Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

De los carmelitas asesinados en Carabanchel


El 17 de agosto, milicianos de la Casa del Pueblo irrumpieron de modo tumultuoso en el asilo que hacía de cárcel y allí detuvieron a los nueve carmelitas y a los dos agustinos. De ellos, tres quedaron en libertad, los dos agustinos, de 16 y 17 años, y un carmelita, de 17 años. Los ocho restantes fueron fusilados aquella misma noche.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

Días atrás se formó un buen revuelo en los medios informativos insumisos a la dictadura progre, quejándose o protestando de la alcaldada perpetrada por los podemitas que rigen Madrid bajo la batuta de la comunista Manuela Carmena, los cuales mandaron retirar del cementerio parroquial de Carabanchel Bajo una placa en el lugar donde fueron asesinados el 18 de agosto de 1936 ocho frailes estudiantes de teología pertenecientes a la Orden del Carmelo de la Antigua Observancia o carmelitas calzados.

El terrible acontecimiento, uno entre muchos que sucedieron en la zona “roja” durante la guerra civil española, sobre todo al principio, a mí me toca de cerca porque se inició en Onda (provincia de Castellón y entonces diócesis de Tortosa), donde nací y crecí hasta los 19 años. Y allí sigue toda mi familia. La población de Onda era en aquella época de unos 7.500 habitantes, ahora pasa de 25.000.

La orden carmelitana tenía en Villarreal el seminario menor, y a quince kilómetros tierra adentro estaba el teologado, distante kilómetro y medio del centro de Onda, en un paraje junto al depauperado río Sonella. El convento, de grandes proporciones, fundado en 1565, se halla en las primeras estribaciones de la sierra de Espadán, allí donde la Plana se rinde ante los picachos de unos montes agrestes y bravíos.

No era la primera vez que el convento sufría la barbarie cristófoba, ya que en las matanzas de frailes de 1835 algunos de sus moradores fueron víctimas de aquellos motines fomentados por las logias masónicas. También por aquellos parajes anduvo de correrías bélicas el caudillo carlista Ramón Cabrera, “el Tigre del Maestrazgo”. Y en 1526, la rebelión de los moriscos, en tiempos del rey Carlos I.

El vía crucis de aquellos jóvenes carmelitas empezó el 27 de julio, en que comenzó la desbandada de los 27 moradores que tenía el convento, entre profesores y alumnos. El alcalde, de apellido Feliú, socialista, los protegió cuanto pudo, pero la llegada al pueblo desde Barcelona de los Mochento, dos hermanos anarquistas, hijos de la localidad, lo puso todo patas arriba. El alcalde les proporcionó salvoconductos a todos para que se marcharan.

Los superiores acordaron que cada cual se dirigiese a su domicilio familiar, donde lógicamente encontrarían refugio o escondite más seguro. Los oriundos de aquella región lograron escapar con facilidad. El resto, una veintena, entre padres y estudiantes, se desplazaron a Villarreal, donde a las ocho de la mañana del día siguiente tomaron el tren que los llevaría a Valencia. En el recorrido, de apenas 65 kilómetros, sufrieron tres retenciones con interrogatorios, registros y trato hostil, por parte de piquetes anarquistas alertados de antemano. Una en el propio Villarreal, otra en Sagunto y, finalmente, la más penosa de todas, en el Cabañal, ya a las puertas de Valencia.

En la capital, el grupo fue internado primero en el centro comunista, y de allí a la Jefatura de Policía, donde quedaron detenidos los hermanos de sangre y de religión Juan de la Cruz y Felipe García. Restaban ya sólo 16 carmelitas, a los que proporcionaron salvoconductos hasta Madrid. Pero antes fueron llevados al comité revolucionario instalado en el convento de las agustinas de la calle de San Vicente, donde de nuevo se les interrogó. Devueltos a la estación, partieron hacia Madrid en el tren de las nueve de la noche, bajo la custodia de un pequeño grupo anarquista, cuyo jefe les dispensó un trato benigno y hasta protector.

Durante el recorrido alguno logró escapar, aprovechando cualquier descuido de los guardianes. Otros fueron segregados del grupo, como el padre Rafael Sarriá, asesinado más tarde en Algemesí, y los hermanos Florencio Marquínez y Ángelo Martín, desaparecidos posteriormente.

El grupo restante, formado por nueve estudiantes, tenía el propósito de cambiar en Madrid de estación y llegar a Segovia, pero a últimos de julio eso era ya totalmente imposible. De modo que sus custodios los dejaron en el albergue para pobres y vagabundos de Asistencia Social del barrio de Delicias. Allí encontraron a dos estudiantes agustinos de Uclés, un anciano padre capuchino y cinco monjas.

Los nueve que todavía seguían vivos, pasaron primero por el ministerio de Trabajo, luego fueron recluidos en hotel Doñaiturria, en la plaza del Ángel, y por último en el asilo de ciegos de Santa Catalina, situado enfrente del noviciado y sanatorio de las Hermanas Carmelitas de la Caridad (Jaime Girona, 13), a la sazón sede de la Casa del Pueblo.

El 17 de agosto, milicianos de la Casa del Pueblo irrumpieron de modo tumultuoso en el asilo que hacía de cárcel y allí detuvieron a los nueve carmelitas y a los dos agustinos. De ellos, tres quedaron en libertad, los dos agustinos, de 16 y 17 años, y un carmelita, de 17 años. Los ocho restantes fueron fusilados aquella misma noche del 17 al 18 de agosto, en el cementerio de Carabanchel Bajo. La lápida que conmemora tan luctuoso y bárbaro suceso, de nuevo repuesta en su lugar, fue colocada en el XXV aniversario de los hechos.

Los asesinados fueron:

Daniel García Antón, de 22 años, natural de Navacepeda de Tormes (Ávila).
Adalberto Vicente Muñoz, 20 años, de Cuéllar (Segovia).
Silvano Villanueva González, 20 años, de Huérmeces (Burgos).
Aurelio García Antón, 20 años, hermano de Daniel.
Francisco Pérez Pérez, 19 años, de Ros (Burgos).
Ángel Regulón Lobato, 19 años, de Pajares de la Lampreana (Zamora).
Bartolomé Andrés Vecilla, 19 años, de Pajares de la Lampreana (Zamora).
Ángel Sánchez Rodríguez, 18 años, de Pajares de la Lampreana (Zamora).

En el acta de defunción de cada uno de ellos se hizo constar “Fallecido a causa de traumatismo por arma de fuego”. A otros muchos ni siquiera se les extendió acta de defunción tan aséptica.
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