Viernes, 29 de marzo de 2024

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¿Cómo se desactivará la bomba financiera sobre la que vivimos?

por Apolinar

Durante la llamada Guerra Fría el mundo estuvo al borde del desastre nuclear. Tanto fue así, que algunos gobiernos exigieron que las casas se construyeran con suficientes refugios nucleares para todos sus habitantes. Esto no fue un capricho o una excentricidad nórdica. Fue una medida racional de seguridad como el estudio de la crisis de los misiles de 1962 luego ha venido a demostrar. Al final, la guerra fría pasó y se desactivó esa amenaza nuclear. Esos refugios ahora solo se usan como trasteros o bodegas de vino.

Hoy, también, el mundo vuelve a vivir una situación delicada y explosiva. Esta vez no viene por las tensiones políticas entre dos bloques militares con capacidad para hacer saltar el mundo por los aires, sino por un volumen monumental de deuda sobre la que flotan las economías y que pueden acabar enguyéndose buena parte de nuestra riqueza.

Hemos vivido años de un crecimiento económico envidiable. Sí, pero buena parte de este crecimiento ha sido forzado por la sobre-abundancia de crédito que ofrecían los bancos, y no por construir una estructura productiva que sostuviera ese crecimiento como hubiese sido lo deseable. La abundancia de crédito trajo la felicidad, y muchos vieron como sus carteras se llenaban casi de forma espontánea, ¿para qué pensar en nada más?

Sin embargo, la naturaleza tiene sus leyes y a esas leyes no se las puede engañar. Una de ellas es que una economía podrá endeudarse en la medida en que haya ahorradores dispuestos a sacrificar parte de su consumo presente para transferir recursos reales, ocultos tras la apariencia de dinero, a los demandantes de recursos reales, también ocultos tras la apariencia de dinero. Una ley no muy divertida que habla de ahorro y esfuerzo para seguir prosperando, pero una ley a la que no se la puede engañar por mucho tiempo.

La cigarra mientras canta mira con desprecio a la hormiga que ahorra para el invierno. El sueño es crecer sin ahorrar, así que lo mejor, nos dicen algunos economistas, es que los bancos simulen que prestan un dinero que no tienen, generando crédito de la nada contra cuentas corrientes cuyos saldos son tan buenos como el dinero de verdad.

Sin embargo, prestar como si se tuviera lo que no se tiene se parece mucho al delito de estafa. Así que entre todos se las arreglaron para que los gobiernos otorgaran a los bancos uno de los privilegios más lucrativos que existen: poder crear tanto crédito de la nada como sean capaces, sin ningún ahorro previo y sin más restricciones que unos pequeños requerimientos de capital.

Cuando más crédito sea capaz de generar de la nada un banco, más rentable y más poderoso será. Así, la banca, un sector que debería estar al servicio de las actividades productivas, se ha convertido en el sector estrella de la economía y el más rentable de todos, hasta el punto de que ha hecho necesario distinguir entre "economía real", la de verdad, de la "economía financiera", la que el sistema financiero es capaz de crear de la nada. Muchas de las mentes más brillantes en físicas y matemáticas de las universidades ya no sueñan con desarrollar sus carreras, sino con ingresar en un banco de inversión para diseñar instrumentos financieros con los que se pueda seguir aumentado el volumen de deuda y generar más, muchos más beneficios.

Prestar sin la necesidad de ahorrar es, sin embargo, una mentira con las patas cortas. Tarde o temprano habrá que devolver esas deudas generadas de la nada en la alegría y la irresponsabilidad y, salvo que los bancos sigan generando más y más crédito, se descubre que la economía se centró en expandir una serie de actividades que la sociedad realmente ni deseaba en esa medida ni necesitaba. Después de la euforia del crecimiento y de las burbujas sobre el activo que se haya mitificado, se hace evidente que muchos negocios no sirven para nada, están quebrados, se acabó la fiesta. Se podrá aplazar el reconocimiento de las pérdidas, pero la realidad terca seguirá ahí: mucho de ese crédito es incobrable y como un tumor maligno sigue creciendo.

En esta última crisis, la fiesta ha sido aún más salvaje de lo habitual. La innovación financiera y la falta de acierto de los reguladores para entender y controlar lo que pasaba permitió al sistema financiero, impulsado por una creación incontinente de crédito bancario, a inflar la economía hasta niveles inimaginables. Y así vimos cómo durante los años que precedieron al estallido de esta crisis, el problema no era encontrar crédito para financiar un proyecto, que debería ser lo normal, sino encontrar proyectos o deudores a los que poder colocar todo el crédito que el sistema financiero era capaz de crear.

El volumen de pérdidas es muy elevado, y no queda más remedio que asumirlas. Muchos (y esperemos que no sea la gente inocente) tendrán que perder buena parte de sus patrimonios, de sus fondos de pensiones, de sus ahorros. Pero si ese fuera todo el problema, con ser dolorosísimo para muchos, la bomba quedaría desactivada y el deseo de todos de prosperar en un entorno de libertad se encargaría de levantar de nuevo la economía.

Sin embargo, esta vez el problema se complica más con la terrible expansión de la innovación financiera durante la última década. Sobre todo de los derivados financieros de crédito, auténticas "armas financieras de destrucción masiva", en palabras de Warren Buffet, el inversor más admirado y rico del mundo.

Los derivados de crédito son apuestas sobre la capacidad de pago de ciertas empresas y gobiernos: si el deudor paga, gana quien vende el derivado y se queda con la prima; pero si el deudor no paga, gana quien compra el derivado y recibe el importe que estuviera asegurado. Hasta aquí, el acuerdo es normal, y no hay nada inmoral en las apuestas. El problema es que esta actividad ha crecido de forma desproporcionada (una deuda real de 50 millones puede tener apuestas sobre su solvencia por unos 1.000 millones), no se sabe con exactitud quiénes los tienen porque no están convenientemente registrados, ni en qué condiciones los tienen, pues muchos son acuerdos a medida que pueden esconder más sorpresas. Y, por último, quienes vendieron los derivados no tienen, ni de lejos, capacidad financiera suficiente para hacer frente a los pagos en caso de perder las apuestas.

Es decir, se pueden empezar a reconocer las pérdidas, pero junto a éstas nos encontramos con un sistema financiero trufado hasta arriba de derivados de crédito, cuyos importes nocionales (la base sobre la que se calculan sus cobros y pagos) es de 20 veces el tamaño de la economía mundial, algo menos de mil billones (sic) de euros. Unas cantidades que por mucho que neteemos y descontemos son por sí suficientes para hacer saltar todo el sistema financiero, pero como los encargados de saber no saben lo que hay dentro del sistema financiero, tampoco se puede saber si la explosión de los derivados puede ser una explosión controlada o no.

Si el sistema financiero salta por los aires, el problema, entonces, ya no es solo que muchos pierdan muchísimo y buena parte de la industria financiera desaparezca, en particular la banca de inversión. El problema es de vida o muerte. Los mismos bancos que han generado este volumen monumental de deudas y están asociados al gran desconocido de los derivados de crédito, son a la vez el sustento de los sistemas de pagos, y éstos no pueden dejar de funcionar en economías tan especializadas como las nuestras. Buena parte de la población literalmente se moriría si se suspende la posibilidad de cobros y pagos, igual que se moriría si se suspende el suministro eléctrico o de agua potable en las grandes ciudades.

Aun así, la bomba financiera habrá que desactivarla. Pero ¿quién lo hará, cómo lo hará? Los políticos de todo el mundo han demostrado cierta falta de integridad intelectual. Ante la evidencia de la crisis, lo primero que hicieron fue negar que tal crisis existiera. Ahora, con un paro impresionante, nos dicen que la crisis existe, pero que no es tan grave y la tienen controlada. Luego nos dirán que siempre supieron que la crisis existía y era un problema muy grave y que, por tanto, necesitan más poderes y recursos para evitar que algo así se vuelva a repetir en el futuro. Supongo que llagará un momento en que la ciudadanía dejará de creerlos y exigirá responsabilidades.

Los banqueros, por su parte, sufren de tal deformación de la realidad que es inútil pedirles siquiera que consideren el tema. De hecho, una vez que los gobiernos les han rescatado con el dinero y el futuro de todos sus súbditos, han vuelto a las mismas prácticas y no entienden por qué la gente está molesta con ellos. La ciudadanía sigue adormecida con una confianza ciega en unos gobernantes que les prometen que ellos lo saben todo, lo pueden todo, lo ven todo, lo controlan todo; que conocen el pasado, el presente y el futuro. Por último, los economistas que no supusieron entender que eso era una bomba, mucho menos sabrán cómo desactivarla. De hecho, casi mejor que los economistas que llamaron a la bomba "un nuevo paradigma económico sin recesiones", se limiten a continuar publicando sesudos trabajos que a nadie interesan.

Solo los bancos centrales han actuado, tapándolo todo con más dinero de ese que solo ellos pueden crear sin ningún esfuerzo. Pero así no se desactiva la bomba. Eso solo consigue retrasar el reloj, aunque sea a base de ponerle más carga explosiva, porque la realidad terca de las pérdidas sigue ahí.

Solo nos queda, entonces, el abandono confiado en Dios, que Él sí que lo puede todo. Perdirle que no nos abandone a nosotros mismos y, por nuestra parte, dejarnos guiar por nuestras conciencias. Con esto no pretendo acabar con un pensamiento pío, sino poner sobre la mesa una hoja de ruta eficaz para desactivar el desastre financiero sobre el que vivimos.

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