Viernes, 29 de marzo de 2024

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Ejercitar el espíritu: el amor a la Eucaristía

Ejercitar el espíritu: el amor a la Eucaristía

por Juan García Inza

 Nos acercamos hoy a la Eucaristía de la mano de Benedicto XVI. Es el sacramento por excelencia. Sin la Eucaristía no hay vida interior cristiana.  La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. Es el meyor tesoro que tiene la Iglesia.

En la Eucaristía está el secreto de la santidad

Ángelus del domingo 18 septiembre 2005, en el Año de la Eucristía. El sacerdote, testigo y anunciador del «milagro de amor»

 

 


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En particular, mi pensamiento se dirige hoy a los sacerdotes para subrayar que en la Eucaristía está precisamente el secreto de su santificación. En virtud de la sagrada ordenación, el sacerdote recibe el don y el compromiso de repetir sacramentalmente los gestos y las palabras con las que Jesús, en la Última Cena, instituyó el memorial de su Pascua. Entre sus manos se renueva este gran milagro de amor, del que está llamado a convertirse en testigo y anunciador cada vez más fiel (carta apostólica «Mane nobiscum Domine», 30). Por este motivo el presbítero tiene que ser ante todo adorador y contemplativo de la Eucaristía a partir del mismo momento en que la celebra. Sabemos bien que la validez del sacramento no depende de la santidad del celebrante, pero su eficacia para él mismo y para los demás será mayor en la medida en que él lo vive con fe profunda, amor ardiente, ferviente espíritu de oración. 

Durante el año, la Liturgia nos presenta como ejemplos los santos ministros del altar, que han tomado la fuerza para imitar a Cristo de la cotidiana intimidad con él en la celebración y en la adoración eucarística. Hace unos días hemos celebrado la memoria de san Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla a finales del siglo IV. Fue definido «boca de oro» por su extraordinaria elocuencia, pero también se le llamaba «doctor eucarístico» por la amplitud y profundidad de su doctrina sobre el santísimo sacramento. La «divina litúrgica» que más se celebra en las Iglesias orientales lleva su nombre y su lema --«basta un hombre lleno de celo para transformar a todo un pueblo»-- manifiesta la eficacia de la acción de Cristo a través de sus sacramentos. 

En nuestra época, destaca también la figura de san Pío de Pietrelcina, a quien recordaremos el próximo viernes. Celebrando la Santa Misa revivía con tal fervor el misterio del Calvario que edificaba la fe y la devoción de todos. Incluso los estigmas que Dios le donó eran expresión de íntima conformación con Jesús crucificado. 

Pensando en los sacerdotes enamorados de la Eucaristía, no es posible olvidar a san Juan María Vianney, humilde párroco de Ars en tiempos de la revolución francesa. Con la santidad de la vida y el celo pastoral logró hacer de aquel pequeño pueblo un modelo de comunidad cristiana animada por la Palabra de Dios y por los sacramentos. 

Nos dirigimos ahora a María, rezando de manera especial por los sacerdotes de todo el mundo para que saquen de este año de la Eucaristía el fruto de un renovado amor al sacramento que celebran. Que por intercesión de la Virgen Madre de Dios puedan vivir y testimoniar siempre el misterio que es puesto en sus manos para la salvación del mundo. 

 

 

 

 

La Eucaristía revive la pasión, muerte y resurrección de Cristo

Ángelus del domingo, 11 septiembre 2005.

 



Celebraremos la fiesta litúrgica de la Exaltación de la Santa Cruz. En el Año dedicado a la Eucaristía, esta celebración cobra un significado particular: nos invita a meditar en el profundo e indisoluble lazo que une la celebración eucarística con el misterio de la Cruz. Cada santa misa, de hecho, actualiza el sacrificio redentor de Cristo. 

Al Gólgota y a la «hora» de la muerte en la cruz --escribe el querido Juan Pablo II en la encíclica «Ecclesia de Eucharistia»-- «vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella» (n. 4). La Eucaristía es por tanto el memorial de todo el misterio pascual: pasión, muerte, descenso a los infiernos, resurrección y ascensión al cielo, y la Cruz es la manifestación impactante del acto de amor infinito con el que el Hijo de Dios ha salvado al hombre y al mundo del pecado y de la muerte. 

Por este motivo, el signo de la Cruz es el gesto fundamental de la oración del cristiano. Hacerse el signo de la Cruz es pronunciar un «sí» visible y publico a quien murió por nosotros y resucitó, al Dios que en la humildad y debilidad de su amor es el Omnipotente, más fuerte que toda la potencia y la inteligencia del mundo. 

Después de la consagración, la asamblea de los fieles, consciente de estar ante la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, hace esta aclamación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!». Con los ojos de la fe la comunidad reconoce a Jesús vivo con los signos de su pasión y, junto a Tomás, llena de maravilla, puede repetir: «Señor mío y Dios mío» (Juan 20, 28). 

La Eucaristía es misterio de muerte y de gloria como la Cruz, que no es un incidente en el camino, sino el pasaje por el que Cristo entró en su gloria y reconcilió a la humanidad entera, derrotando toda enemistad. Por este motivo, la liturgia nos invita a implorar con esperanza confiada: «Mane nobiscum, Domine!» ¡Quédate con nosotros, Señor, que por tu santa cruz has redimido al mundo! 

María, presente en el Calvario ante la Cruz, está también con la Iglesia y como Madre de la Iglesia, en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas (Cf. encíclica «Ecclesia de Eucharistia», 57). Por este motivo, nadie mejor que ella nos puede enseñar a comprender y a vivir con fe y amor la santa Misa, uniéndonos al sacrificio redentor de Cristo. Cuando recibimos la santa comunión, como María y unidos a ella, nos abrazamos al madero que Jesús con su amor ha transformado en instrumento de salvación y pronunciamos nuestro «amén», nuestro «sí» al Amor crucificado y resucitado. 

 

 

En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser unión

Homilía de SS Benedicto XVI en la Misa de Clausura de la JMJ Colonia 2005

 


Ante la Sagrada Hostia, en la cual Jesús se ha hecho pan para nosotros, que interiormente sostiene y nutre nuestra vida (cf. Jn 6,35), hemos comenzado ayer tarde el camino interior de la adoración. En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser unión. Con la Celebración Eucarística nos encontramos en aquella “hora” de Jesús, de la cual habla el Evangelio de Juan.

Mediante la Eucaristía, esta “hora” suya se convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros. Junto con los discípulos Él celebró la cena pascual de Israel, el memorial de la acción liberadora de Dios que había guiado a Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos de Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y bendición. Sin embargo, sucede algo nuevo. Él da gracias a Dios no solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias por la propia exaltación que se realizará mediante la Cruz y la Resurrección, dirigiéndose a los discípulos también con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas: “Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre”. Y así distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo, les encarga la tarea de volver a decir y hacer siempre en su memoria aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento.

¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre, Él anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal, desde el interior se transforma en un acto de un amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se realizó en el cenáculo y que estaba destinada a suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15,28). 

Desde siempre todos los hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede ser la última palabra. Ésta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte. 

Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porqué se entrega realmente a sí mismo…

Viviendo y actuando así nos daremos cuenta bien pronto que es mucho más bello ser útiles y estar a disposición de los demás que preocuparse solo de las comodidades que se nos ofrecen. Yo sé que vosotros como jóvenes aspiráis a cosas grandes, que queréis comprometeros por un mundo mejor. Demostrádselo a los hombres, demostrádselo al mundo, que espera exactamente este testimonio de los discípulos de Jesucristo y que, sobre todo mediante vuestro amor, podrá descubrir la estrella que como creyentes seguimos. 

¡Caminemos con Cristo y vivamos nuestra vida como verdaderos adoradores de Dios! Amén.

El Padre Pío celebrando la Eucaristía:
www.youtube.com/watch


 

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