Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

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El suicidio II

por Manuel Morillo


(viene de El suicidio I)

Pero, en todo caso, ¿qué valoración moral merece el suicidio?

En principio, y ante el suicida, suelen coincidir tres actitudes diferentes:
de admiración, por la fortaleza que supone;
de compasión, por lo irreparable del hecho, y
de reprobación, por lo que tiene de ilícito.

Una reflexión subsiguiente a estas reacciones primarias indica:
a) que el suicida habrá podido ser enérgico en la forma de llevar a cabo su muerte, pero que con tal energía no ha dado prueba de fortaleza, como la dio Job, resistiéndose a matarse, conforme le insinuaba su esposa, sino de cobardía, pusalinimídad y falta de ánimo para hacer frente a las asperezas de la vida;
b) que la compasión podría merecerla el loco que, arrastrado por la obsesión monomaniaca del suicidio, se autodestruye, pues en tal caso, carente el autor y víctima a un tiempo de libertad y de responsabilidad morales ni siquiera puede calificarse de suicida, sin que esta compasión pueda extenderse a los casos de suicidio subjetivamente racionalizado y proyectado con frialdad y luego de meticulosa preparación, y
c) que la reprobación es lógica, porque el suicidio es un pecado, como dice Santo Tomás, contra Dios, contra nosotros mismos y contra la sociedad.
 
Es un pecado contra Dios porque el suicidio le usurpa su derecho sobre la vida y la muerte. "Yo (Dios) -dice el Deuteronomio (XXXII, 39)- hago morir y vivir." "Tú eres, Señor -contesta el hombre en el libro de la Sabiduría (XVI, 13)-, el que tiene el poder de la vida y de la muerte." "El hombre no muere, sino por la voluntad de Dios" (Corán, Sura, IV, 33); 2) viola el mandamiento divina, que reza "no matarás" (Exodo, XX, 13; Mat., 5, 21), y 3) olvida que, como dice el apóstol San Pablo (Rom., 14, 7), "ninguno vive para sí y ninguno muere para sí".
 
Es un pecado contra el hombre, pues el suicidio contraviene:
1) la ley de conservación del ser;
2) la ley de la propia responsabilidad, pues el suicida niega con su conducta que piensa responder de su acto ante alguien;
3) el amor de caridad, que empieza por él mismo;
4) el deber de realizarse en esta vida, y
5) la obligación de ir perfeccionando durante su duración natural su propia "imago Dei".
 
Es un pecado contra la sociedad ("iniuriam communitatis tacit"), pues el suicida está ligado a ella por vínculos de solidaridad, que de alguna forma recuerdan los de la parte con respecto al todo, y que no le es lícito romper por su propia voluntad.
 
Por último, el suicidio es un pecado mortal contra la Esperanza. El suicida, en evitación de un mal, elige el peor de todos. Como dice el Evangelio de San Bartolomé: "Entre los condenados se encuentran también los suicides que se echan al agua, se ahorcan o se matan con la espada."
 
Ello no obstante, y tratando de desvirtuar este dictamen ético religioso del suicidio, se traen a colación algunos suicidios, como el de Santa Polonia, su madre y sus hermanas, que se arrojaron al río huyendo de sus perseguidores, y el de Sansón, que recuerda el libro de los Jueces (XVI, 27/31).
 
A este respecto conviene señalar que la frase famosa de Sansón "muera yo con los filisteos" no prueba una voluntad suicida, como tampoco fue voluntad suicida la de Eleazar, muriendo aplastado por el elefante (I Mac. 6,46), sino una disposición, como luego vamos a ver, de sacrificar su vida, y que en el caso de las santas mujeres cabe que se trata de una conciencia de buena fe subjetiva, pero objetivamente errónea o, como dice San Agustín ("De Civitate Dei", cap. XXVI), de un mandato divino directo, ya que, en un supuesto excepcional, el que es dueño de la vida y de la muerte puede ordenar la última, en cuyo caso el suicida no obra por su voluntad, sino que obedece y cumple la voluntad divina, como se dispuso Abraham a cumplirla con respecto a Isaac.
 
La Iglesia ha condenado permanentemente el suicidio, calificándolo de verdadero crimen en el Concilio de Arbés, del año 452, y disponiendo en el de Praga, del año 562, que el suicida no sería honrado con ninguna conmemoración en la misa y que no se entonarían los salmos en el momento de dar sepultura a su cadáver.

El Concilio Vaticano II ("Gadium et Spes", número 27) dice que el suicidio deliberado es infamante y deshonra al que lo comete, siendo totalmente contrario al honor debido al Creador.
 
La declaración de 5 de mayo de 1980 de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe señala que "la muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es inaceptable; semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre el rechazo a la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores sociológicos que puedan atenuar e incluso quitar la responsabilidad".
 
Pío XII, con su peculiar transparencia, se ocupó del suicidio en su alocución de 19 de febrero de 1958 a los párrocos y predicadores cuaresmales de Roma ("Ecclesia", 1958, I, págs., 237 y s.), a los que dijo: "la vida, también la propia, pertenece exclusivamente a Dios y nadie puede renunciar a ella sin cometer gravísimo pecado. Nos referimos al demasiado gran número de suicidios perpetrados por gentes de todas las clases sociales, sin excluir ninguna edad. ¿Hemos hecho nosotros, pastores de almas, lo bastante para meter en los corazones la fe y la esperanza cristianas, para inspirar el valor en la adversidad, la paciencia en las enfermedades, la confianza en la Providencia, la fuerza espiritual contra tanta vileza, para sacudir saludablemente las tentativas de tan insana sugestión? El suicidio no es sólo un pecado que excluye las vías normales de la misericordia divina, si que es también señal de ausencia de la fe y de la esperanza cristianas. Enseñad, pues, a vuestros fieles el horror de es delito... Haced todo lo posible para impedir que se extienda esta plaga social."
 
Por su parte, el Código de Derecho Canónico de 1917 privaba a los que se han suicidado voluntariamente de sepultura eclesiástica y de honras fúnebres (Cánones 1.24( 1.241, 1.250 y 2.350-2).

El Código vigente, de 25 de enero de 1983, ha derogado estas disposiciones y mantiene tan sólo en sus Cánones 1.041 y 1.044 la irregularidad de los que hayan intentado suicidarse para recibir o ejercer órdenes sagradas.
 

III
 
Ahora bien, fijadas las ideas fundamentales sobre el tema del suicidio, se hace obligado proyectarlas sobre un caso concreto, que pudiera decirse que está de moda porque con harta frecuencia y espectacularidad suele acudirse al mismo. Me refiero a la huelga de hambre.
 
Naturalmente, se trata de una huelga de hambre hasta la muerte, no de la huelga de hambre para llamar la atención y sin propósito de cumplirla hasta el fin, como la del señor Escuredo, presidente que fue del Gobierno autonómico andaluz, y que la hizo compatible, según rumores, con pescado frito y manzanilla.
 
La cuestión moral planteada por la huelga de hambre similar a la de las autocremaciones, como la intentada por un senador nacionalista vasco en el frontón Anoeta, de San Sebastián, bajo el régimen anterior, ha surgido con alguna virulencia, con ocasión de la que, sin llevarla a sus últimas consecuencias, practicaron los sacerdotes reclusos en la cárcel de Zamora y de la que han practicado hasta la muerte algunos presos irlandeses del I. R. A.
 
Para el P. Gonzalo Higuera, S. J. ("Etica de la huelga de hambre", en "Razón y Fe", 1974, diciembre, págs. 389 y s.), la huelga de hambre hasta la muerte ha de considerarse lícita, por no ser otra cosa que un suicidio indirecto, que tiene dos justificaciones objetivas y una subjetiva. Las objetivas dimanan de la licitud de la huelga en sí en casos extremos, tal y como autoriza la Constitución "Gaudium et Spes" en su número 68, y la licitud de la resistencia, también en situaciones lícitas, contra los poderes abusivos. La justificación subjetiva se halla en el recinto sagrado de la propia conciencia del huelguista, en la que nadie puede entrar, pues "de internis neque Ecclesia iudicat".
 
Dados los requisitos que se apuntan, concluye el P. Higuera, S. J., la muerte del huelguista de hambre no será un suicidio, sino la muerte ante el agresor y por el agresor, que sería el verdadero homicida.
 
El criterio del P. Higueras, S. J., es muy difícilmente sostenible, pues, de una parte, tratando de retirar al huelguista de hambre hasta la muerte la calificación de suicida, cuelga el sambenito de homicida a un agresor anónimo o colectivo, que ha provocado, sin que nadie lo pruebe y sin defensa posible, la situación intolerable de abuso que dio origen a la huelga; y por otro lado, ignora, como ha precisado el P. Victorino Rodríguez, O. P. ("Huelga de hambre", en "Iglesia-Mundo", 1975, núm. 87, págs. 16 y s.), que en la huelga de hambre hasta la muerte el huelguista tiene intención de causársela, siendo indiferente que esa intención se manifieste de forma active o pasiva, como sucede aquí, al negarse a ingerir alimento.
 
En la huelga de hambre hasta la muerte hay, pues, voluntad occisiva "in intentione in se" o, como señala Enrique Valcarce (ob. cit., pág. 278), una acción occisiva, querida en sí misma y por sí misma, aun cuando sea apreciada como recurso único para conseguir un bien que se reputa superior.
 
Enfocado el tema de la huelga de hambre en términos estrictamente jurídicos, la Sentencia de la Sala IV del Tribunal Supremo de 23 de marzo de 1976 dijo que "aun estimando que el ´´comer" o el "ayunar" sea un derecho de la persona..., tal derecho, en su ejercicio, puede encontrar limitaciones nacidas de una situación especial de dependencia en cuanto ostensiblemente puede suponer quebranto del orden o la discipline del establecimiento. la huelga de hambre en un centro penitenciario -termina la sentencia- constituye un ilícito administrativo".
 

IV
 
Ahora bien, si la huelga de hambre hasta la muerte es suicidio, y suicidio directo, no cabe decir lo mismo de aquellos casos que se inscriben bajo las otras dos llamadas a que hacíamos referencia al principio, a saber: "vita ponere periculum gravi" y "sacrificium vitae".
 
En efecto, la puesta en peligro de la vida va inherente a la vida misma, ya que en cualquier circunstancia, por trivial que parezca, puede encontrarse la muerte.

Hoy, salir a la calle es, sin duda, exponerse a morir, y no sólo víctima de un accidente de circulación, sino de los disparos de unos atracadores o terroristas.

Algunas profesiones llevan aparejado de por sí un peligro mayor: policías, bomberos, buceadores, pirotécnicos, mineros, domadores de fieras, acróbatas, corredores de automóviles, toreros. Otras profesiones, en circunstancias especiales, han de ejercerse con un riesgo claro de perder la vida. Tal sucede con los médicos y enfermeros, cuando hay epidemias contagiosas, con los militares en período de guerra y con los misioneros en tierra de infieles perseguidores de la fe.

A veces, el hombre mismo ha de correr el riesgo de una intervención quirúrgica a vida o muerte. A nadie, sin embargo, se le ocurre pensar que este "vita ponere periculo gravi" constituye un suicidio. Más aún, el incumplimiento de las obligaciones profesionales, so pretexto de salvaguardar la propia vida, no podrá moralmente justificarse. lo que ocurre es que el "vita ponere periculo gravi" no cabe cuando no hay razón fundada para ello.

Cuando esta razón no existe, se trata de una exposición innecesaria o de jugar con la vida, pues sólo hay espíritu de aventura, amor al peligro, deseo de llamar la atención. lo que habrá es imprudencia temeraria en el orden jurídico, y responsabilidad moral en el campo ético. Tal puede suceder en el caso del espontáneo que se lanza a la arena para enfrentarse con el toro; en el del conductor, que se deja vencer por el ansia de la velocidad, o en el del faquir, que se entierra vivo.
 
El caso del capitán del barco, que aguarda a salvarse el último, poniendo profesionalmente en peligro su vida, puede transformarse en suicidio si, por su propia voluntad, rehusa salvarse y se hunde con el barco.
 
Hay un supuesto en que la puesta en grave peligro de la propia vida es delictivo e inmoral. Se trata del duelo, con desafío a muerte, no "ad primum sanguine", en el que uno al menos de los que participan en el mismo sabe que necesariamente ha de morir.
 
El duelo, que regularon tanto las Partidas con el nombre de lid como el Fuero Viejo de Castilla, y que contempló el "libellus de batalla faciendo" en Cataluña, fue prohibido en 1480 por los Reyes Católicos, que lo calificaron de "mala usanza", siendo significativo que cuando tanto se habla de pueblos avanzados en todos los órdenes, por comparación al nuestro, no fuera prohibido en Inglaterra hasta 1818.

El Código Penal español se ha limitado a decir en su art. 243 que "la provocación al duelo, aunque sea embozada o con apariencia de privada, se reputará amenaza grave".
 
El Concilio de Trento, en la sesión 15, señaló el duelo como costumbre detestable, indicando que fue introducido por arte del diablo. En efecto, el duelo participa de la doble malicia del suicidio y del homicidio, toda vez que los dos contendientes están dispuestos, y para ello combaten, a morir y a matar; supone que los litigantes acuden a las armas tomándose la justicia por su mano; implica un falso concepto del honor, pues el resultado del duelo indicará tan sólo quién tuvo mayor suerte o destreza, pero no quién había realizado la ofensa o quién la había recibido.
 
El Código de Derecho Canónico de 1917 privaba al fallecido en duelo de sepultura eclesiástica y de exequias públicas (cánones 1.240 y 1.241) y lo sancionaba, siguiendo a Pío IX en su Constitución "Apostolicae Sedis", con excomunión simplemente reservada a la Sede Apostólica (cánones 1.240-5 y 2.351). El actual Código de Derecho Canónico elude el tema.
 
A veces, sin embargo por no concurrir las circunstancias descalificadoras, el duelo puede ser no sólo útil, sino lícito.

En el Antiguo Testamento, orientándonos sobre el tema, se narra (1, Samuel, 17) el que mantuvieron David y Goliat. En este caso, el bien común que demandaba impedir, en lo posible, efusión de sangre, justificaba el desafío y el combate por sustitución de los representantes de los ejércitos enfrentados para la batalla.

Por eso, aseguraba León XIII, aunque el duelo es reprobable, no lo es si se sostiene por una causa pública, como la contemplada por el reto de Carlos V a Francisco I: "Haga el rey campo conmigo, de su persona a la mía, que desde ahora le desafío y provoco, y que todo el riesgo sea nuestro, como y de la manera que a él le pareciere, con las armas que le plazca escoger, en una isla, en un puerto, en una galera amarrada a un río, que yo confío en que Dios me ayudará en causa tan justa."
 
 

V
 
Capítulo diferente corresponde, entre el "se ipsum occidere" y el "vita ponere periculo gravi", al "sacrificiam vitae", por algunos llamado -aunque, a mi juicio, impropiamente, por la confusión que produce- suicidio indirecto o voluntario "in causa".

Para evitar esta confusión, como postula la Declaración de 5 de mayo de 1980, "habrá que distinguir bien del suicidio aquel sacrificio con el que, por una causa superior -como la gloria de Dios, la salvación de las almas o el servicio a los hermanos-, se ofrece... la propia vida".
 
En efecto, cuando no hay voluntad directa "per se" de quitarse la vida, aunque se tenga la seguridad -de no ocurrir un milagro- que ha de producirse la muerte, no hay suicidio, sino sacrificio heroico o martirial de la vida.

Esta "active mortis permissio" puede seguirse de una acción que "ex opera operate" produce la muerte (caso del torpedo humano) o que la produce tan sólo "ex opera operantis" (caso del náufrago que se deja expulsar de la tabla que sólo sirve para uno).
 
En el sacrificio de la vida, el que la ofrece:
1) no quiere suicidarse, sino que permite la destrucción de su vida;
2) no es agente de su propia muerte, sino sujeto paciente de la misma, ya que jamás se propuso quitársela, ni en la intención ni en la ejecución, aunque la admite y acepte como una consecuencia inevitable de su conducta;
3) la oblación voluntaria "in causa" se hace al servicio de un bien superior espiritual o temporal de la sociedad o el prójimo;
4) la muerte no querida ni buscada directamente puede desearse como holocausto ofrecido en amor de caridad (deseo del martirio, por ejemplo);
5) en el sacrificio de la vida hay espíritu abnegado de renuncia, y jamás espíritu acobardado de huida o escape.
 
Los casos de sacrificio de la vida que nos impresionan son los del soldado y el creyente.

El del soldado lleva a situaciones límites en las que los moralistas no llegan a ponerse de acuerdo.

Tal ocurre con el del espía en una guerra justa que ha sido hecho prisionero y que tiene la seguridad de que al ser torturado entregará el secreto del que depende la victoria o la vida de millares de hombres. Si para evitar daño tan grave se mata, ¿cómo puede calificarse el hecho?, ¿de suicidio o de sacrificio de la vida?

Para unos, se trataría, pese a lo trágico de las circunstancias, de un suicidio, ya que el espía se habrá dada la muerte de modo directo.

Para otros, no habrá suicidio en este caso singular, sino sacrificio de la vida, como una exigencia del bien común e, incluso, como obediencia debida al superior legítimo que le ha ordenado, en nombre de tal exigencia, que no entregue, bajo excusa de ninguna clase, los secretos decisivos de que es portador.

Para los autores del famoso catecismo holandés, la cuestión se resuelve con una tónica subjetivista, remitiéndose al veredicto de la propia conciencia ("A new catechisme", Ed. inglesa, Herder, 1 9 6 7, pág. 42 3 ).
 
Ninguna duda ofrece, por el contrario -debiéndose calificar como sacrificio de la vida-, el gesto del oficial que ante los disparos incontenibles del enemigo avanza al frente de su tropa para darle ejemplo; o el del soldado que se arroja sobre la granada que al estallar aniquilaría a sus compañeros; o la acción del voluntario que vuela el fortín enemigo sabiendo que habrá de morir dentro (similar al del Sansón entre los filisteos, al que antes hicimos referencia).

El amor a la Patria y a quienes con él la defienden constituye la motivación supremo de la inmolación que de la conducta de todos ellos se sigue.
 
Esta línea de pensamiento hace que también sea positiva el dictamen moral para los "kamicazes", torpedos humanos, que utilizan los llamados "kaiten", ingenios bélicos, que, en lengua japonesa, conducen al cielo.

Como ha escrito Joaquín Díaz ("Los derechos físicos de la personalidad", Ed. Santillana, 1963, pág. 99): "Si darse la muerte es algo reprobable, alcanzar la muerte no deseada -como es de presumir en los "kamicazes"- en el cumplimiento de su glorioso ideal, no merece más que nuestra admiración y nuestra alabanza."
 
El sacrificio de la vida por parte del creyente supone, como es lógico, la puesta en ejercicio heroico de las virtudes teologales.

El creyente que, por el honor de Dios o por amor al prójimo, entrega su vida, recibe el nombre de mártir, pues ha dado el testimonio supremo de la Fe.

Tal es el caso de los tres mancebos que, negándose a idolatrar, aceptaron la muerte en las llamas, de las que milagrosamente fueron librados; el de tantos españoles durante la Cruzada, que prefirieron sufrir la muerte a la blasfemia o a la apostasía; el de quienes en momentos de persecución a muerte se presentan al perseguidor para dar aliento a los hermanos; el del que ocupa el puesto de otro ya condenado a morir, para sustituirle en la muerte, como fue el del P. Maximiliano Kolbe, que ha sido beatificado (Ve Juan Pablo II, 30 de junio de 1979); el del náufrago que se descuelga o se deja descolgar de la tabla que sólo es suficiente para uno; el del hambriento entre hambrientos, que deja de comer para que se salven los otros; o el de la madre que continúa cuidando al hijo enfermo y sin cura, que sufre enfermedad contagiosa y que, al contagiarse, le producirá la muerte.
 
El honor de Dios, el amor a la Patria, la caridad para con el prójimo, es decir, el servicio a un bien superior espiritual o temporal, colectivo o privado, cuando no hay voluntario directo, hacen de la muerte no natural ofrenda y sacrificio de la vida.
 
Cristo es, sin duda, el prototipo ideal de quienes sacrifican la vida; sobre todo El, que asumió la vida humana voluntariamente para voluntariamente entregarla en la cruz del Gólgota.

El evangelista San Juan nos recuerda las palabras del Divino Maestro: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (X, 11) y Yo "doy mi vida, que nadie me arranca, de mi propia voluntad" (X, 18).

Por eso Jesús, "que sabía todas las cosas que le habrían de sobrevenir, salió al encuentro de Judas y su cohorte y les dijo: ´´¿A quién buscáis?" Respondiéronle: ´´A Jesús Nazareno.´´ Y Jesús les dijo: "Yo soy´´" (XVIII, 4 y 5).
 
Nada puede extrañar que con este estímulo ejemplar la historia del cristianismo sea un larga e incesante martirologio, que recoge la escena final y escatológica del Apocalipsis, en la que se elude a los confesores de la fe, que "non dilexerunt animus suas usque ad mortem", que no amaron tanto sus vidas como para temer a la muerte (XII, 11).
 

VI
 
No baste, sin embargo, con una exposición, aunque breve, creo que exhaustiva, del tema del suicidio. Hace falta también enfrentarse con la plaga que representa y reflexionar sobre su terapia a fin de tratar en lo posible de evitarlo.

Para ello será precise tener en cuenta a la vez, sin perjuicio del recurso al llamado teléfono de la esperanza, el factor individual y el social, y aplicar esa terapia a la sociedad y al hombre, pues uno y otro se compenetran en un, fenómeno constante de ósmosis, de tal forma que si puede decirse que son los hombres los que configuran y tonifican a la sociedad, también es cierto que es la sociedad la que tonifica y configura a sus hombres.
 
En esta doble perspectiva, resulta evidente que los factores suicidógenos desaparecen cuando las tres sociedades básicas, la religiosa, la política y la familiar, se hallan sólidamente constituidas, descansando en principios morales que se consideran inamovibles.

Si la disciplina espiritual se rompe en la Iglesia, por un enfriamiento de la fe y un resquebrajamiento de la moral; si los vínculos que unen a los ciudadanos en la empresa nacional se debilitan haciéndolos insolidarios de la misión colectiva; si el lazo que une a los esposos se rompe con una legislación divorcista y el núcleo de formación de los hijos se fragmenta, el hombre se convierte en átomo suelto que ha de buscar en sí mismo, y sólo en sí mismo, la fuerza, el respaldo y la ayuda que en otro supuesto podría recibir de la energía social, acumulada y puesta a su disposición para mantenerse firme ante las adversidades de la vida.
 
De aquí que la terapia inicial contra el suicidio, en cuanto a la sociedad respecta, haya de consistir en un replanteamiento de las tres comunidades básicas y en un rearme ideológico, jurídico y práctico de las mismas. Una sociedad sana es el clima en el que se forja el hombre de "mens sana in corpora sano".

Para ello hay que repristinar los auténticos valores sociales, que producen el orden y la tranquilidad en el orden, oponiéndose a la anomalía perturbadora del equilibrio mental y psicológico, que conduce a la desesperanza y al caos.

La lucha contra el desbordamiento de las filosofías del pesimismo descorazonador, del hedonismo epicúreo o del neutralismo inhibitorio, son ineludibles a un replanteamiento que se hace cada día más urgente, como lo prueba un simple vistazo a la sociedad y a los grupos sociales en los que estamos insertos o nos rodean.
 
En la otra perspectiva, en la que afecta al hombre concreto, se hace preciso devolverle el auténtico sentido de la vida,fortaleciendo y enriqueciendo, a la luz que de tal sentido se desprende, su mundo interior, hay empobrecido o yermo en muchos casos por el vacío resultante de una succión ininterrumpida, practicada por quienes, con una u otra finalidad, pretenden reducirle a número.
 
Tal fue la propuesta de un gran pensador para una época, la suya, continuada y agravada, por la difusión del mal, en la nuestra el gran pensador pedía para el hombre un sentido religioso y militar de la existencia, es decir, un temple que haga del servicio y hasta del sacrificio de la vida la última razón del ser.

Quizá por ello adivinaba el gran pensador que la restauración social requería dramáticamente la presencia y la acción de quienes sabiéndose, sintiéndose y comportándose como monjes, estuvieron dispuestos a sacrificar sus vidas por el honor divina, y como soldados, a sacrificarlas también por el honor de la Patria.
 
En contraste agudo con esta exaltación del mártir y del héroe, que son los que ya potencialmente, en actitud de servicio, sacrifican sus vidas en aras de un ideal superior, encontramos -y se les exalta, además- a los que, lejos de ser monjes, son apóstatas, y lejos de ser soldados, son desertores.

Pues bien, cuando la apostasía y la deserción, verdaderos antitipos del monje y del soldado, del mártir y del héroe, se ofrecen como paradigmas envidiables y dignos de imitar, y cuando, por añadidura, se fomenta el pesimismo, el hedonismo y el neutralismo, la tentación suicida tiene pocos obstáculos, porque el apóstata y el desertor preparan el camino de la deserción y de la apostasía supremas, que consiste en renegar y abandonar la vida; y el pesimismo, el hedonismo y el neutralismo constituyen una invitación que empuja a cometerlo, ya que una vida amarga, o sin placeres o aburrida, no vale en realidad la pena.
 
A la filosofía que podríamos llamar de contemplación activa, es decir, de la acción al servicio del pensamiento o del pensamiento como estimulante de la acción, se opone la filosofía de la disipación, que no actúa, porque la única actividad que produce proviene de la epilepsia irrazonable.
 
Si el sacrificio de la vida es la tónica del hombre en la sociedad y en los grupos sociales a que pertenece, aquélla y éstos eleven su cota moral y el suicidio no tiene más protagonistas que a los dementes incurables.

Si el hombre, por el contrario, rehuye el servicio y el sacrificio, apoyándose en un endiosamiento de su personalidad que lo convierte en su propio fin, o en un anonadamiento de esa misma personalidad que arroja fuera de sí, en la estructura, en lo colectivo, la dinámica vitalizante, el suicidio alcanzará, mejor dicho, está alcanzando, cotas que asustan y estremecen.
 
En última instancia, me permito insistir, toda la terapia del suicidio se halla en el sentido de la vida, en su objeto y finalidad.

El hombre, con una visión puramente antropológica, puede colocarlo aquí, o con una visión teológica, puede colocarlo allá.

La distinción entre el aquí y el allá es importante, porque, utilizando la metáfora del conductor, si éste -con una visión antropológica- mira hacia aquí, hacia el capó del coche, acaba estrellándose, suicidándose, perdiendo la vida, mientras que si -con una visión teológica- mira hacia allá, hacia el fondo de la carretera, acaba consiguiendo su objetivo, conservando la vida y salvándola.

El modo mejor de navegar no consiste en ir mirando al océano, sino en contemplar las estrellas.

Como decía el cardenal Gomá, hay ocasiones extremadamente duras en las que el hombre ha de elegir entre el Evangelio y la pistola, y la elección entre la fe redentora (del primero), o la desesperación mortal (del segundo), de que habla Rahner ("Sobre el morir cristiano", en "Escritos de teología", Ed. Taurus, Madrid, 1969, VIII, pág. 303), nos dirá ante qué tipo o antitipo de hombre, y posiblemente también de sociedad, nos encontramos.

Entre Pedro, que llora arrepentido, se fía de Dios y confía en El, y Judas, que también se arrepiente, pero que no se fía y no confía en Dios, hay todo el abismo que separa al sacrificio de la vida -Pedro murió crucificado, como su Maestro- y el suicidio-Judas murió ahorcado, "reventó por media y sus entrañas quedaron esparcidas por tierra" (Mt 27, 5, y Act, 1, 16).
 
No olvidemos que el Señor tiene todas las llaves y que entregó a Pedro las que abren las puertas del reino de los cielos, "tibi dabo claves regni coelorum" (Mt 16, 19). ¿Habrá entregado a Judas las "claves inferni", las llaves del abismo (Apc 1, 18), del logo que arde con fuego y azufre, y que es la muerte segunda? (Apc 21, 8).




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