Viernes, 19 de abril de 2024

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El don y la virtud de la humildad

por Javier Sánchez Martínez

La humildad es madre de todas las virtudes, así como la soberbia es la madre de todos los pecados y vicios. La experiencia espiritual y la tradición mística así lo atestiguan. El cimiento sólido para todo el edificio cristiano, para edificar una personalidad cristiana es la humildad. Sin ella, nada hay válido, ni duradero.

 

Situémonos con dos textos del gran san Agustín:

Si quieres llegar a la verdad, no busques otro camino que el que trazó el mismo Dios, que conoce nuestra enfermedad. Ahora bien, el primero es la humildad, el segundo es la humildad, el tercero es la humildad, y cuantas veces me lo preguntases te respondería la misma cosa. No quiero decir que no haya otros mandamientos, sino que la humildad debe preceder, acompañar y seguir a todo lo bueno que hacemos... si no el orgullo nos lo arrebata todo (S. Agustín, Epist. 118,22).

        Sigamos, pues, los caminos que él nos mostró, sobre todo el de la humildad. Tal se hizo él para nosotros. Nos mostró el camino de la humildad con sus preceptos y lo recorrió él mismo padeciendo por nosotros. No hubiera sufrido si no se hubiera humillado. ¿Quién sería capaz de dar muerte a Dios si él no se hubiese rebajado? Cristo es, en efecto, Hijo de Dios, y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. Él mismo es el Hijo de Dios, el Verbo de Dios, de quien dice San Juan: En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. Él estaba al principio junto a Dios. Por él fueron hechas todas las cosas y sin él no se hizo nada. ¿Quién daría muerte a aquel por quien todo fue hecho y sin el cual nada se hizo?  ¿Quién sería capaz de entregarle a la muerte si él mismo no se hubiese humillado? Pero ¿cómo fue esa humillación? Lo dice el mismo Juan: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. El Verbo de Dios no podría ser entregado a la muerte. Para que pudiera morir por nosotros lo que no podía morir, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. El inmortal asumió la mortalidad para morir por nosotros, para con su muerte dar muerte a la nuestra. Esto hizo Dios; esto nos concedió. El grande se humilló; después de humillado se le dio muerte; muerto, resucitó y fue exaltado, para no abandonarnos muertos en el infierno, sino para exaltarnos consigo en la resurrección final a quienes exaltó ahora mediante la fe y la confesión de los justos. Nos dejó la senda de la humildad.” (S. Agustín, Sermón 23 A,3-4).
    La autosatisfacción de lo ya alcanzado, sin deseos de mayor santidad y mayor perfección, es la soberbia espiritual, la parálisis del alma. Sólo quien de verdad anhela ardientemente la santidad está en camino, en continuo progreso. Sabe que necesita más. Nada, excepto el corazón, garantiza la santidad: ni los hábitos, ni los muros del Monasterio, ni la propia consagración aseguran la santidad, ni la pertenencia a un determinado Movimiento, grupo, comunidad o asociación. Todo lo anterior será una ayuda, pero no garantiza per se  la santidad. Hay que convertirse al Señor. Hay que avanzar. Hay que dejar obrar a la Gracia.

    Se trata hoy de considerar la virtud de la humildad, ponderarla, desearla, examinarnos en humildad y ver cómo adquirirla y cómo corregirse. Pero sin fingimiento, sin falsas humildades, sin excusarse, ni mirar los defectos de los demás; no disculparse pensando "si tuviéramos esto...", "si pasara aquello...", porque Dios da gracia suficiente, y da los medios necesarios en los momentos oportunos. 
 
    Se trata hoy de humillarse, abrir la conciencia a la verdad de Cristo y trazar una seria disciplina espiritual para vencer la soberbia y convertirse al Señor, el Verdadero Humilde. Al Humilde, por intercesión de la Virgen, llena de gracia, pedir la gracia de la humildad.
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