Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

El genocidio armenio


Se estima que 1,5 millones de armenios fueron masacrados. Todavía hoy, el gobierno turco niega que la masiva y sistemática matanza de su población armenia constituya un genocidio.

por Joseph Pearce

Opinión

“¿Quién sigue hablando hoy del exterminio de los armenios?”
 
¿Quién, podría alguien preguntarse, plantearía esta cuestión? La respuesta, sorprendentemente, es un tal Adolf Hitler, quien lo preguntaba retóricamente como medio para justificar la invasión alemana de Polonia en 1939.
 
El exterminio al que Hitler se refería era el genocidio armenio perpetrado por el gobierno turco entre 1915 y 1923. A su final, se estima que 1,5 millones de armenios fueron masacrados. Todavía hoy, el gobierno turco niega que la masiva y sistemática matanza de su población armenia constituya un genocidio. A pesar de esa desfachatez contra todas las evidencias históricas, cada vez más gente habla ahora de la aniquilación de los armenios.


 
Una de esas personas es Siobhan Nash-Marshall. Su libro The Sins of the Fathers: Turkish Denialism and the Armenian Genocide [Los pecados de los padres: el negacionismo turco y el genocidio armenio] (Herder and Herder, 2017), recientemente publicado, muestra con gran claridad que el genocidio no fue tanto un caso de intolerancia religiosa, de musulmanes matando cristianos, sino de la pretensión del nuevo gobierno laicista turco de consolidar su poder por medio del exterminio de los armenios y la expropiación de las tierras y de las riquezas armenias: “La construcción de la ‘burguesía' turca, de la ‘tecnología y la ciencia’ turcas, de ‘los astilleros, las fábricas, los barcos, los trenes’ turcos, que Gökalp prometió en su poema Vatan, dependía de la confiscación de las propiedades de los armenios. La transformación radical de la economía del último Imperio Otomano, en virtud de la cual en 1918 los musulmanes tomaron la delantera en la propiedad de las instituciones financieras e industriales del imperio, como señala Hanioglu, cuando más del 80% de ellas habían sido de propiedad cristiana en 1915, no habría podido tener lugar sin la incautación de las propiedades armenias. De ahí la afirmación de Akçam y Kurt de que ‘Turquía se fundó sobre la transformación de una presencia –cristiana en general, armenia en particular– en una ausencia” (pág. 216).


 
Nash-Marshall también cita la afirmación de Akçam y Kurt de que, en efecto, el moderno estado turco se construyó verdaderamente sobre los cadáveres de los armenios asesinados: “La República de Turquía y su sistema legal se construyeron, en cierto sentido, sobre la expropiación de la riqueza cultural, social y económica armenia, y sobre la eliminación de la presencia armenia” (ibid.).
 
Un aspecto interesante del libro de Nash-Marshall es su atribución de la vergüenza del genocidio armenio a la filosofía del relativismo y al laicismo político que es su consecuencia. Como filósofa, Nash-Marshall relaciona los errores del idealismo reduccionista de Descartes con las ideas del laicismo progresista tal como se mostró originariamente en la Revolución Francesa: “No existe distinción lógica o formal entre derrocar un Ancien Régime a base de matanzas y destruir un pueblo y una cultura, un genos. Si uno cree que un ideal puede justificar el asesinato de un rey, de su corte y de quienes le defienden, y que la muerte de una cierta clase de personas es una condición necesaria para conformar el mundo a una idea racional, entonces uno no puede no justificar el genocidio (pág. xii).

En consecuencia, Nash-Marshall vincula la Revolución laicista que estableció la República Francesa con el laicismo progresista de la República Turca en el momento del genocidio armenio, y ve este último como el precedente secularista del genocidio practicado por los nazis: “No es casualidad que el genocidio armenio fuese reproducido tan rápida y cuidadosamente por los nazis. Hitler comprendió que una vez que el mundo había consentido que la voluntad de poder de un grupo radical arrasase un pueblo, se apropiase de sus riquezas y de sus tierras nativas, destruyese su cultura, negase su historia y mintiese sobre su propio pasado, tendría que permitir el mismo privilegio a un segundo grupo radical. Si los turcos podían hacerlo, ¿por qué los alemanes no? (pág. xiii).
 
La perspectiva filosófica de Nash-Marshall sobre el genocidio armenio y el negacionismo turco desvía la atención sobre los terribles actos del genocidio en sí mismo, el cual, en palabras de Nash-Marshall, supuso “el asesinato salvaje de los hombres [y] la inconcebible bestialidad ejercida sobre las mujeres y los niños armenios durante sus marchas de la muerte y en los orfanatos, en los campos de concentración y en las zonas de exterminio” (pág. 8).



Sobre estos detalles crueles y repulsivos se centra la poderosa y desgarradora novela La casa de las alondras, de Antonia Arslan, en la cual se describe la experiencia de una familia sobre el genocidio con un realismo decidido y espantoso.
 
Lo que hace tan turbadora –en un sentido paradójicamente edificante– la lectura de esta novela es la forma en la que conocemos a los miembros de la familia, con un cierto grado de intimidad familiar, en los amenazadores días de pausada y feliz tranquilidad que preceden al terror inminente. Conocemos a los ancianos, patriarcas y matriarcas, y a la generación más joven y a sus hijos. Les conocemos y llegamos a quererles. Fabricamos una relación viva y real con los personajes, que es el sello de toda gran novela. Nuestra intimidad con ellos y el hecho de que compartamos su día a día les humaniza a ellos, les hace reales, y nos humaniza a nosotros, haciéndonos mejores y más sabios. Nuestra amistad con ellos nos hace crecer, como crecemos gracias a la amistad con las personas reales de nuestra vida cotidiana. Nos comprometemos psicológicamente con ellos, y es este lazo el que convierte la segunda parte del libro en una lectura tan insoportablemente terrible. Vemos a los hombres asesinados a sangre fría. Vemos cómo se abusa física y sexualmente de las mujeres e incluso de los niños. Nos estremece cada nuevo acto de inhumanidad sádica contra esos a quienes hemos conocido y amado. ¿Cómo es posible esa barbarie monstruosa? ¿Cómo pueden los seres humanos hacer cosas semejantes? Parece increíble, y sin embargo sabemos que todo ello es brutal y realmente cierto. Sucedió, y no solo a una familia y a sus vecinos, sino a un pueblo entero.
 
El horror que experimentamos en las páginas de la novela de Arslan es el microcosmos de un horror que tuvo lugar a una escala auténticamente macrocósmica. Y, sin embargo, el microcosmos es potente porque se enfoca sobre personas reales que conocemos, y no en los millones de personas como ellos a quienes ni conocemos ni podemos conocer. Esto lo hace particular y, por tanto, en cierto sentido más real que cualquier obra de historia no ficticia. Las estadísticas del número de muertos, aunque terribles, son demasiado impersonales para movernos en la forma en la que lo hace una buena historia. He ahí el poder humanizador de la ficción.

Por eso la breve novela de Soljenitsin Un día en la vida de Ivan Denisovich habla tan alto como los tres volúmenes de Archipiélago Gulag. Es la capacidad única de la ficción para expresar la verdad. La novela de Soljenitsin estaba basada en su propia experiencia y es, por tanto, una historia verdadera, a pesar de sus licencias literarias. La novela de Antonia Arslan se basa en los horrores infligidos a miembros de su propia familia y es, por tanto, una historia igualmente verdadera. Tales obras nos muestran descaradamente que la verdad no solo es más extraña que la ficción, sino a menudo mucho más terrible.

Publicado en The Imaginative Conservative.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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