Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

Coloquios con Jesucristo


Me quedé atónito y se me saltaron las lágrimas. Apenas pude leer nada más, pero permanecí allí quieto más de una hora, paladeando una cercanía que se hacía casi palpable.

por J.C. García de Polavieja P.

Opinión

En agosto del 2010 mi mujer y yo pasábamos unos días de descanso con la familia en la rectoral de un pueblecito cántabro cercano a San Vicente de la Barquera. Nos habíamos juntado en aquella casona de piedra más de veinte personas, niños pequeños – de mis cuñados – incluidos. Ya sabéis, playas, montes, bosques, mucho verde, apacible melancolía norteña y descanso del espíritu, no tanto del cuerpo. Porque uno no puede sustraerse del ritmo de las criaturas y mis sobrinitos tienen enorme vitalidad. En las horas de sobremesa aprovechando digestiones y siestas, escapaba al coche, aparcado en el jardín, y me encerraba dentro; con los macizos de geranios y el cielo como únicos paisajes y un libro muy especial como única compañía.

Era un libro realmente muy especial, que había venido a mis manos por una auténtica carambola, gracias a mi director espiritual – al que nunca se lo agradeceré suficiente – que pudo apartármelo en un momento en que la edición pasaba por distintas vicisitudes. Había comenzado a leerlo días antes, en Navarra, y pronto comprobé que en aquellas páginas había algo más que una lectura espiritual provechosa: había mensajes vivos. O, mejor dicho, había mensajes que alguien muy vivo – gloriosamente resucitado – ponía a mi alcance de forma personalizada… Había renglones que, literalmente, escapaban del papel y gritaban hasta hacerse atender: ¡Esto te lo digo a ti! ¡Es para ti! Y no existía manera alguna de pasar de largo ante aquellas interpelaciones. Nunca me había sucedido nada semejante, aunque la obrita de Gabriela Bossis – “Él y yo”- me acompañaba desde siempre con plena conciencia por mi parte de aportarme orientaciones espirituales de procedencia segura. Pero este otro libro estaba vivo entre mis manos hasta el punto de estremecerme cada vez que lo abría… Porque había adoptado el sistema de abrirlo al azar, con el resultado de verme sorprendido – entrañablemente sorprendido - en cada ocasión.

En agosto me encontraba tan impactado que me asaltó la duda de si no estaría siendo víctima de una alucinación. O, peor aún, sometido a algún engaño de procedencia oscura. Como sociólogo, acarreaba un amplio conocimiento de revelaciones privadas, apariciones, confidencias místicas y todo tipo de manifestaciones cuya sobrenaturalidad dejaba con frecuencia entre paréntesis, en espera del veredicto de la Iglesia. Mi única adhesión incondicional era para las apariciones de Nª Señora en Garabandal, a comienzos de los años sesenta del siglo pasado y por razones que ahora no hacen al caso. Tal exclusividad me había ganado la ironía de algunos buenos amigos, devotos de otras mariofanías, que me consideraban demasiado suspicaz. Aunque, en el caso de este libro, sentía en mi interior una llamada, inmaterial pero inconfundible, que me apremiaba a apartar cualquier duda de mi espíritu. Pero es mejor ilustrar el caso con algunos ejemplos:

Para el día 15 de agosto, gran día de la Virgen, me había comprometido, por gajes de mi origen astur, a preparar una fabada para toda la familia. Y me encontré, a las ocho de la mañana, en aquella cocina medieval, frente a una inmensa olla repleta con todo lo necesario – gracias a mi suegra – aunque sometido a un supuesto fuego de vitrocerámica que, - no siendo medieval – no era capaz ni de calentar el aceite para unos huevos fritos. A pesar de ser olla “rápida”, a las nueve el agua no había hervido aun, las fabes seguían sin ser asustadas y mi nerviosismo iba en aumento porque a las diez mi cuñado sacerdote decía Misa en la capilla del pueblo y yo seguía en bata y con la fabada en proyecto. No quería perderme la Misa aquel día de la Señora, pero nada que hacer con aquel remedo de cocina. A las nueve y cuarto, sintiendo el fracaso inevitable, opté por una solución drástica: Cargué con la olla y los condimentos y me dirigí a la casa de los vecinos dispuesto a suplicar un fuego merecedor de tal nombre. La fabada estuvo lista a las diez menos cinco, pero yo seguía en bata y sin asear…

Recuerdo que me vestí a velocidad de vértigo y me mojé la cara en un lavado de gato. No me daba tiempo de peinarme –en el espejo parecía un espectro con mis cuatro pelos tiesos – ni de atarme las deportivas, porque la Misa ya debía estar empezando. Bajé la cuesta corriendo y, más o menos a la mitad, una china se me metió en la zapatilla del pie derecho, haciéndome dar un brinco de dolor. Llegué al atrio de la iglesia a la pata coja y tuve que sentarme en uno de sus bancos de piedra para quitarme la china. Afortunadamente, no habían llegado aún a las lecturas y pude incorporarme a tiempo, tratando de alisarme el peinado con la mano.

Después de comer, con la hueste plácidamente sosegada, me dirigí al refugio automóvil con el libro de marras. Sentado tras el volante, antes de abrirlo, le pedía de alguna forma disculpas al Señor por la mañana tan accidentada… Lo abrí al azar, por la página 363, y leí: “Nada me es ajeno de ti, estoy pendiente de hasta el último pelo de tu peinado, de la chinita de tu zapato… ¿Querrás tu estar tan pendiente de Mí?”

Me quedé atónito y se me saltaron las lágrimas. Apenas pude leer nada más, pero permanecí allí quieto más de una hora, paladeando una cercanía que se hacía casi palpable.

Al día siguiente, 16 de agosto, salí con el amanecer para enseñarle a mi hijo mayor San Sebastián de Garabandal, porque él nunca había estado, y con la intención de regresar para el desayuno. Rezamos juntos el Rosario en los pinos y volvimos sin novedad… Pero aquella sobremesa, al abrir el libro en el coche, leo: “Mira que yo detuve las apariciones dadas en Garabandal, porque no se me hacía mucho caso… (Página, 384) La Virgen le explicaba a Marga lo que había pasado allí y su voluntad de hacer cosas mucho mayores en el mismo sitio en el futuro. Y yo me había pasado todo el día preguntándome si hice bien en llevar a mi hijo… Otra vez me quedé sobrecogido, aunque mi alma rebosaba gratitud.
Resulta imposible meter en un artículo todas las gracias que han sido vertidas en mi vida a través de este libro. Imposible. ¿Cómo trasladaros la paz experimentada cada anochecer, sabiendo a mi alcance un coloquio directo con el Señor? ¿Cómo comunicar el amor del Corazón de Jesús que se siente en cada línea? ¿Cómo explicar que voy ya por la cuarta lectura, ahora por su orden, y que todas las cuestiones me siguen pareciendo nuevas, como si nunca lo hubiese leído? Imposible igualmente daros cuenta del respaldo que estas páginas han representado para una labor apologética y publicista desarrollada en un tiempo tan crítico como el nuestro: Aportación pedagógica y estratégica de la Virgen María para la reeducación de un alma y la orientación de un combate. Ni más ni menos.

Ha llegado, finalmente, el tiempo de compartir este tesoro con todos vosotros. El tiempo apremia, pero quienes os asoméis a estas páginas tenéis que saber que, renunciando a la curiosidad, deberéis abriros a una acción del Espíritu Santo a la medida de la dificultad de los tiempos, a la medida de vuestra vocación específica, nada que ver con lo habitual, y que puede acarrearos la persecución - la peor de las persecuciones que es la presuntamente “piadosa” - en un futuro cercano: no sería honesto si no os previniese. Aunque el amor de Jesucristo lo compensa todo.

¡Ah, claro! El libro se llama “La verdadera devoción al Corazón de Jesús” (Y en letras más pequeñas “Dictados de Jesús a Marga”). Podéis informaros sobre la manera de conseguirlo (www.vdcj-tomo-rojo.com) y sí, pongo la mano en el fuego por lo que contiene y por Marga, la humilde y gran confidente del Señor. De hecho, ya la he puesto al escribir este artículo… Y no me importa quemarme.


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