Jueves, 18 de abril de 2024

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En defensa de la poquita cosa que es el capitalismo

por Apolinar

El mundo ahora mismo anda sin rumbo entre posiciones casi contrapuestas sobre el papel que ha tenido la intervención del Estado en esta crisis, y el que debe tener en el futuro.

Para unos, la crisis ha sido una consecuencia del libre mercado, del capitalismo. Los defensores de esta postura piden más intervención estatal, restringir libertades individuales que no generan más que locura colectiva, “animal spirits”. Dicen que, aunque hoy todos somos keynesianos, según se dice que sentenció Nixon en 1971, no lo somos aún lo bastante. El mundo necesita más keynesianismo, más burocracias estatales, más políticas económicas dirigidas desde arriba, más déficit públicos, más endeudamiento público, más gasto público, más regulación, y, por supuesto, más impuestos para pagar todo esto, y un banco central que pueda crear dinero de la nada para que esta maquinaria estatal siga funcionando sin levantar sospecha.

Para otros, puede que hoy los menos, la crisis no ha podido ser una consecuencia del libre mercado, más que nada porque hoy, como tal, no se puede decir que el libre mercado exista (“hoy todos somos keynesianos”, recuerde, y el keynesianismo es contrario al libre mercado). Gracias a la cobertura intelectual del keynesianismo, dicen, la intervención del Estado en la economía ha sido muy fuerte, y más fuerte aún en el sistema financiero, donde los poderosos e influyentes grupos de presión bancarios han sido los primeros interesados en que exista esta intervención, para que el Estado les “defienda” de las leyes inexorables del libre mercado. Leyes que a estas alturas ya habrían hecho desaparecer a la banca de inversión americana (y otras empresas inviables) si no hubieran existido los generosísimos y excepcionales rescates bancarios y los regalos de política monetaria que los gobiernos han hecho con el dinero de los contribuyentes, y la posibilidad de los bancos centrales para inflar la cantidad de dinero, que no de riqueza, a voluntad, envileciendo la calidad del dinero.

Hoy el objetivo de todos es superar la crisis e introducir cambios para que situaciones como las vividas no vuelvan a repetirse. En este proceso están enfrentadas dos ideologías contrapuestas sobre cómo se debe organizar la sociedad. Por un lado, el “socialismo” (o el "estatismo", si se prefiere) piensa que la forma más efectiva de organizar la sociedad es dirigirla desde arriba; por otro lado, el “capitalismo” piensa que es más efectivo respetar la libertad de los individuos y que la sociedad se organice desde abajo. Diferentes planteamientos sobre cómo organizar la sociedad, qué canales son los más adecuados para que fluyan o dejen de fluir la información y las decisiones que nos permiten coordinarnos como sociedad.

Ni una opción ni la otra presuponen en sí ningún orden moral. Sin embargo, opciones que anteponen la acción el Estado a la libertad del individuo, puede que no sean la forma más natural y eficiente de organizar la sociedad. Puestos a elegir, entonces, nos quedaría el capitalismo. Pero, ¿qué es el capitalismo?

El capitalismo es todo aquel orden económico que se fundamente en dos pilares: la libertad del hombre para hacer con su vida y sus bienes lo que su conciencia (recta o torcida) le dicte; y el respeto a los derechos de propiedad, en particular de las propiedades de lso débiles frente a la codicia de los poderosos que tenderan a desposeerlos.

El capitalismo solo necesita cuatro reglas muy simples e intuitivas para coordinar cientos de millones de personas sin la necesidad de ningún gobierno que esté detrás de todo, que pretenda saber las preferencias y necesidades de cientos o miles de millones de personas (lo que, por otra parte, es imposible): oferta, demanda, pérdidas y ganancias.

Pero para que estas cuatro reglas simples, intuitivas y fuertemente coordinadoras que no necesitan de ningún Estado dirigista, sean realmente reflejo de la libertad y voluntad de los individuos, y no degeneren en feudalismos o plutocracias, el capitalismo necesita que se garantice la propiedad privada, los mecanismos de precios libres, el cumplimiento de los contratos y la plena asunción de pérdidas y ganancias por parte de los agentes económicos.

Dicho lo cual, tampoco se puede caer en la simpleza (en la que algunos pro-libre mercado caen) de pensar que “oferta, demanda, pérdidas y ganancias” solucionan todos los problemas sociales. Mediante “oferta, demanda, pérdidas y ganancias” solo se resuelve un problema: la coordinación de sociedades increíblemente complejas (que no es poca cosa)  Pero “oferta, demanda, pérdidas y ganancias” no es suficiente. Hacen falta ajustes sociales que creen una base moral sólida sobre la estructura de libertad y dignidad personal que ofrece el capitalismo. Sin embargo, para ninguno de estos ajustes sociales es necesaria la intervención estatal.

No es el papel del Estado establecer la moral social, o determinar el "deber ser" de los ciudadanos. Eso debe ser una conquista social donde el Estado, como siempre, es el último recurso al que acudir, no el primero, ni siquiera el penúltimo, sino el último.

El lenguaje es confuso y puede ser de poca ayuda a veces. Cualquier cosa que se llame “capitalismo” o “libre mercado” no lo será si es que no se respeta la propiedad, los principios del derecho y los contratos. De hecho, el concepto de capitalismo se ha ido contaminado y confundiendo con otras formas perversas de organización social y económica. Así, algunos han llamado “capitalismo” al sistema por el cual unos pocos poderosos se hacen con las riquezas y controlan la Ley, por lo que cuentan con poder suficiente para monopolizar la actividad económica de forma legal pero ilegítima.

El capitalismo nada tiene que ver con un orden económico donde los poderosos explotan y abusan de la sociedad de formas injustas que claman al cielo. Para que se pueda llamar capitalismo, todo hombre ha de poder actuar libre de toda coacción y con garantías jurídicas suficientes. Hay libertad de mercado donde, por ejemplo, un agricultor o empresario pueda trabajar libremente y vender sus productos también libremente, y donde ambos, comprador y vendedor, se beneficien de esa operación sin temor a que el Estado, los poderosos, las mafias o los señores de la guerra les quiten lo que es legítimamente suyo, fruto de su esfuerzo y de su ingenio.

Guste o no, el capitalismo propiamente entendido es el modo más eficiente de organizar una sociedad para su desarrollo económico (y marco propicio para su progreso moral). Según los estudios de Xavier Sala y Martín, uno de los economistas españoles más citado en el mundo y experto en economía del desarrollo, el capitalismo es el modo de organización social más exitoso que se ha conocido en la historia de la humanidad dada la velocidad a la que ha erradicado la pobreza allí donde se ha aplicado con seguridad jurídica y libertad empresarial.

El capitalismo, por otra parte, es compatible con la Doctrina Social de la Iglesia, definido el capitalismo como aquel “sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía” (Juan Pablo II, Centésimus Annus,  número 42).

Además, también se puede decir que el capitalismo pone en práctica la auténtica democracia a través de los procesos libres de mercado, donde la opinión de todos cuenta todos los días del año en cada decisión que tomamos de intercambio, apoyando unos proyectos y abandonando otros.

Y si a un modelo de organización social capitalista se añade la idea de gratuidad que debe acompañar a todo orden económico, según explica maravillosamente Benedicto XVI en su última encíclica social Caritas in Veritate (número 34 y siguientes), el capitalismo en una sociedad moralmente sana, irá acompañado de la solidaridad.

Los enemigos del capitalismo, por su parte, son principalmente ideologías e individuos enemigos de la libertad del hombre, que buscan el control de la sociedad “desde arriba”. Sobre todo, los enemigos del capitalismo son el Estado, los poderosos, las mafias y los señores de la guerra, que usarán su poder y la violencia para imponer su modo autoritario de concebir la sociedad, y sabrán como “comprar” voluntades a cambio de unas pocas migajas o promesas falsas de “a ti te irá bien, no te preocupes, lo recibirás de mí si me dejas hacer”.

Los enemigos del capitalismo son también aquellos atraídos por la holgazanería, la sinvergonzonería, el vivir del cuento, y el "a esperar que sean otros los que paguen". El capitalismo habla de ideas tan poco populares como ahorro, esfuerzo, trabajo, responsabilidad.

El capitalismo respeta como fuerza coordinadora de una sociedad el afán de lucro, los beneficios de la creativad, el esfuerzo y el riesgo personal. Una idea que a veces resulta antipática. En ocasiones con razón, cuando el afán de lucro se convierte en codicia, pero otras veces rechazada por la envidia que produce ver cómo los bolsillos del vecino, que ha sabido acertar con lo que la gente buscaba, se llenan de dinero.

El afán de lucro no es malo en su justa medida. Es el deseo interno que mueve a todo hombre a prosperar. El afán de lucro es socialmente tan deseable como el apetito sexual. Quita el apetito sexual y la raza humana se extinguiría en una generación. Quita el afán de lucro y la raza humana se empobrecería y buena parte moriría de hambre por falta de quien atienda de forma eficiente las necesidades de consumo. El problema con el afán de lucro, como con el apetito sexual, no es que exista, sino que se vuelva un fin en sí mismo. Entonces ya no son los deseos internos que el Creador ha puesto en nuestros corazones para fundar una famita y prosperar, sino que pasan a convertirse en lujuria y codicia.

La cara amarga del beneficio, e igualmente importante en el orden social capitalista, es la responsabilidad personal ante el fracaso, la plena asunción de pérdidas por parte de quien se haya equivocado. Las pérdidas sanean una economía de aquellas actividades inviables por no ser ya socialmente interesantes, lo que libera los escasos recursos disponibles hacia nuevas actividades que sean socialmente más deseables. Eliminar la asunción de pérdidas, como sucede cuando el Estado salva negocios inviables pero rentables políticamente, es como eliminar el dolor en el cuerpo humano, el cuerpo se acaba descomponiendo ante la falta de esa defensa natural y, finalmente, muere. Las pérdidas traen prudencia a la sociedad: “el miedo cuida la viña”. Las pérdidas son el palo y los beneficios la zanahoria con los que cuenta una sociedad para crecer en lo material cada vez más.

En fin, el debate está servido. Hoy, ante el gran colapso que ha supuesto lo que hasta hace poco se creía que eran sólidos fundamentos del andamiaje económico, el mundo no sabe si ir hacia un mayor intervencionismo estatal o una mayor libertad individual. Hay mucho en juego, y los católicos no nos podemos ni debemos mantener al margen.

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