Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Dios visita las cárceles (1)

por Jorge López Teulón

El Padre Agustín Rösch, S. J., (Schwandorf, 1893 – Munich, 1961) fue víctima de los nazis y huésped de la célebre cárcel Moabit (usada por la Gestapo) en la ciudad alemana de Berlín. Parte de sus recuerdos de aquellos días de pesadilla fueron publicados hace cincuenta años por la revista An unsere freunden, editada por la Provincia de la Compañía de Jesús de Alemania Superior, de la que dicho padre fue provincial. El Padre Rösch recibió la Gran Cruz de la Orden del Mérito de Alemania occidental. El mismo nos narra su epopeya.
 
En manos de la Gestapo
 
Una fría tarde de invierno nos encontrábamos en la estación de Múnich-Passing, fuertemente escoltados, el anciano párroco Neumaier, esposado con otro sacerdote muniqués, el Hermano Paul Moser, S. J., y yo. Se estaba mal allí. Era demasiado el odio y el desprecio que se respiraba contra nosotros. Pocos se atrevían a mirarnos con simpatía. En un tren suburbano fuimos trasladados a Olching; y desde allí, en el rápido Múnich-Berlín, ¡y en segunda clase!, fuimos a Berlín para la instrucción de nuestro sumario por un tribunal popular.
 
Nuestros guardianes eran un oficial de la Gestapo y un centinela. El aspecto del primero era poco tranquilizador. El segundo parecía bueno. El oficial rugió: -Hay que poner a esos perros jesuitas de manera que no puedan hablarse. Pero el centinela se arregló para que pudiésemos estar juntos, nos dejó rezar el rosario, aun estando esposados uno con otro, y aun pudimos hablar cuando los demás dormían.
 
En cierta ocasión en que el oficial salió del departamento, el centinela se dejó llevar de sus buenos sentimientos, y nos dijo que él regresaría a Múnich, y nos comunicó nuestro destino… Y así ocurrió que después durante un interrogatorio en Berlín el mismo oficial de la Gestapo me gritó enfurecido:
 
-¡Tú, jesuita, hijo de perro! ¿Cómo te las has arreglado? Os traemos en secreto a Berlín para que nadie sepa vuestro paradero, y ya tenéis una carta cada uno con vuestra dirección completa. ¡Desembucha! ¿Cómo lo hiciste?
 
No sabía él la buena noticia que me daba: ya estaban enterados en Múnich, aunque esa carta nunca llegase a mis manos. Pero el corazón me traqueteaba violentamente: no podía poner en peligro al buen centinela. ¡Ángel de mi guarda, ayúdame! Y él me sugirió la respuesta:
 
-¿No se lo habrán comunicado oficialmente?
-De todo serían capaces esos animales de Baviera. ¡Qué estupidez!
 
Pero se tragó la posibilidad de la estupidez de mis paisanos de Baviera, y desapareció el peligro para el buen centinela[1]. Llegados a la estación terminal de Berlín nos sentaron en un banco de una de las dependencias. El párroco me susurró al oído:
-Aquí en Berlín nos matarán. Démonos la absolución.
 
Y así lo hicimos en silencio sin que nadie pudiera advertirlo. Solo Dios sabe qué fuerza y qué consuelo da en esos trances la gracia del sacramento.
 
En la cárcel Moabit de Berlín
 
Pronto nos trasladaron en un coche a Berlín-Moabit, donde un enorme edificio hacía al mismo tiempo de cárcel y penitenciaria, a la cual quedamos incorporados. Atravesamos varias puertas y pasillos hasta la oficina de inscripción. Se nos colocó de pie con la cara hacia la pared hasta casi tocarla con la nariz. Así habíamos de contestar. Estábamos agotados y la posición era muy deprimente. Por eso, al cabo de un rato de vacilaciones, volví la cabeza. Lo que entonces experimenté me infundió tal terror, que no volvía a mover la cabeza. Poco a poco fui advirtiendo en qué manos habíamos caído, y qué querían de nosotros.
 
La inscripción fue rápida: datos personales, entrega de todo cuanto teníamos excepto el traje y un poco de ropa interior. Al contrario de mis otros compañeros no pude retener el Breviario ni el rosario. Pero pude guardarme dos pequeños objetos que no llegaron a descubrirme, y sin los cuales –por extraño que a primera vista pudiera parecer- no hubiera podido llevar a cabo mi apostolado ulterior en la cárcel, que por otra parte estaba rigurosamente prohibido: dos imperdibles.
 
Para alejar toda posibilidad de suicidio tuvimos que entregar también los cordones de los zapatos. Cuando andando el tiempo fuimos enflaqueciendo por el hambre, nos era forzoso pasar por la humillación de tener que sujetar continuamente los pantalones con la mano. Por muy incongruente que parezca, sin esos imperdibles me hubiera sido muy difícil el poder celebrar la Misa, distribuir la Comunión y asistir clandestinamente a los condenados a muerte.
 
Durante la inscripción nos quitaron también las esposas que traíamos desde Múnich. Pero en su lugar nos pusieron otras: unas pulseras de acero de manera que quedaban ambas manos y dedos juntos por su cara interior. No quedaba casi posibilidad de movimiento, y el pecho estaba continuamente oprimido, lo cual aumentaba indeciblemente las molestias. Pero al menos, ¡gracias a Dios!, era yo el único esposado. Los otros tres estaban allí delante, y se vieron libres de ello. Yo quería conocer el motivo exacto de esta excepción.
 
A pesar del gran miedo que me invadía, se lo pregunté al oficial de la Gestapo que nos había conducido: -¡Ah!- rezongó con desprecio. –Ya te diré por qué. Se os esposa a los condenados a muerte o a los que vais a ser ajusticiados sin proceso, para evitar el que os escapéis durante la noche o durante los bombardeos. Y has venido esposado en el tren para quitarte la posibilidad de un suicidio.
 
Le miré de hito en hito un buen rato. No quería darle la alegría de que advirtiese el miedo cerval que empezaba a invadirme. Finalmente gritó: -¡Largo de la oficina! ¡A la celda!
Pero la crueldad y la bondad van siempre juntas. El comandante de la penitenciaría –también oficial de la S. S.- sugirió, con intención de ayudarme:
            -Es un sacerdote católico y no se estrangulará. No necesita esposas.
            -Que siga con esposas, gritó el otro. Y salió de la oficina.
 
 
La celda 547
 
            El comandante intentó consolarme:
            -Señor cura (¡qué curioso se me hacía aquel apelativo!), no se deje abatir. Levante siempre la cabeza. Voy a proporcionarle una buena celda. Desgraciadamente no puedo hacer nada contra la Gestapo…, pero ¡anímese! Vamos.
 
Consultaba sus libros.
-Le pondremos en la 547. Es una celda bastante limpia.
 
Le di las gracias por su bondad. Desgraciadamente tiempo después, a principios del 45, fue asesinado por la Gestapo. Un guardián me condujo por unas escalerillas de hierro hasta la celda 547. Era muy tarde: medianoche de un sábado. Los pasillos estaban en completo silencio. No vi a nadie fuera de mi centinela. Llegamos a la celda, retiró el cerrojo, abriendo, me empujó al interior, corrió el cerrojo, echó la llave a la cerradura.
 
Inesperadamente encontré en la pared que daba hacia el este una cruz arañada con la uña sobre la cal, y más allá a trechos iguales, otra y otra cruz, hasta catorce. Y en el lugar que correspondería a una decimoquinta, la palabra Aleluya. De modo que hubo alguien (¿quién habría sido?, ¿viviría aún o ya habría ido a gozar del eterno aleluya?) que en su soledad y abandono se había hecho con aquellas incisiones un Viacrucis para sacar de la contemplación de la Pasión fuerza para llevar su propia cruz. “Te adoramos Señor y te bendecimos, pues por tu santa cruz redimiste al mundo y llenaste de consuelo a los pobres cautivos”. Estaba acabando el primer viacrucis en la celda, cuando descubrí, también mediante las incisiones del muro, un pequeño cementerio. Leí:
           
22-VII-1944: 18. Y al lado había dieciocho crucecitas.
24-VII-1944: 20. Y al lado otras veinte crucecitas.
 
Del mismo modo estaban consignados una serie de días. ¿Quién había hecho esto en memoria de sus camaradas? Al final estaban las tres grandes letras del amor y del consuelo: R. I. P., descanse en paz.
 
Pero desgraciadamente, también tenía su parte el diablo. Junto a unos dibujos espantosos, había palabras terriblemente blasfemas, llenas de un odio frenético contra Dios, de horrorosa desesperación humana, reveladoras de la más profunda miseria espiritual. Aquello me impulsaba a orar, sobre todo con las palabras de Completas que me vinieron incontenibles a la mente: “Visita, quesumus Domine, habitationem istam… Visita, Señor, esta morada y aparta de ella todas las asechanzas del enemigo. Que tus santos ángeles habiten en ella y nos guarden en paz. Que tu bendición permanezca siempre conmigo, por Jesucristo Nuestro Señor. Amén”.
 
La visita del Señor
 
Pronto, mucho antes de lo que yo podía imaginar, pero menos de lo que yo deseaba, vino a visitarme el Señor, el mismo Jesucristo-Eucaristía.Fue así: ya en la segunda mañana, no había podido dormir a causa de las esposas y estaba aún tumbado sobre el camastro, se deslizó inesperadamente en mi celda un recluso, lo cual estaba prohibido bajo rigurosísimas penas, incluso la muerte. Se me acercó, y me preguntó con voz queda:
 
-¿Qué tal va eso, Padre?
 
Me pasó un relámpago por la mente: “Me ha llamado Padre. ¿Cómo sabe que soy un Padre? ¿Es un espía? ¿Debo confiarme?” Él notó mi recelo:
 
-Padre, no tema. También yo estoy preso, católico, médico. He sabido que estaba usted aquí y quiero ayudarle.
 
-¿Tiene usted permiso?
 
Se sonrió.
 
-¿Permiso? No, pero me he atrevido. Tengo que marcharme en seguida. ¿Querría comulgar mañana?
 
La escena se me hacía tan rápida como una película. Allí, en un correccional de las S. S., donde no puede entrar un capellán ni para ayudar a los que van a morir.
 
-Padre, deprisa, ¿la quiere?
 
-Por supuesto, claro.
 
-Entonces, mañana por la mañana, si Dios quiere. Y salió disparado.
 
¿No podría yo haberme preguntado: es sueño o realidad?
 
La noche siguiente hubo un ataque aéreo. Nosotros permanecíamos encadenados en las celdas. Los destrozos de las bombas incendiarias se atajaron con gran esfuerzo. Hacia las cuatro se repitió el bombardeo. Temía que el médico no pudiera volver. Pero volvió.
 
Inesperadamente lo vi dentro de mi celda, durante el aseo, por las mañanas, las celdas quedaban abiertas, y arrodillado ante mí. Me alargaba una bolsita de lino, y me susurraba en voz baja:
 
-Padre, aquí está el Señor. Hay dos Sagradas Formas. Mucho cuidado en los registros. Por favor, bendígame a mí, a los míos y a todos los de esta casa.
 
Yo levanté al Señor Sacramentado con mis manos esposadas y le bendije. Me dio las gracias apresuradamente y se marchó. Me quedé yo solo. Mejor dicho, solo no: estaba con Jesús, presente en el Santísimo Sacramento: Se nascens dedit socium, convescens in edulium, se moriens in pretium, se regnans dat in paemium.
 
Por la bondad y sacrificio de unas mujeres de Berlín, y de unos niños que siempre hallaban modo de pasar la Comunión a los presos a pesar de centinelas, guardianes y registros, aquella celda fría, desnuda y cruel, se había transformado en una capilla íntima; y así siguió siéndolo, por la bondad del Señor, durante todo mi cautiverio, hasta que llegó la hora de salir, arrebatados a la muerte, el pequeño número de supervivientes, resto de los incontables centenares de Moabit.
 
Al día siguiente o a los dos días, recibió también la Comunión el Hermano Moser, cuya celda estaba un piso más arriba que la mía. Ya teníamos allí una iglesia con el Santísimo. Dios mismo había puesto el germen de una parroquia: una parroquia que Él quería evidentemente que existiese en el silencio y clandestinidad de aquellos hombres puestos a prueba hasta lo indecible en aquel Moabit siniestro, a pesar, o quizás, a causa de la inhumana prohibición de que un sacerdote del exterior pudiese asistirles en tan terribles trances. Era una misión singular y maravillosa. Pero Dios supo mostrarme el camino y hacer que encontrase colaboradores.
 
Comienzan los contactos
 
En una de las primeras inspecciones de las celdas, el vigilante dejó caer sin darle importancia:
 
-¡Bueno! Total, a mediados de febrero, lo más tarde, todos los presos estarán juzgados y ejecutadas las sentencias.
 
No sabía si lo decía con buena o mal intención. En todo caso ya sabía que me quedaba poco tiempo, y el tiempo era precioso. ¿Cómo me las arreglaría para prestar a los demás mi ayuda sacerdotal estando incomunicado? Dios me mostró el camino. Enfrente de mi celda había un recluso siempre encorvado hacia delante y sin poder enderezarse. A pesar de la estricta prohibición me aventuré a preguntar a uno de los centinelas que no parecía tener cara de mala persona:
 
-¿Qué tiene ese de enfrente?
 
-Hambre. Se está muriendo de hambre
 
Nos daban por la mañana un cazo de sopa. Eran raros los días que flotaba algún guisante, y rarísimo los que añadían unas 5 ó 6 patatas cocidas con su cáscara y un poco de salchichón. Por la tarde, otro cazo de sopa y una o dos rodajas transparentes de embutido. Eso era todo. Como los primeros días no me quitaban las esposas para comer –y ello contribuía a quebrantar el estado de ánimo- me veía obligado a sorberla como hacía el perro de casa. Pero la sopa estaba demasiado caliente. Apenas podía resistirla en la boca. Con hambre o sin hambre yo renunciaba a ella. Pero tampoco podía devolverla, y vi la posibilidad de hacer una buena obra. Rogué al centinela que pasase mi sopa al pobre prisionero hambriento que tenía enfrente de mí.
 
-Prohibido. Rigurosamente prohibido.
 
Yo insinué:
 
-¡Ayúdele!
 
-Usted debe alimentarse. Le esperan largos y numerosos interrogatorios, y le aseguro que son terribles. Debe estar fuerte para no denunciar a los demás.
 
Moví la cabeza.
 
-Bueno, voy a llevársela.
 
Al cabo de un cuarto de hora, volvió a descorrerse el cerrojo de mi celda:
 
-Ahí tiene su escudilla. El otro le da las gracias. Estaba desesperado… Nunca había tenido tanta sopa desde hace mucho tiempo. Dice que pedirá por usted.
-¿Cómo se llama?
 
-No puedo decírselo (y volvía apresuradamente la cabeza temiendo ser espiado. La prisión estaba construida de modo que corría un pasillo a lo largo de las paredes, y el centro de la gran nave era un gran hueco desde el piso al tejado. De esta manera desde cualquier punto podía hacerse una extensa vigilancia). Y tenga cuidado. No debe hablar a cualquier centinela. Los hay muy rigurosos que llegarían a denunciarle; en ese caso, le espera el pabellón de castigo, siempre sin luz, con palizas, sin comer, y aún el mismo centinela se tomaría su comida.
 
Insinué rápidamente una pregunta:
 
-¿Cómo sabré quién es bueno?
 
Él se marchó. Hizo una ronda y volvió a pararse ante mi celda.
 
-¿Es usted cristiano?
 
-Sí
 
-¿Usted no traiciona?
 
-No. Se lo aseguro delante de Dios
 
-Entonces, escuche. Le diré claramente cuáles de los centinelas que hacen guardia por turnos de ocho días son buenos, y cuáles peligrosos. Yo le señalaré los buenos.
Esos buenos guardianes (a alguno de los cuales pude socorrer después de la guerra como emigrados), me procuraron en la prisión un poco de sopa, unos trozos de pan, algunas patatas. Más tarde recibí por medio de algunos caritativos señores y señoras de la ciudad, cuyos nombres no recuerdo desgraciadamente, algunos donativos que yo hacía distribuir discretamente. Así me fue posible, también, mantener contacto con el Hno. Moser a través de mi guardián, enviarle saludos, y pasarle algunas cartas. Qué felices momentos cuando se acercaba el centinela con algo en su mano y me decía:
 
-De su amigo suizo del piso de arriba. Se encuentra bien y animoso, y le envía sus mejores deseos.
 
La gracia de Dios en el camino
 
Al cabo de algunos días me llamaron al despacho general, junto con otros presos. Debían trasladarnos para el interrogatorio ante el Tribunal Central de Seguridad del Reich. El que iba sentado junto a mí, temblaba lastimosamente. Tenía larga experiencia de lo que eran interrogatorios y torturas. Intenté tranquilizarle mientras ponía mis manos esposadas sobre las suyas. Se conmovió profundamente, y me miraba con mansedumbre y agradecimiento al tiempo que susurraba:
 
-¿Católico?
 
-Sí. Sacerdote católico
 
-¡Oh! Deme la absolución
 
Yo asentí con la cabeza y le dije en voz baja:
 
-Jesús, misericordia. “Ego te absolvo…”
 
Nunca podré olvidar la luz que empezó a brillar en sus ojos. No le volví a ver. El Señor le había visitado y le había enviado un sacerdote en su último camino. La gracia de Dios pasa las rejas.


[1] Cuenta el padre Rösch que en 1947 tuvo ocasión de verse otra vez con el centinela. Ambos se alegraron del encuentro; nunca nadie llegó a sospechar que él mismo había sido el mensajero
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