Domingo, 28 de abril de 2024

Religión en Libertad

Profesores: ¿funcionarios o docentes?

Y con la citada ley cayeron como una losa sobre todo el sistema educativo dos principios tan perniciosos como funestos: el estatalismo y el igualitarismo, principios que supusieron la progresiva conversión del antiguo docente vocacional en un funcionario servil.

Alejandro Campoy

La situación actual de la educación en todas las comunidades autónomas del territorio español, unida a las numerosas movilizaciones que se están llevando a cabo como consecuencia de la completa falta de recursos ocasionada por la quiebra y ruina de las cuentas públicas provocada por diversos gobiernos socialistas, obliga a una reflexión más en profundidad de lo que supone “ser profesor” hoy en día.
 
A esta situación hay que unir el debate suscitado en torno a la llamada “autoridad” del profesorado, cuestión sobre la que ya se están planteando algunas iniciativas legislativas en ciertas comunidades autónomas. Pues bien, la clave de la cuestión parece residir en la lenta y progresiva conversión del profesorado de todas las etapas de docentes vocacionales en funcionarios serviles.
 
El docente vocacional se ejemplifica con bastante claridad en la figura de aquellos antiguos maestros de escuela, cuya máxima preocupación era la formación más completa posible de sus alumnos, para lo cual la falta de medios y recursos jamás constituyó un inconveniente; su tarea se volcaba en exclusiva en sus alumnos y en el progreso de su aprendizaje; hoy en día aún encontramos docentes vocacionales de este tipo en diversos países del llamado tercer mundo, que llegan a desarrollar su trabajo completamente gratis y sin remuneración alguna.
 
El referente de la acción docente del antiguo maestro y profesor era exclusivamente su alumno, con el que establecía una relación de cordial empatía, siempre desde la debida distancia que le proporcionaba su figura de autoridad. ¿Cuál era la fuente de esa autoridad, tan cuestionada hoy en día? Precisamente de su dedicación vocacional, que le hacía aparecer ante sus alumnos como una persona confiable, honesta, coherente y consecuente con lo que decía. De forma derivada, la autoridad del profesor venía dada por su condición de especialista, aquél que dominaba con suficiencia una serie de ramas del saber.
 
De este modo, la Ley General de Educación de 1970 (Ley Villar Palasí) estableció diversos cuerpos entre el profesorado en función del grado de especialización y competencia que el profesorado era capaz de demostrar a través de cuestionable sistema de oposiciones: cuerpo de maestros de enseñanza general básica, cuerpo de profesores de maestría, cuerpo de profesores agregados de bachillerato y cuerpo de catedráticos de bachillerato. En aquel momento se buscaba la excelencia en la preparación del profesorado, emanando su autoridad en su condición de auténticos especialistas.
 
Todo esto comenzó a cambiar con la Ley General de Ordenación del Sistema Educativo (LOGSE), en la que se unieron en un solo cuerpo los profesores de Formación Profesional, los agregados de bachillerato y los catedráticos, pasando a denominarse genéricamente “profesores de educación secundaria”. Y con la citada ley cayeron como una losa sobre todo el sistema educativo dos principios tan perniciosos como funestos: el estatalismo y el igualitarismo, principios que supusieron la progresiva conversión del antiguo docente vocacional en un funcionario servil. Pero antes de describirlos conviene echar un vistazo a ciertos cambios en la mentalidad social de la época.
 
La transición política y sobre todo la llegada al poder del PSOE en 1982 propiciaron un clima social en el que lo que primaba por encima de cualquier cosa eran las libertades individuales y la exigencia de derechos civiles. De esta forma, la responsabilidad individual se iba disolviendo en un clima en el que la satisfacción del bienestar y las necesidades básicas de los ciudadanos correspondían por sistema a los poderes públicos. Las políticas antinatalistas y el disfrute del ocio y el tiempo libre generaron una mentalidad en la que la educación de los hijos ya no correspondía completamente a las familias, sino que era un asunto del que debía ocuparse el Estado. De este modo, y respondiendo a una mentalidad previa del socialismo ibérico según la cual era efectivamente el Estado el que debía ocuparse de la formación de las nuevas generaciones. Se comenzó un proceso de transformación del profesorado en funcionarios, en servidores públicos cuyo único cometido debería ser dar cumplimiento a todas las disposiciones legales que emanaran de las diversas administraciones educativas.
 
Así, el contenido de las diversas disciplinas del saber que constituían la fuente derivada de la autoridad del profesorado comenzó a diluirse en un maremagnum de procedimientos, actitudes y valores que el profesorado debería ocuparse en transmitir a las nuevas generaciones. La educación fue pasando de ser un medio de transmisión de saberes especializados en una mezcolanza de comportamientos políticamente correctos y el desarrollo de unas actitudes consideradas como adecuadas al tipo de ciudadano que se pretendía conformar. Y el profesorado, decreto tras decreto, se fue acomodando progresivamente a su nuevo papel de funcionario servil, cuya única preocupación pasó a ser que cada disposición legal tuviera su debido cumplimiento. La excelencia en el saber, el rigor en los contenidos y el merecido premio al esfuerzo decayeron hasta convertirse en un simple recuerdo del pasado.
 
Y los medios y los recursos materiales fueron aumentando, al mismo tiempo que aumentaba simultáneamente el fracaso escolar, lo que ponía de manifiesto una flagrante contradicción entre los medios y los fines de la educación. Y es aquí donde interviene el segundo de los principios que tan funestos se han demostrado para la educación española: el igualitarismo. A partir de la LOGSE todos los alumnos eran iguales, todos los alumnos debían alcanzar “por decreto” el título de graduado en educación secundaria obligatoria; aquellos que desde niños ya manifestaban su inclinación hacia el mundo del trabajo o hacia alguna profesión concreta eran obligados a permanecer junto a sus compañeros hasta los dieciséis años, generando grupos de alumnos disfuncionales; la inspección educativa se ocupaba con mucho celo en que los resultados al finalizar la ESO arrojaran un número de titulados casi general, y los profesores fueron olvidando poco a poco la excelencia y el rigor en sus disciplinas, preocupados de ahorrarse problemas con las directivas de sus centros y la propia inspección.
 
Al mismo tiempo, la tarea del profesorado empezó a ser fiscalizada no sólo por las propias administraciones educativas, sino también por los padres de los alumnos e incluso por los propios alumnos, en unos procesos de heteroevaluación que provocaron que el resultado final fuera un tipo de profesorado a la defensiva, olvidado por completo de la enseñanza de sus respectivas disciplinas y preocupado exclusivamente en capear el temporal de controles y fiscalizaciones que sobre ellos pesaban. La conversión del profesor de ser un docente vocacional a ser un funcionario servil se había consumado.
 
La actual crisis, que ha dejado prácticamente sin recursos a todas las administraciones públicas, puede llegar a ser una ocasión inmejorable para ir dando la vuelta a este proceso pernicioso, de tal forma que el profesorado vuelva a ser lo que siempre fue, un cuerpo de profesionales ocupado en transmitir a las nuevas generaciones los conocimientos y destrezas imprescindibles para que éstos afronten con éxito la vida adulta. Dependerá de los propios profesores no dejarse arrastrar por la demagogia y los cantos de sirena de los que engañosamente sitúan el problema por sistema en los recursos, las horas de docencia y los sueldos a fin de mes. El sindicalismo rancio y decimonónico que padecemos aún se resiste con fuerza a que las cosas vuelvan a ser lo que nunca debieron dejar de ser.
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