Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Corren tiempos de un necesario apostolado

por Guillermo Urbizu



Para Carlos Marqués, in memoriam


¿Qué dices? ¿De qué vas? ¿Qué se te ha perdido a ti en la vida de los demás? Déjalo estar y a lo tuyo, que bastante tienes con lo que tienes. Se trata de algo trasnochado, propio de una mentalidad casi medieval. No se pueden imponer las creencias de cada cual. Hay que respetar la intimidad, cada uno es muy libre de hacer y pensar lo que quiera, pero sin incordiar. Son asuntos demasiado delicados y la gente se puede molestar. Venga, hala, sigue con tus libros o con lo que sea lleves entre manos. Reza lo que te apetezca e híncate de rodillas en medio de lo que quieras, pero guárdatelo para ti. La religión no se ventila en conversaciones variopintas, por más confianza que tengas. Dar la murga en asuntos de este tipo es más propio de sectas y grupos así. Se agradece tu interés, pero no, cambiemos de tema. No me seas plasta.

Palabra arriba o palabra abajo esto es lo que se piensa del apostolado, del celo apostólico que ha caracterizado desde el mismo Cristo, o sea, desde su inicio, la labor de la Iglesia. “Id y predicad el evangelio”. O: “desde ahora seréis pescadores de hombres”. Se denigra porque se da pábulo al manido lugar común de que de trata de una vulgar comedura de coco, de una sarta de mentiras o de lúgubres propósitos que vaya usted a saber, etc. Tampoco hace falta decir más sobre ello. Pero hay varios asuntos que hay que distinguir muy bien. Cada uno es mayorcito para hacer y decir a sus amigos -¡sólo faltaría!- lo que le venga en gana, con un absoluto respeto a su libertad de conciencia. Y cada uno es asimismo libre para decir que nones. Mira querido, prefiero que no me digas nada sobre esto, que yo de momento me arreglo solito con las cañerías de mi alma. Y punto. Y tan amigos, como siempre. Otro tema que me parece importante sobre el particular es que el apostolado cristiano no es una captación. El que lo piense yerra de plano. Miremos a Cristo, observemos de cerca la extremada delicadeza con la que trata a las almas y sigamos Su ejemplo.

El apostolado cristiano es fruto de un profundo amor a Dios, lo que tiene como natural y principal consecuencia, el amor a los demás. El verdadero apostolado -que siempre es personal- no puede darse sin una intensa vida interior. Quien crea que obedece a una estricta propaganda de consignas es que es idiota. De solemnidad. Quien crea que puede germinar sin oración y sin un auténtico cariño es que no se ha enterado de nada. Quien piense que puede haber apostolado exclusivamente desde unos presupuestos muy píos -con adoctrinamiento a secas- es que vive en otro mundo. Muchas veces bastará con el propio ejemplo de vida cristiana. Esto es un valor en alza. Porque la coherencia se ve, se percibe, se nota. Y la alegría que la acompaña atrae sin remedio, contagia. El amor nos llena de vitalidad y gozo, y es imposible no contárselo a nuestros amigos, con pasión, con naturalidad. Sale sin querer. El apostolado es en primer lugar mostrar en confidencia nuestra alma. Deseos, inquietudes, aprietos… El apostolado en realidad es una prolongación de nuestra conversación con Dios. ¿Resultado? Nos preocupan las almas y la felicidad de los que nos rodean. ¡Menudos cristianos de pacotilla seríamos si el prójimo nos fuera indiferente, si el apostolado resultara ser para nosotros un pegote o una carga!

¿Desde cuando a un cristiano de pro no le preocupan las almas de sus amigos (y de los que no lo son)? El apostolado es rezar por ellos, sí, pero también es dedicarles tiempo y tomar una cerveza o ir al cine. Es acordarnos de su cumpleaños o santo; es escribir una carta o postal; o es llamarles en seguida para aconsejarles el último gran libro que hemos leído. El apostolado es querer a la gente; es tener la necesidad de quererles más todavía. Más, más aún. Sin melindres. “¿De dónde me vendrá esta tristeza?”, me dijo en una ocasión un amigo. Es hacer nuestras sus cuitas, su dolor, sus penas. La gracia de Dios nos lleva en volandas. El apostolado, en fin, es la necesidad que tiene el corazón de darse a los demás. Sin querer imponer nada, pero sin avergonzarse de nada, que ya vale de sacristías y complejos. Y corren tiempos en los que las personas andan especialmente necesitadas de autenticidad, de llamar a las cosas por su nombre (al pan pan y al pecado pecado y a la resurrección resurrección), de que se les hable sin las acostumbradas y necias vacuidades. Y tarde o temprano, en esa conversación, surgirá Dios. Es inevitable. Surgirá la posibilidad de hacer lo mismo que hacemos pero de manera más infinita. Y si cada cristiano es coherente con su creencia -en la familia, en el trabajo, en el ocio, etc.- y es apostólico, se acrecentará la esperanza de un mundo mejor. No tiene vuelta de hoja.

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