Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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II Domingo Cuaresma

por Al partir el pan

Génesis 22,1-2. 9-13.15-18; Romanos 8, 31b-34; Marcos 9, 2-10

«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados»
«Quiero aprender a renunciar por un amor más grande. Un sacrificio por amor. Es lo más grande que puede desear mi alma enferma
»
 
Hay preguntas que no puedo formular con facilidad. O son preguntas que no tienen una respuesta clara. O preguntas cuya respuesta temo escuchar. ¿Voy a salir de esta situación de dolor? ¿Va a acabar algún día el sufrimiento? ¿Cuándo encontraré la felicidad que busco? ¿Me voy a curar? ¿Seré fiel siempre? ¿Me vas a dejar? ¿Podré volver a confiar y ser feliz? Son preguntas que surgen en el corazón herido en medio de las luchas. Los miedos nublan el ánimo. Y la desconfianza surge con fuerza. ¿Será posible encontrar un camino mejor en la tormenta? Surgen las dudas y los miedos. Y callo las respuestas que temo. No pregunto por ese futuro que desconozco y me abruma. A veces al caer la tarde los problemas parecen más grandes que por la mañana. Dicen que es por el efecto de la luz. Por la mañana todo está más claro. Pesa menos la vida. Hay menos nubes, o menos tormentas. Dicen que en la hondura del valle pesa más la vida que en lo alto de la cumbre. Porque desde lo alto los problemas parecen más pequeños e importan menos. No lo sé. Lo que sí sé es que en ocasiones siento que todo se torna gris, o pierde vida de pronto. Y dejo de creer en las eternas promesas. Comenta el cartujo Agustín Guillerand: «No debemos tener miedo ni de nosotros mismos ni de los demás. Hay que mirar la vida real cara a cara. Esa mirada profunda y prolongada nos dará a Dios. Porque Dios está en el fondo de todo»[1]. Quisiera mirar así la vida real. Cara a cara. Mirarme así a mí mismo, mirar así a los demás. Sin miedo a lo que pueda ocurrir. Sin temer lo que pueda pasar. Me gustaría mirar la vida como la miraba María. Desde aquel primer «No temas» del Ángel, María aprende a confiar. Comenta Benedicto XVI: «¡Cuántas veces habrá vuelto interiormente María al momento en que el ángel de Dios le había hablado! ¡Cuántas veces habrá escuchado y meditado aquel saludo: Alégrate, llena de gracia, y sobre la palabra tranquilizadora: No temas! El ángel se va, la misión permanece, y junto con ella madura la cercanía interior a Dios, el íntimo ver y tocar su proximidad»[2]. María guarda todo meditándolo en su corazón. Miro a María. Siempre me da paz ver su mirada, ver su paz. Me consuela. Tengo yo otra mirada y otros miedos que me turban. Me escapo de mi mundo interior dejándome llevar por las olas de mi alma. Abrumado en la superficie de las cosas. En temblores sostenidos. Desde mi dolor miro a María. Me gustan las palabras del P. Kentenich que me motivan al recorrer estos cuarenta días de desierto, de búsqueda, de miedos y de esperanzas: «De ahora en adelante daremos en todas partes el siguiente testimonio: - Somos de María. Quien dice María dice gracia: - Alégrate, llena de gracia, escuchamos que el ángel dice a la Madre del Señor. Quien dice María dice interioridad: - María guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Quien dice María dice disposición al sacrificio: -Estaba María al pie de la cruz»[3]. Miro a María y pienso en su actitud interior. Llena de gracia. Sin temor. Confiada. Dispuesta al sacrificio. María se sabe arropada por Dios en lo más hondo de su corazón de hija. Allí todo lo medita en silencio. Lo guarda con celo. Así sí es posible mirar la cruz con paz, con el corazón en calma. En medio de la tormenta. Las preguntas imposibles siguen sin respuesta. Pero al menos ahora no quiero saberlas. Porque confío. Dejan de asustar mi corazón de hijo. Y guardo en el alma la respuesta que siempre me conforta: Dios no me deja. No se baja de mi barca. No se aleja de mi camino. Me sostiene cargando mi madero, mi cruz, como mi cireneo. ¿Por qué voy a tener yo miedo si Jesús va conmigo? Miro a María y confío. ¿Qué misión puede haber más grande que la suya? Me da paz mirarla a Ella en medio de mis olas, en medio de sus olas. «No temas» escucho muy dentro de mi alma. ¡Cómo no voy a confiar en Ella que me ha dado la vida! La miro recogida en su interior. Guardando todas las palabras. Allí me recojo también yo buscando consuelo, paz y descanso. Escucho muy quedo la voz de Dios hecha en mí palabra. No quiero buscar respuestas a preguntas que dejan de tener sentido. No quiero sujetar yo el timón marcando una ruta que desconozco. Espero en Dios. Espero en María. Es la actitud de la cuaresma. Confío. La esperanza, la confianza, el abandono. Camino por los caminos del desierto. Asciendo por las montañas más altas en las que encuentro a Dios y veo más claro mis problemas. Confío. Frente a mis miedos. Confío.

Tengo que reconocerlo, no me gusta renunciar a lo que deseo. Porque justamente el deseo es lo que mueve mi corazón y me hace sediento y hambriento. Mueve todas las fibras de mi ser. Me pone en camino. El deseo es el motor de mi alma. El deseo más hondo es el ansia de infinito que tengo muy dentro. Un ansia de ser eterno. De amar para siempre. De ser amado para siempre y sin límites. Sin condiciones. Sabiendo que yo mismo tengo límites y condiciones. Escribe R. M. Rilke: «Esta es la paradoja del amor entre el hombre y la mujer: dos infinitos se encuentran con dos límites; dos infinitamente necesitados de ser amados se encuentran con dos frágiles y limitadas capacidades de amar. Y sólo en el horizonte de un amor más grande no se devoran en la pretensión, ni se resignan, sino que caminan juntos hacia una plenitud de la cual el otro es signo». Es el deseo que arrasa mi corazón. Amar de forma infinita. Ser amado de forma infinita. Choco con los límites. La frágil capacidad de amar se enfrenta con sus límites. Pero es Dios el que sostiene mi deseo. Por eso no quiero abandonar mis deseos. Y pensar que por mi torpeza son sólo quimeras. Como observa al respecto Brugués: «No se trata de renunciar al deseo en sí mismo - lo que sería inhumano-, sino a su violencia. Se trata de morir a la violencia del placer, a su omnipotencia»[4]. No renuncio a lo que deseo. Pero sí a su dictadura sobre mi voluntad. No quiero ser esclavo de mis deseos. Pero quiero caminar mirando ese amor más grande, infinito, que me sostiene y levanta. No quiero la violencia que a veces siento al no lograr lo que anhelo. Leía el otro día: «Somos personas pasionales, por lo que matar las pasiones sería como impedir el crecimiento de nuestra humanidad, secarla. Nos haría predicadores de muerte. Tenemos, en cambio, que ser libres para cultivar deseos más profundos, dirigidos a la bondad infinita de Dios»[5]. Cuido los deseos más hondos y verdaderos que brotan en medio de la maraña de deseos pequeños que me confunden. Quiero ser fiel al deseo más verdadero, al más pleno, al más infinito. Dejo pasar ante mis ojos sin violencia los deseos que me sacan de mi paz, los que me impiden pensar en el bien de los otros. Los que no me dejan sino buscar obsesivamente lo que es objeto de mis sueños egocéntricos. Quiero saber bien qué hacer con lo que arde en mi alma. Encontrar un sentido a mi vida y darle cauce al río que corre por mis venas. Y descubrir que la renuncia es parte de mi camino. Y no es tan duro renunciar a muchas de las cosas que deseo. Esa renuncia es un bien que me da alas. Es un valor y no una carencia. Aunque duela. Pienso hoy en el acto de Abraham en Moria: «Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, en uno de los montes que yo te indicaré». Escucha la voz de Dios. Dios le había prometido antes las estrellas. Y ahora parece que quiere que le ofrezca el hijo que más desea. Parece su único camino para hacer realidad la promesa de plenitud que Dios le hizo cuando dejó su tierra. El acto de Moria es la renuncia más grande que puedo sufrir. Renunciar al único camino de plenitud y de esperanza que yo veo. Es entregarle a Dios lo que más quiero. Entregarle lo que creía que era también su deseo. Es poner en sus manos mi vida, para que no me aten mis miedos. Para no apegarme a mis sueños de forma enfermiza y apasionada. Supone renunciar al deseo más grande de mi corazón. Y surge la pregunta. ¿Cómo va a querer Dios que renuncie a lo que me hace feliz? El acto de Moria es un acto supremo de libertad interior. Abraham lo hace, obedece y entrega a su hijo. Si este es el camino trazado para él, lo besa, besa en él la cruz. Se libera. Se abandona. No cede a la esclavitud de su deseo. ¿No es cierto que a veces me apego enfermizamente a lo que más deseo? Mi pasión gobierna mi vida. Me apego a mi sueño de grandeza, de plenitud. Me dejo llevar por ese anhelo de hacer realidad todos mis sueños. ¿Qué sentido tiene esta renuncia? Abraham se libera. Entrega lo que más quiere y confía. Tal vez en la confianza está la llave para entenderlo todo. A menudo desconfío. No tengo claro que el camino que deseo no sea el que me hará pleno, feliz y libre. Y entonces me apego a lo que amo. ¿Para qué voy a renunciar a lo que me hace feliz? ¿Para qué entregar lo que me llena el alma? Aunque de primeras no lo parezca, esta renuncia me hace libre. Apaga los miedos. Doblega mis ansias. Cuando soy capaz de renunciar por amor. De colocar en Moria lo que amo por un amor más grande. Me hago más libre. Y entonces sucede lo imposible. Abraham recupera a su hijo. Es un milagro. La renuncia llena el cielo de estrellas: «Por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Porque me has obedecido». Muchas más estrellas que el dolor de la renuncia. Así es en mi vida cuando renuncio. El cielo se llena de estrellas. Dios siempre da más. No quita, sólo da. Tengo más paz. Soy más libre para ver el dolor a mi lado. Más libre para amar al que lo necesita. Más libre para ponerme en camino y recorrer los pasos de mi vida. Y Tal vez por eso tiene sentido el ayuno de este tiempo. Me prepara para poder realizar con paz cualquier renuncia. Dice el papa Francisco: «El ayuno debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre». El ayuno me capacita para la renuncia. Y mi renuncia me hace más hijo. Me hace más fuerte. Porque, ¿no es verdad que el temor a perder lo que amo me debilita? Es cierto. Cuando amo y me apego a lo que amo, me hago más débil. Más vulnerable. El amor es mi punto débil. El que me ata a la tierra y a mis sueños. El acto de Moria ensancha mi alma. Pone en su correcto sitio todo lo que amo. El hijo entregado en las manos de Dios Padre. Con la confianza plena puesta en Él. Dios sabrá cómo hará plena su alianza. La renuncia acaba con mis pasiones desordenadas. Le da paz a mi violencia. Calma mis gestos airados. Me hace más libre porque he entregado lo que más amo. Todos mis sueños. Y a cambio, recibo las estrellas del cielo. ¿Qué es aquello que más me cuesta entregarle hoy a Dios? Quiero educar mis deseos. Los pongo en sus manos. Me hago libre. Por eso me hace bien el ayuno. Educa mi ánimo de entrega. Me hace más generoso. Más abierto a la generosidad de Dios que siempre da más. Miles de estrellas, la vida fecunda. Pongo en primer lugar al otro. Paso yo a un segundo plano. ¿Es eso posible? A veces lo dudo. Mi vanidad, mi orgullo, mi egoísmo, mis ataduras. Pesan tanto mis cadenas de esclavo. Quiero aprender a renunciar por un amor más grande. Un sacrificio por amor. Es lo más grande que puede desear mi alma enferma.

Me gusta poder subir del desierto a la montaña: «En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús». Sube Jesús con sus elegidos. Con sus amigos más cercanos. Con aquellos con los que quiere compartir lo más sagrado. Allí muestra su gloria. Allí se hace presente su luz. Se transfigura dejándoles ver un poco del cielo. El alma encuentra la paz. Hay esperanza. Me gusta la montaña. La cumbre me permite tocar el cielo. Me siento más cerca de Dios. Y más fuerte. Los problemas se vuelven más pequeños desde la montaña. Casi desaparecen. Parece magia. Me gustaría pensar que ya no están. Como si hubieran desaparecido de golpe. Es la magia de la montaña. Comenta el P. Kentenich: «Al menos en innumerables pueblos se encuentra un respeto muy fuerte ante los montes. El escalar la altura de las montañas despierta simultáneamente la tendencia hacia lo alto, y cómo la tendencia hacia lo alto inspira también la escalada. Cuando anhelamos las montañas ¿qué significa? En este contexto pensamos en una conocida expresión de Santa Teresa la Grande: subir una topera no despierta fuerzas, pero al contemplar ante sí montes infinitamente altos, ¡cuántas fuerzas se despiertan!»[6]. Escalar a lo más alto del monte despierta lo mejor que hay en mí. Saca un fuego escondido que me anima a seguir caminando. Lo doy todo por llegar a la cima. Me hace aspirar a las alturas. Me gusta la montaña en la que sueño con lo más grande. No temo nada cuando miro la vida desde la cumbre. Me siento feliz. Me sé amado. En lo alto de la montaña casi toco a Dios, me siento más fuerte. Añade el P. Kentenich: «A los Montes se los percibe como símbolo de firmeza. Abajo en el llano: ¡cuánta fragilidad! Arriba sobre los montes, especialmente cuando era un macizo del monte: símbolo de lo constante, de lo permanente. Monte, un símbolo de poder y fuerza. Tan fácil no se puede arrancar un monte»[7]. El monte representa lo estable, lo duradero. Allí tengo paz. La firmeza del monte me sobrecoge. Brota la alegría y la esperanza. En el monte no temo, me siento fuerte y seguro. Pero en el valle toco la debilidad de mis pasos. La fragilidad de mi voluntad. Y me siento vulnerable. Los problemas me aturden y no soy capaz de salir de ellos. Por eso anhelo la seguridad del monte. Su estabilidad. Su firmeza. Me gustan los montes. Me da alegría subir a un monte. Añade el P. Kentenich: «Si no ascendemos más a la altura de los montes, tarde o temprano nos amargamos. Debemos entendernos ante todo y sobre todo cuando ascendemos, arriba en las cumbres más altas. Si nos llamó para ello, entonces nos regala también la virtud de la esperanza en forma de una confianza enorme y profunda»[8]. Escalar las cumbres me hace confiar. Tocar el cielo con mis pobres manos. Me gusta la audacia del que escala y llega a lo más alto. Así, de golpe, sin temer nada. Pienso en mi vida como un ascenso al monte de la vida. El monte de Dios en el que Jesús me espera. Me gusta ir con Él. Superar los obstáculos de la ascensión. Me faltan las fuerzas cuando comienzo a subir. Pero no temo. Sigo con mi paso firme. Es cierto que los altos ideales sacan lo mejor de mí. Las grandes metas. Los caminos más complejos. Una ruta sencilla no despierta mi alegría. Recuerdo la subida a un monte en el camino de Santiago. Esa etapa del camino despertaba temor, esperanza y alegría. Era el gran desafío en medio de un camino no tan exigente. Una subida a lo más alto exigía todas las fuerzas. Así es en mi camino. Lo de siempre, lo que controlo, lo que no es exigente, no despierta todas mis fuerzas. Siento que puedo con ello y no temo. Pero cuando el camino parece complicado y exigente, se despiertan las fuerzas de mi corazón. Subir a lo más alto, alcanzar las grandes cumbres. Hoy la exigencia del monte Tabor no parece excesiva. Jesús busca a Dios. Acaba de anunciar su pronta muerte. Sus discípulos tienen miedo. El monte Moria me habla de la exigencia de entregar al propio hijo como sacrificio. Parece imposible, un sinsentido. En ambos casos se despiertan fuerzas interiores. Es necesario mirar el corazón y buscar a Dios. Pedirle fuerzas para seguir ascendiendo. Una lucha constante. Un caminar hacia las cumbres. En ese ascenso quiero dejar de lado lo que me pesa. Voy más ligero de equipaje. Con el corazón apasionado. Con el alma sin peso. Me pongo en camino. Pienso en las cumbres que me desafían. Miro desde mi pequeñez lo que me turba. ¿Qué subidas me asustan e imponen? ¿En qué momentos de la ascensión siento que me faltan las fuerzas? Pienso en esta cuaresma como una subida a los montes más altos para superar mis miedos.

Pedro siempre dice con pasión lo que piensa. Hoy exclama con alegría: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro siente que está en casa. Está feliz. Se siente lleno de paz. Está alegre. Es como si los temores que tuvo en el valle, antes de comenzar el camino a la cumbre, hubieran desaparecido. Ya no teme. Quisiera estar siempre ahí, en el monte, con Jesús, con Elías, con Moisés. La ley y los profetas. La seguridad de saber que estoy en el lugar correcto. Es esa siempre la gran pregunta del alma. En el Santuario el P. Kentenich utilizó en el acta de fundación esta misma expresión de Pedro: «¡Qué bien estamos aquí, hagamos tres tiendas! Una y otra vez vienen a mi mente estas palabras y me he preguntado ya muy a menudo: ¿acaso no sería posible que la capilla de nuestra congregación al mismo tiempo llegue a ser nuestro tabor, donde se manifiesten las glorias de María?». En el santuario a menudo experimento lo mismo que Pedro. ¡Qué bien estoy, cuánta paz! Exclamo conmovido. Siento que tengo toda la seguridad del mundo recogida en mi alma. En María experimento la paz y el sosiego. Se calman mis miedos. Desaparecen las dudas. Es el monte más alto. No el más difícil de escalar. Porque es una gracia que Dios hace posible en mi alma. La gracia del arraigo. El descanso en Dios. «Podemos esperar la consecución de la paz perfecta y el sosiego y cobijamiento en Dios en la medida en que nos entreguemos sin reservas al Espíritu Santo»[9]. El verdadero cobijamiento es una gracia. No es simplemente una experiencia de cielo. Que ya es mucho. Es un permanente descanso en Dios. Allí se rompen mis miedos y angustias. Desaparecen las prisas. Me calmo en el Santuario. En mi monte. Allí echo raíces. Me siento seguro. El temor al futuro, a lo que no controlo, se calma. Súbitamente comienzo a ver que mi vida tiene sentido. Decía el Papa Francisco: «¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con la Virgen y San José, con mis santos protectores amigos para reposarme en sus exigencias – que son suaves y ligeras –, en sus complacencias – a ellos les agrada estar en mi compañía –, en sus intereses y referencias? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del Señor?». Pedro ve la gloria de Dios. Se relaja al ver la luz, la paz, la felicidad plena. No hay duda. El final no es la muerte. Jesús ya ha vencido y me muestra su victoria. Esa paz en Dios es lo que le lleva a Pedro a proclamar arrebatado su alegría. No quiere que pase lo que está viviendo. ¿No es verdad que hay momentos en los que deseo que lo que estoy viviendo dure eternamente? Sí, así es. Hay experiencias de paz en mi vida que me gustaría que no acabaran nunca. Hay personas que son Tabor, y con ellas tengo la misma experiencia. No quiero que se alejen. Porque su lejanía es ausencia, carencia, soledad. Y su presencia es la misma cercanía de Dios en mi vida. ¿Cuáles son esos momentos de Tabor que quisiera fueran eternos? ¿Y esas personas que son monte en mi vida, lugar de estabilidad y de encuentro con Dios? Hago memoria. Y pienso que yo también quisiera ser un monte Tabor para muchos. Ser monte, ser roca. Lugar de descanso y cobijo. Lugar estable y firme en medio de una vida que fluye. Decía el P. Kentenich: «Nosotros mismos debemos representar un Monte. O dicho con otra imagen, que se usa más a menudo, debemos representar un árbol, de cuyos frutos puedan alimentarse y saciarse siempre de nuevo todos los que lo rodean. ¡Fuerte como un Monte!»[10]. No sé si lo soy para algunos. Pero sí sé que otros lo son para mí. Le pido a Dios que me enseñe a descansar en Él para que mi corazón se llene y calme. En el santuario me lleno, descanso, para ser yo un santuario vivo entre los hombres. Es la paz que necesito para dar yo paz. Es el descanso que busco para ser yo descanso para otros. Es la fortaleza que necesito para sostener al más débil. No tengo la firmeza del monte, lo he comprobado. He visto tantas veces mi fragilidad que dudo permanecer estable. Pero sí sé que en mi corazón hay creencias tan arraigadas que me recuerdan las raíces de un monte. Nadie podrá nunca sacarlas de mi alma. Están allí acendradas y pase lo que pase no dudaré. Han sido purificadas en la prueba, han sido probadas en el crisol. Y permanecen allí inmaculadas. No se pierden. Busco en mi corazón la roca en la que me asiento. Busco mi Tabor personal donde toco a Dios. Esa experiencia es la que me salva. ¿Dónde he tocado a Dios en mi vida? ¿Dónde he exclamado como Pedro que no quiero que Dios pase de largo? Quiero que esta cuaresma sea un nuevo Tabor. Un lugar en el que se manifieste la gloria de Dios  y de María. Me detengo ante Dios, en su silencio. Busco el Tabor en el que mi alma es ella misma. Me siento arrebatado por la paz que encuentro. Me gustan los montes. Me gusta ese monte al que asciendo para acariciar la cima. Me gustan las personas que son monte, porque están más elevadas y cerca de Dios. Me gustan los lugares de Dios, elegidos por Él, bendecidos por su mano. En esos lugares está Dios presente y calma mis ansias, hace palidecer mis miedos. Allí me siento más seguro, más fuerte, más roca.

Me gusta escuchar a Dios hablando bien de Jesús, su hijo: «Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: - Éste es mi Hijo amado; escuchadlo». Es su hijo amado. Su predilecto. Es Jesús el hijo. Isaac era el hijo amado de Abraham y amado de Dios. Son hijos amados entregados en el amor. Pero, ¡cuántos hijos hay que no se sienten amados por sus padres! Un hijo que no sabe si su padre lo quiere. Que no lo ha escuchado nunca de sus labios. La carencia de un abrazo. El silencio que ahoga un «Te quiero». Un padre ausente. Una madre que no contiene y no abraza. Y el dolor del hijo como una punzada en el alma. La soledad que hiere. El amor ausente. Cuando mi corazón desea ser amado, ser predilecto, ser elegido, ser bendecido. Mi corazón está hecho para ser amado siempre. Y tantas veces soy herido. Por la vida, por los silencios, por los vacíos. Y noto la ausencia de ese padre que no me afirma, no me levanta sobre la tierra. No me hace creer que valgo. ¡Qué importante es que la familia sea el espacio donde me sé amado y encuentro la paz! Comenta el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «No hay familia perfecta. No tenemos padres perfectos, no somos perfectos, no nos casamos con una persona perfecta ni tenemos hijos perfectos. Tenemos quejas de los demás. Decepcionamos unos a otros. El perdón es vital para nuestra salud emocional y la supervivencia espiritual. Sin perdón la familia se convierte en una arena de conflictos y un reducto de penas. El que no perdona se enferma física, emocional y espiritualmente. Y por eso la familia necesita ser territorio de cura y no de enfermedad. El perdón trae alegría donde la pena produjo tristeza». Tantas heridas por no haber escuchado nunca un «Te quiero». O por haber experimentado el rechazo o la indiferencia. Necesito saberme amado. Necesito perdonar. Quiero tener ciertas certezas para poder levantarme cada mañana. ¡Cómo creer en el amor de Dios Padre cuando mi padre en la tierra no me ha mostrado cuánto me quiere! El otro día leía: «Es momento para la honestidad, para la verdad. ¿No crees que el Padre ama mucho a sus hijos, verdad? En realidad no crees que Dios sea bueno»[11]. ¡Cómo creer en ese amor intangible, cuando no he tocado el amor tangible! Cuesta creer en ese Dios bondadoso que no acaba con el mal. Que no me demuestra con hechos tangibles que me ama y elige. El corazón se rebela ante la injusticia. No tolera el desprecio. Necesito saberme amado para poder darme, para poder amar bien, sin mendigar, sin retener, sin herir. ¡Qué difícil! Tengo una idea equivocada de Dios. Porque quizás el amor humano de mi padre no me ha sanado en mi imagen. El P. Kentenich no tuvo un padre humano que lo amara en la tierra. Pero María sanó su corazón y llegó a tener una imagen de Dios infinitamente misericordioso. Toda su vida se centró en el deseo de entregar a sus hijos esa imagen de Dios: «La ley fundamental del mundo es el amor. Y no la justicia, como opinan muchos cristianos que tienen un temor servil ante Dios, y consideran que vivir es cumplir reglas todo el día. ¡Qué imagen de Dios tan equivocada y digna de lástima! Allá arriba está el Dios Justo; me ha vuelto a sorprender en una falta y me castigará a su antojo»[12]. Necesito que la imagen del Dios misericordioso esté viva en mi corazón. Un Dios que se alegra con mi vida en medio de mis caídas. Cuando no estoy a la altura que yo mismo me exijo. Cuando no cumplo todo lo que me propongo. Cuando no soy perfecto y sólo puedo pedir perdón. Necesito sentir el abrazo de mi Padre Dios que me perdona siempre. Me sostiene cada día en medio de mi vida. Y me recuerda que me quiere. Me ama como soy, donde estoy. Me mira como lo más precioso. Sana mis heridas para que no me duelan. Y me dice que soy su predilecto, su hijo elegido, su amor más grande. Aunque a veces, sin apenas darme cuenta, me veo mirando a Dios como ese juez implacable dispuesto a imponer justicia y acabar con la mediocridad de mi vida. Me veo juzgado y condenado. Me entristece ver cómo esa imagen de Dios juez se ha metido en mi corazón de hijo herido. Y no sé muy bien cómo. Tal vez en algún rincón de mis recuerdos familiares guardo heridas que no conozco. Hay palabras presentes en el aire de mis recuerdos que permanecen quietas esperando a que de nuevo las escuche. Palabras de reproche, de condena. Y, es curioso, las palabras de aceptación, de reconocimiento, tienen menos fuerza después de haber sido herido. Mil veces tengo que escuchar ese «Te quiero» para empezar a creer que es posible cambiar la imagen de Dios en mi alma. Necesito ver esos ojos conmovidos, con lágrimas, mirando mi tristeza. Y tocar con mis manos el perdón. Y acariciar una misericordia imposible cuando soy yo el que no perdona ninguna de mis faltas. Quisiera tener un corazón nuevo. Un corazón de niño. Es lo que me salva. Levantarme de nuevo en medio de mi barro y sentir que una mirada alegre sostiene mis pasos torpes. Quiero ser más niño. Más puro. Más ingenuo. Para asombrarme ante la vida y sonreír siempre. Decía el P. Kentenich: «No hay mayor felicidad para el hombre de hoy que la recuperación del sentir de niño frente a Dios»[13]. Necesito volver a sentirme como niño. Como Pedro que se alegra en ese monte al ver el amor de Dios. Ese Pedro niño que olvida por un momento los peligros y vive apasionado ese momento sagrado. Un corazón de niño que se sabe amado por Dios y confía y no teme. Quiero hablar de ese Dios que es padre bueno y misericordioso. Quiero tocar a Dios que me enseña a ser hijo para luego poder ser padre. Que me dice cuánto valgo a sus ojos. Y rescata mis victorias y mis logros. Ese Padre que me mira con beneplácito, conmovido. Haga lo que haga. Esté donde esté. No importa. El amor de Dios no cambia. Permanece. Hacen falta tantos hombres capaces de amar de forma incondicional. Haga lo que haga. ¡Qué difícil! Está tan condicionado mi amor. El amor saca lo mejor que hay en mí. Me hace capaz de lograr cosas grandes. Me hace confiado como los niños que descansan en la paz de su padre. Leía el otro día: «No se puede producir confianza, así como no se puede hacer humildad. Es o no es. La confianza es fruto de una relación en la que sabes que eres amado. Pero como no sabes que te amo, no puedes confiar en mí»[14]. Cuando no me sé amado. Cuando no escucho esa voz que me rescata de mi abandono. Cuando no me siento abrazado. En mi soledad y ausencia de amor, desconfío. La confianza sólo crece en medio del amor, en medio de un abrazo. Un niño amado confía y se abandona. No cuestiona el amor del Padre que lo ama. Me gustaría ser siempre así. Un niño confiado. No quiero dudar nunca del amor de Dios. Ni tampoco del amor de los hombres.
 

[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 77
[2] La infancia de Jesús, Benedicto XVI, J. Fernando del OSA Río
[3] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus
[4] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[5] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad
[6] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[7] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[8] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[9] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[10] J. Kentenich, Conferencias de Sión
[11] Young, Wm. Paul, La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra Con la Eternidad
[12] Christian Feldmann, Rebelde de Dios
[13] J. Kentenich, Niños ante Dios
[14] Young, Wm. Paul. La Cabaña: Donde la Tragedia Se Encuentra Con la Eternidad 
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