero segura y tardía comprensión que fue encontrando hasta imponerse en el mundo musical como uno de los compositores más celebrados de su época con su Segunda, su Tercera y su Octava Sinfonías, siendo esta última, la que pudo dirigir solamente una vez, en su estreno en Munich, la que le brindó al fin la oportunidad de una coronación apoteósica.


Una joya: la Octava Sinfonía de Mahler, interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena bajo la batuta de Leonard Bernstein.

Mahler se reconciliaba con un mundo que le era cotidianamente hostil, sacando con gozo aguas de las fuentes de salvación de la creación. Estimaba como a su propia alma la sabiduría que emanaba de la poesía popular y de poetas místicos como Goethe, Friedrich Hölderlin (1770-1843) y Friedrich Rückert (1783-1866), en quien se basó para dos de sus ciclos de canciones, las Canciones para los niños muertos [Kindertotenlieder] y las Canciones sobre Rückert.

Inspiración de la vieja Alemania popular
Pero fue la primera, la poesía popular, el venero primordial de su inspiración durante una buena parte de su vida: El cuerno maravilloso del muchacho [Des Knaben Wunderhorn], colección de poesía alemana anónima recopilada por Achim von Arnim (1781-1831) y Clemens Brentano (1778-1842) –el amanuense de Anna Katharina Emmerich (1774-1824), cuyas visiones místicas transcribió y gracias a las cuales se convirtió, como Mahler, al catolicismo–, publicada por primera vez en 1808.


Des Knaben Wunderhorn, un recopilatorio de vieja poesía popular alemana que influyó durante todo el siglo XIX no solo en la literatura sino también en la música.

Un ciclo independiente de canciones, unas con acompañamiento de piano y otras de orquesta, y poemas de la misma colección que utilizó en sus Segunda, Tercera y Cuarta Sinfonías, se basaron en esa voz del pueblo, ingenua, humorística y dramática a la vez, un compendio de fuerza interior e inconmovibles valores de convivencia, de señera y sencilla espiritualidad arraigada en la tradición cristiana, que para el compositor judío resultaba ser toda una guía en la existencia. A este cuerno prolífico y cristalino, de alma tan pura, se sumaban las marchas militares, la música de las bandas de pueblo y las canciones populares escuchadas en su infancia, que permanecieron siempre en su memoria y que evocaba con simpatía o con ironía, caricaturizándolas, pero nunca subestimándolas ya que, como otros compositores de rango, no despreciaba en absoluto los vínculos entre la entraña popular y la hondura visceral del arte mayor, aquel que en, sus propias palabras, transporta “al corazón mismo de la existencia, allá donde se sienten todos los estremecimientos del mundo y de Dios”.


Una selección de canciones populares alemanas a las que Mahler puso música, interpretadas por el barítono Matthias Görne, bajo la dirección de Paavo Järvi.

Largos paseos a pie o en bicicleta por el campo, esfuerzo físico trepando por montes y colinas, natación frecuente, largos recorridos remando por lagos y ríos, contemplación extática de paisajes exuberantes y sumidos en santa paz: Gustav Mahler era tan amante de la música como de la Naturaleza. Al fin y al cabo de ésta surge la música primigenia en el canto de los pájaros, como lo creía con convicción irreprimible Olivier Messiaen, el más católico y ecuménico de los compositores del siglo XX, un émulo de Mahler, tan adicto a Wagner como él. Muchas veces, asediado y acosado por la infertilidad creativa o por sus demonios interiores, hacía esas excursiones para recuperar el equilibrio psíquico casi perdido o la inspiración agotada.

Lo que me cuenta Dios...
Se consideraba en deuda con esa Naturaleza, a cuya totalidad dedicó la estructura y construcción de los movimientos de su imponente Tercera Sinfonía que, de acuerdo con el programa que le trazó originalmente –después renegaría de todo programa, de todo intento de explicación de su música y la música instrumental, en general-, debía reunir las diversas facetas del mundo entero dentro de un marco que incluía tanto secciones puramente instrumentales como vocales con sostén orquestal: Lo que me cuentan las piedras (primeramente La llegada del verano o El despertar de Pan); Lo que me cuentan las flores de los prados; Lo que me cuentan los animales del bosque; Lo que me cuenta la noche (y después Lo que me cuenta el hombre, según un fragmento cantado de Así habló Zaratustra de Nietzsche), Lo que me cuenta el cuco (primero sustituido por Las campanas de la mañana y después por los ángeles, hermoso coro de niños tomado de Des Knaben Wunderhorn), y finalmente Lo que me cuenta el amor, título del último movimiento, instrumental, extático y fervorosamente místico –a pesar de que esta sinfonía tiene fama de panteísta– al que el compositor agregó luego unas palabras sobre la partitura: "¡Padre (Dios), mira mis heridas! ¡No dejes que ninguna criatura se pierda!


La Tercera Sinfonía de Mahler, interpretada por la Orquesta del Festival de Lucerna, bajo la batuta de Claudio Abbado.

Todo indica, siguiendo las reflexiones que Mahler hizo sobre esta obra prodigiosa, que dicha parte final habría podido titularse también Lo que me cuenta Dios, el ser que existe en el amor y para el amor, que no puede dejar de ser básicamente sino amor
 
Un movimiento más, concebido en primera instancia para concluir su Tercera Sinfonía, terminó siendo el final, sí, pero de su siguiente obra, la Cuarta Sinfonía, parte también cantada, pues Mahler, acogiendo la idea beethoveniana, incorporó el canto tanto en sus cuatro sinfonías iniciales como en la Octava. Este canto de la Cuarta está tomado, una vez más, de El cuerno maravilloso del muchacho y se titula La vida celestial [Das himmlische Leben]: “Disfrutamos los placeres celestiales / y nos abstenemos de las cosas. / Ningún tumulto mundano/ alcanza a oírse en cielo! / ¡Todo vive en la paz más dulce! / (…) Cecilia y todos sus parientes / son excelentes músicos de corte! / Las voces de los ángeles / estimulan los sentidos! / ¡Así todo despierta a la alegría!”
 
Ya antes, en la Segunda Sinfonía, bautizada por algunos Resurrección, Mahler había dado muestras de su fe, de su creencia en la resurrección de los muertos y la vida eterna. Bebiendo igualmente del manantial de agua fresca de El Cuerno…., la contralto solista canta Luz Primordial [Urlicht]: “El misericordioso Dios me dará una lucecita, / iluminará mi camino hasta la bienaventurada vida eterna”.
 
Y, posteriormente, en el quinto movimiento de la misma obra, Mahler hace que las solistas vocales y el coro eleven sus voces con términos del poeta Friedrich Gottlieb Klopstock (1724-1803) –a los que añadió unos de su propia autoría como compositor–, figura de la poesía preromántica alemana (Sturm und Drang), cuyos méritos ya le habían reconocido los fraternales amigos Goethe y Schiller: “¡Oh, dolor! ¡Tú, que todo lo colmas! / ¡He escapado de ti! / ¡Oh, muerte! ¡Tú, que todo lo doblegas! / ¡Ahora has sido doblegada! / ¡Con alas que he conquistado, / con un ardiente anhelo de amor, / volaré hacia la luz / que ninguna mirada ha penetrado! (aquí la mano poética es la de Mahler) / ¡Con alas que he conquistado, / volaré hacia la luz!/  ¡Moriré para vivir! / ¡Resucitarás, sí, resucitarás, / corazón mío, en un instante! / ¡Lo que has soportado/ te llevará hasta Dios!”.

Enviado por el Espíritu 
Pero es en la Octava Sinfonía –en la que, como se decía, retornó al elemento vocal después de tres obras puramente instrumentales como la Quinta, la Sexta y la Séptima–, interpretada como la de Los Mil, pues requiere de cerca de mil intérpretes entre solistas vocales, coristas e instrumentistas para su ejecución, a pleno pulmón, donde Mahler descargó enteramente sus más caros afanes y propósitos espirituales. Luego de haber compuesto unos pasajes solamente para la orquesta, sintió la necesidad de apoyarse en un texto, el del himno latino Veni, Creator Spiritus [Ven Espíritu Creador], que la Iglesia Católica entona en el día de Pentecostés, obra de Rabano Mauro, arzobispo de Maguncia del siglo IX.

Mahler no recordaba bien la totalidad del himno; lo buscó en un viejo misal, pero no lo encontró completo e inteligible; le pidió entonces a un amigo que se lo enviara copiado de principio a fin de la liturgia y, mientras esperaba respuesta, siguió componiendo dicha sección instrumental. Cuando al fin lo recibió, pudo comprobar que, muy felizmente, el himno se correspondía a cabalidad con el ritmo y los motivos melódicos compuestos previamente. Sintió de esa manera, como escribe su biógrafo Henry-Louis de La Grange, que era un enviado del mismo Espíritu, que dirigía su sentir y sus trazos: “Aquel extraño incidente profundizó en él la certidumbre de que cumplía un acto místico al crear y de que en aquellos momentos era el instrumento de fuerzas superiores. Prosiguió su trabajo con una energía que parecía ilimitada, y se le ocurrió la idea de componer una nueva música religiosa, o más bien de «recuperar las sonoridades de la antigua música de iglesia en el marco de la música contemporánea»“.


La biografía de Gustave Mahler por Henry-Louis de La Grange (1924-2017) es la obra de referencia sobre el genial músico. Son cuatro mil páginas en cuatro volúmenes, el primero de los cuales se editó en Nueva York en 1973. La obra ha recibido numerosos premios.

Una visión semejante había tenido Beethoven cuando compuso su Misa Solemne, tarea para la que se preparó estudiando y cotejando las partituras de la que había sido, hasta su época, la más significativa música vinculada a los textos litúrgicos católicos.

Así nació la primera parte de la Octava Sinfonía: “Ven, Espíritu Creador, / visita las almas de los tuyos. / Llena de la gracia de las alturas / los corazones que has creado. / Tú, llamado Paráclito, / altísimo don divino, / fuente de vida, fuego, caridad / y unción espiritual. / Ven, Espíritu Creador… / Sostén con tu eterna fuerza / la debilidad de nuestros cuerpos. / Ilumina nuestros sentidos con tu luz, / infunde amor en nuestros corazones. / Aleja al Adversario de nosotros, / danos la paz duradera ./ Así, bajo tu guía, / evitaremos todo mal. / Eres el Espíritu de los siete dones ,/ el índice de la diestra del Padre, / por ti conocemos al Padre, / revélanos también al Hijo, / y que siempre creamos / en ti que eres el Espíritu. / Ilumina nuestros sentidos…. /Ven, Espíritu Creador…/ Tú, llamado Paráclito… / Concédenos tu alegría, / haznos don de tu gracia, / disipa nuestros rencores, anuda los lazos de la paz. / Aleja al Adversario de nosotros…/ Gloria al Señor, nuestro Padre, / que ha vencido a la muerte, / gloria a Dios / y al Hijo que resucitó de entre los muertos, / y al Paráclito, / por los siglos de los siglos”.


El Veni, Creator de la Octava Sinfonía, por la Filarmónica de Colonia, dirigida por Heinz Walter Florin.

La segunda parte de la Octava Sinfonía descansa sobre la escena final de la que también es segunda parte del Fausto de Goethe. Se ha afirmado hasta la saciedad que Goethe es uno de los hombres más universales –si no el más universal– que ha habido nunca; poeta, hombre de ciencia, estudioso de la Naturaleza y de la óptica; funcionario familiarizado con las faenas de la administración diaria del poder en la corte de Weimar, buen conocedor de la filosofía y la historia, centro de todas las miradas intelectuales y artísticas de su época en Alemania; apreciado, desde luego, como todo un gran personaje por gentes de las más diversas creencias, ideologías y religiones. Sin embargo, pocos han reparado en la esencia mística y profundamente religiosa de esta escena, directamente inspirada en la Divina Comedia de Dante y en el más católico de los espíritus –ya el poeta en su autobiografía, Poesía y Verdad [Dichtung und Wahrheit] había declarado que un templo y un rito católicos le atraían mucho más que los protestantes–, sin que fuera Goethe un practicante ni un creyente ortodoxo. Pero en su corazón latía la búsqueda honesta y consecuente de la verdad.

Pocos, casi ninguno de sus lectores y conocedores lo entendió como Mahler. El alma de Fausto, el atormentado pecador, el seductor despiadado de Margarita, el firmante de un pacto satánico con Mefistófeles, es perdonada por su propia víctima y por el Padre Eterno, cuya misericordia irradia a través de la Virgen Santísima, culmen del eterno femenino goethiano, en presencia de los coros angélicos, de niños bienaventurados y de los cantos de alabanza de antiguos anacoretas y mujeres penitentes. El Doctor Marianus, para terminar la grandiosa escena religiosa, entona una oración a la Madre de Dios: “Levantad la vista hacia la mirada redentora, / tiernas almas arrepentidas, / para, agradecidas, transformaros / y acceder a la dicha sagrada. / Que se pongan a tu servicio / todos los sentidos mejores, / ¡Virgen, Madre, Reina, / Diosa, sé clemente”. Y el Chorus Mysticus replica: “Todo lo efímero/ es sólo un símbolo; / lo inasequible / tórnase aquí suceso; / lo indescriptible / acto vuélvese aquí; / lo eterno femenino / nos atrae hacia lo alto./ ¡Eternamente! ¡Eternamente!”

Mahler, ¿un converso sincero u oportunista? Cinco testimonios
Mahler tuvo amoríos con cantantes que dirigió en la Ópera. Cayó en depresiones casi desesperadas y angustiosas. Tuvo fama de excéntrico, colérico, autoritario e inflexible. No obstante, era un hombre de ilimitada vida interior, alimentado por principios éticos y artísticos no negociables.

Se convirtió al catolicismo influido, al parecer, por la cantante con la que tuvo su más larga relación, antes de conocer a Alma. La conversión se dio en los momentos en los que había iniciado conversaciones con las autoridades austríacas para acceder al cargo de director de la Hofoper. Por esa razón, son muchos los que han estado convencidos de que su viraje religioso obedeció a un interés: si no se hacía católico, era muy posible que no fuera nombrado en ese cargo, al que el propio emperador Francisco José, quien finalmente lo apoyó en su ambición, destinaba toda su atención.

¿Qué tan cierto fue ese supuesto oportunismo? Confiémenos al parecer de personas que lo conocieron y trataron muy íntimamente, no exactamente el de Theodor Adorno (1903-1969), uno de los marxistas artífices de la confusión intelectual y política de la actualidad, para quien Mahler, en su música, lo caricaturizaba y lo satirizaba todo –lo cual es cierto en parte, pero no siempre–, desde la canción popular y las marchas militares hasta la fe y la religiosidad como tales. ¿Escucharía Adorno con completa imparcialidad y el respeto debido a los textos y los pasajes de obras mahlerianas, a las cuales hemos hecho referencia anteriormente? ¿Era Mahler un farsante que posaba de espiritual y no tenía la menor inclinación religiosa como pretendía Adorno, el simplista y reduccionista pensador de la Escuela de Frankfurt, a quien Martin Heidegger (1889-1976), llegó a calificar prácticamente de vil y mendaz? Remitámonos también a ciertos hechos de la vida del compositor.
 
Uno de sus conocidos insistía en “su afabilidad sonriente, su humor y su buen corazón, siempre dispuesto a simpatizar con la desgracia ajena”. Desgracia que lo acompañó varias veces en su vida: la ya referida muerte de su hija, la muerte por suicidio de su hermano Otto, también músico, a quien ayudó, motivó y estimó enormemente; los ya mencionados problemas con Alma y la incomprensión de su obra que debió soportar largamente, pero desgracia frente a la cual pudo dejar constancia de su tenacidad y su transparencia como hombre y artista: “El arte sólo se entrega por completo a quienes se entregan por completo a él y lo aman más de lo que temen la miseria y el hambre”, las que, por fortuna, no sufrió el compositor de la sinfonía Resurrección (la Segunda) cuya audición, cuando ha sido interpretada por directores mahlerianos militantes como Leonard Bernstein, Claudio Abbado y Pierre Boulez, se convierte en una de las experiencias artísticas más importantes de la existencia, un tránsito que sitúa al oyente, cara a cara, ante la eternidad.
 
Alma era hija de artistas librepensadores, muy alejados de cualquier tipo de religiosidad, a pesar del entorno cristiano en el que se movía la mayoría de la población del Imperio. Cuando Mahler, locamente enamorado, le propuso matrimonio, siendo ella mucho menor que él –tenía por entonces cuarenta y dos años, y ella veintidós–, reaccionó muy negativamente, sugiriéndole más bien una relación sin el vínculo sagrado, lo que hoy se ha dado en llamar una unión libre. Pero el compositor no abandonó la idea de la ceremonia religiosa, católica, hasta que logró convencerla: “Me encontraba en la curiosa situación de un judío que defiende a Cristo ante una cristiana”.
 
El compositor y director de orquesta alemán Oskar Fried, con quien Mahler tuvo largas conversaciones, lo describió como “un buscador de Dios (…) que buscaba sin cesar lo divino que hay en cada hombre. Se consideraba a sí mismo un enviado de Dios y estaba penetrado por su misión. Era una naturaleza esencialmente religiosa”.
 
Por su parte, Alma escribió después de su muerte: “Siempre tendré presente su lucha por los valores eternos, su autenticidad hasta la muerte, como un ejemplo de santidad”. En el mismo sentido, La Grange (hoy por hoy el mejor conocedor de la vida y obra del compositor, a quien ha dedicado la mayor parte de su vida, escribiendo una biografía de casi cuatro mil páginas en la edición original francesa) agrega: ”Toda la obra de Mahler está habitada por el pensamiento del más allá y de un mundo mejor, refugio para los afligidos y consuelo de sus infortunios terrenales”.
 
Y este es el testimonio de Bruno Walter, su más fiel discípulo y amigo: “Como no se mantenía firme en ninguna experiencia espiritual, ni siquiera en las adquiridas a un alto precio, no puedo, a pesar de su religiosidad y sus misticismos intermitentes, decir que era creyente. El tumulto de sus emociones podía suscitar en él verdaderos arrebatos de fe, pero la certidumbre serena le resultaba inaccesible. El sufrimiento de una criatura le afectaba demasiado profundamente; las atrocidades del reino animal, la crueldad del hombre con su prójimo, las enfermedades del cuerpo humano, la constante amenaza del destino, todo contribuía a socavar los fundamentos de su fe. Más obsesivo era todavía el problema de conciliar el sufrimiento y el mal con la bondad y la omnipotencia de Dios. Si su música expresa con tantas fuerzas sus deseos y sus dudas es porque era ella la que las alimentaba y las avivava sin cesar. La música posee innegablemente el incomparable poder de acercarnos a lo espiritual (…) En sus manifestaciones más elevadas está misteriosamente unida a la religión. El servicio divino la necesita para dar a la piedad su expresión más solemne. La música da una fuerza irresistible al devoto sentimiento que emana de los textos religiosos y de las escenas de los oratorios bíblicos”.
 
Walter compara a Mahler con un “monje piadoso cuya alma se consume con un fervor de asceta. Su mirada parece escrutar con nostalgia las profundidades celestiales y sus dedos podrían despertar sonidos comparables a los de un Beethoven. La naturaleza de Mahler era del mismo tipo: desde esta tierra, cuyos sentimientos había hecho suyos, levantaba los ojos buscando a Dios. La relación entre música y religión constituía el fundamento mismo de su actitud religiosa. Algunos músicos –y algunos oyentes– no tienen conciencia del poder trascendental de la música porque, aunque inmersos en un clima musical y siendo ellos mismos auténticos músicos, están desprovistos de cualquier clase de sentimiento religioso, incluso de cualquier conciencia religiosa. Los que, en cambio se esfuerzan por penetrar más allá del vuelo terrestre, encontrarán en la música algo con lo que sostener y afirmar su fe”.

Manifestaciones de religiosidad 
A medianoche (Um Mitternacht), el último de los Rückert Lieder, es una de las confesiones viscerales de la religiosidad de Mahler, compleja, insuficiente, a veces vacilante, como la de tantos de nosotros, pero animada por la sinceridad de un deseo de fe inconmovible, que seguramente en la eternidad encontró una respuesta definitiva, la respuesta a las preguntas de un hombre que amó la música como pocos, amó a sus oyentes y amó a Dios, a su manera, imperfectamente humana, pero íntimamente piadosa. Ofrecemos la traducción sintética del poema en prosa que presenta La Grange: “A medianoche me he despertado y he mirado el cielo, pero las estrellas no me han sonreído; he prestado atención a los latidos de mi corazón; he sostenido, ¡oh Humanidad!, el combate de tus sufrimientos. A medianoche, ¡oh Señor!, he puesto mis fuerzas en Tus manos. ¡Sobre la muerte y la vida, Tú eres el centinela, a medianoche!”.
 
Con el perdón de Bruno Walter, en esta canción se parte del dolor para alcanzar la certidumbre serena, como en otros momentos de la obra mahleriana, en los que se llega incluso a una alegría muy elevada. Si es cierto que el músico rara y difícilmente conseguía esa serenidad en su vida diaria, que le llegó a despertar hasta el horror, la conseguía en su obra. Quien escucha atentamente la Novena Sinfonía de Mahler, obra maestra de paz y resignación supremas, su gran testamento junto con La canción de la tierra [Das Lied von der Erde] y el primer movimiento de la inacabada Décima Sinfonía, puede también respirar libremente con esa serenidad, eso sí arduamente luchada y conquistada, como la resurrección en la Segunda Sinfonía, sobre el precio de un espinoso martirio.
 
Para Mahler, la misma música anticipaba esas respuestas, las contenía en sí misma, no literaria ni verbalmente: “¡Qué absurdo es dejarse sumergir por los remolinos del río de la vida! ¡Ser infiel, aunque sea por una sola hora, a sí mismo y a este poder superior que nos sobrepasa! Y, sin embargo, mientras escribo esto, sé que dentro de un momento, por ejemplo al salir de este cuarto, seré tan insensato como todos los demás. ¿Qué es entonces lo que en nosotros piensa y actúa? ¡Qué extraño es! Cuando escucho música o cuando la dirijo, oigo perfectamente la respuesta a todas estas preguntas y alcanzo entonces una seguridad y una claridad absolutas. Mejor dicho, ¡siento con fuerza que ni siquiera existen las preguntas!”
 
La música, de acuerdo con Schopenhauer, es la expresión directa, sin mediaciones, conceptos ni ideas, de la voluntad, la fuerza que mueve al mundo que, para el cristiano –no lo era este filósofo aunque se extasiaba llorando ante la vista de un crucifijo– no es otra que Dios, a quien la salmodia de David considera el ser más digno de alabanza y adoración, eminentemente musicales, como son los salmos y todas las obras de la creación. Que canten los ríos, las montañas, los peces, todos los animales y los hombres, junto con las obras de Mahler, en honor del Omnipotente, cuyo nombre es santo.

¿Te interesa saber más sobre Mahler? En ReL hemos publicado artículos sobre la autenticidad de su conversión y sobre una de las pruebas de esa fe, su Segunda Sinfonía.
 

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