Martes, 19 de marzo de 2024

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¡Gloria a Dios por todo!

por Victor in vínculis

Hace cinco años, el papa Benedicto XVI, se dirigió a la Cristiandad, como hace prácticamente todos los miércoles del año, para presentar la figura de San Juan Crisóstomo, al que hoy celebramos. Se cumplía el decimosexto centenario de su muerte (407-2007).
Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, esto es, “Boca de oro” por su elocuencia, puede decirse que sigue vivo hoy, también por sus obras. Un anónimo copista dejó escrito que éstas “atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes”.
Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desarrolló allí el ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos exilios, seguidos en breve distancia uno del otro, entre el año 403 y el 407. Bajo estas líneas, mosaico bizantino (siglo IX) que se encuentra en la Basílica de Santa Sofía de Constantinopla.


Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, quien le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. En su escuela, Juan se convirtió en el más grande orador de la antigüedad tardía griega. Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, se retiró después durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años que vivió solo en una gruta bajo la guía de un “anciano”.
En ese período se dedicó totalmente a meditar “las leyes de Cristo”, los Evangelios y especialmente las Cartas de Pablo; la intimidad con la Palabra de Dios, cultivada durante estos años, había madurado en él la urgencia de predicar el Evangelio, de dar a los demás cuanto él había recibido en los años de meditación.
Explica Benedicto XVI: “Y aquí se realizó el giro decisivo de su historia vocacional: ¡pastor de almas a tiempo completo!”.
Entre el año 378 y el 379 regresó a la ciudad. Diácono en 381 y presbítero en 386, se convirtió en célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de aquellas conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus Santos. El año 387 fue el «año heroico» de Juan, el de la llamada «revuelta de las estatuas». El pueblo derribó las estatuas imperiales en señal de protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia con motivo de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes “Homilías de las estatuas”, orientadas a la penitencia y a la conversión. Le siguió el período de serena atención pastoral (387-397).
El Crisóstomo se sitúa entre los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a Mateo y a Pablo (Cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas.
Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación por la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Es éste, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos a recibir el Bautismo. Próximo a la muerte, escribió que el valor del hombre está en el “conocimiento exacto de la verdad y rectitud en la vida” (Carta desde el exilio). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Toda intervención suya se orientó siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y traducir en la práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.
Tras el período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, Juan proyectó la reforma de su Iglesia: la austeridad del palacio episcopal tenía que ser un ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, cortesanos...
Por desgracia no pocos de ellos, tocados por sus juicios, se alejaron de él. Solícito con los pobres, Juan fue llamado también “el limosnero”. Como administrador atento, logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su capacidad emprendedora en los diferentes campos hizo que algunos le vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como auténtico pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura especial hacia la mujer y dedicaba una atención particular al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.
A pesar de su bondad, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, se vio envuelto a menudo en intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. En el ámbito eclesiástico, dado que había depuesto en Asia, en el año 401, a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de haber superado los límites de su jurisdicción, convirtiéndose en diana de acusaciones fáciles. Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus damas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo. De este modo, fue depuesto en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer exilio breve. A su regreso, la hostilidad que suscitó a causa de sus protestas contra las fiestas en honor de la emperatriz, que el obispo consideraba como fiestas paganas, lujosas, y la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia Pascual del año 404, marcaron el inicio de la persecución contra Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados “juanistas”.
Entonces, Juan denunció con una carta los hechos al obispo de Roma, Inocencio I, aunque ya era demasiado tarde. En el año 406 fue exiliado nuevamente, esta vez en Cucusa, Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y romper la resistencia del prelado agotado: ¡la condena al exilio fue una auténtica condena a muerte!
Son conmovedoras las numerosas cartas del exilio, en las que Juan manifiesta sus preocupaciones pastorales con tonos de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana Pontica. Allí Juan fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entrego el espíritu a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, «Vida» 119). Era el 14 de septiembre de 407, fiesta de la Exaltación de la santa Cruz. La rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Las reliquias del santo obispo, colocadas en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron transportadas en el año 1204 a Roma, a la primitiva Basílica de Constantino, y yacen ahora en la capilla del Coro de los Canónigos de la Basílica de San Pedro.
El 24 de agosto de 2004 una parte importante de las mismas fue entregada por el Papa Juan Pablo II al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII le proclamó patrón del Concilio Vaticano II.
Al final de su vida, desde el exilio en las fronteras de Armenia, “el lugar más remoto del mundo”, Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó el tema que tanto le gustaba del plan que Dios tiene para la humanidad: es un plan “inefable e incomprensible”, pero seguramente guiado por Él con amor (Cf. “Sobre la providencia” 2, 6).

El Papa en la Iglesia Patriarcal de San Jorge en el Fanar (Estambul, Turquía) el 30 de noviembre de 2006, venerando las reliquias de San Juan Crisóstomo.

Así terminaba la catequesis el papa Benedicto XVI. Era el 26 de septiembre de 2007:

“Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios está siempre inspirado por su amor. De este modo, a pesar de sus sufrimientos, Juan Crisóstomo reafirmaba el descubrimiento de que Dios ama a cada uno de nosotros con un amor infinito, y por este motivo quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo, cooperó con esta salvación con generosidad, sin ahorrar nada, durante toda su vida. De hecho, consideraba como último fin de su existencia esa gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: “¡Gloria a Dios por todo!” (Paladio, “Vida” 11).
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