Jueves, 28 de marzo de 2024

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El rezo del rosario en Pascua

por Javier Sánchez Martínez

Partimos del principio según el cual los ejercicios piadosos o las devociones populares deben manar de la liturgia y conducir a ella, en consonancia, de forma complementaria:
 
"Se puede mantener que la característica litúrgica de un determinado día debe prevalecer sobre su situación en la semana; pues no resulta ajeno a la naturaleza del Rosario realizar, según los días del año litúrgico, oportunas sustituciones de los misterios, que permitan armonizar ulteriormente el ejercicio de piedad con el tiempo litúrgico” (Directorio sobre piedad popular y liturgia, n. 200).


    La consecuencia parece ser clara. Lo lógico: meditar misterios gloriosos durante los cincuenta días de Pascua.

 

El Rosario es un ejercicio de meditación-contemplación de los distintos misterios salvíficos y de la cooperación de la Santísima Virgen en la obra de la redención; por ello, en Pascua, el rosario con los misterios gloriosos nos permitirá ahondar en el misterio pascual y prolongar así en la oración personal lo que se vive en la liturgia. Será la Virgen, maestra y educadora de la vida espiritual, la que nos acompañe e interceda por cada uno en el rosario para desgranar los misterios de la Gloria de Cristo.


En la encíclica sobre el Rosario, Juan Pablo II nos legó unas consideraciones sobre los misterios gloriosos que nos pueden ayudar:


    “La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!”. El rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su resurrección y en su ascensión. Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la propia fe, y revive la alegría no solamente de aquellos a los que Cristo se manifestó –los apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emáus-, sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que con la ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, sería elevada Ella misma con su asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria –como aparece en el último misterio glorioso-, María resplandece como Reina de los ángeles y los santos, anticipación y culmen de la condición escatológica de la Iglesia.


    En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y de la Madre, el rosario considera, en el tercer misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La contemplación de este, como de los otros misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran “icono” es la escena de Pentecostés. De este modo, los misterios gloriosos alimentan en los creyentes la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual se encaminan como miembros del pueblo de Dios peregrino en la historia. Esto les impulsará necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel “gozoso anuncio” que da sentido a toda su vida” (JUAN PABLO II, Rosarium Virginis Mariae, n. 23).

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