Jueves, 25 de abril de 2024

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El Cardenal Segura desde Belloc (2)

por Victor in vínculis

Decíamos ayer, que desde el Santuario francés de Belloc el Cardenal Segura firma, el 4 de julio de 1931, un interesantísimo documento que será publicado en el Boletín Eclesiástico de Toledo. Hoy recogemos la segunda parte:
 

UN DOCUMENTO INTERESANTE

CARTA PASTORAL DE SU EMINENCIA SOBRE LOS DEBERES DEL CARGO PASTORAL
Nuestro silencio. —Nuestra gratitud. —Nuestro deber 


NUESTRA GRATITUD
 
Está muy lejos, pues, de nuestro ánimo consignar, ni en esta carta ni en ninguno de los documentos pastorales que con el fervor de Dios hayamos de publicar, una sola palabra que pueda ceder directamente en defensa de nuestra persona atropellada, ni en vindicación de nuestro honor, que ha sido por tantos medios ultrajado con toda suerte de calumnias y con apreciaciones y suspicacias tan injuriosas como en absoluto infundadas.
 
Impulsan nuestra pluma móviles más nobles y generosos, que del cielo vienen y al cielo se encaminan, y son los de la gratitud que inunda nuestro corazón en estos momentos de prueba, que el Señor en su misericordia ha querido sean también de íntima consolación.
 
Estos sentimientos de gratitud, nos obligan, en primer término, a levantar los ojos a lo alto, “de donde nos ha venido el auxilio”, para dar gracias a Dios Nuestro Señor y al Corazón amantísimo de Jesucristo nuestro divino Redentor, que así se ha querido acordar de nuestra pequeñez para regalarnos con una de sus más preciadas bienaventuranzas: “Dichosos, nos decía en el sermón de la montaña (Mt 5, 11ss), dichosos seréis cuando los hombres, por mi causa, os maldijeren y os persiguieren y dijeren con mentira toda suerte de mal contra vosotros. Alegraos entonces y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos. Del mismo modo persiguieron a los profetas que hubo antes que vosotros”.
 
¡Ah! ¡Si en nuestras tribulaciones y persecuciones aprendiésemos a esperar en el Señor! ¡Con qué dulce y firme confianza, cuando los hombres en medio de la prueba nos desamparan, debiéramos repetir aquellas palabras, tan verdaderas, del Salmo! (Sal 17, 1ss): “A ti he de amarte, oh Señor, que eres toda mi fortaleza. El Señor es mi firme apoyo, mi asilo y mi libertador. Mi Dios es mi socorro y en Él esperaré. Él es mi protector y mi poderosa salvación y el amparo mío”.
 
Qué importa que los hombres no garanticen nuestra vida, si la tenemos por entero puesta en manos del Señor, y podemos clamar con el profeta rey, perseguido por sus enemigos: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién he de temer? El Señor es el defensor de mi vida, ¿quién me hará temblar? Mientras que están para echarse sobre mí los malhechores para devorarme; esos enemigos míos, que me atribulan, esos mismos han sido quebrantados y derribados. Aunque acampen ejércitos contra mí, no temblará mi corazón. Una sola cosa he pedido al Señor, esa solicitaré; que yo pueda vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida” (Sal 26, 1ss).
 
No resta sino repetir a impulsos del agradecimiento con David (Sal 27, 6ss): “Bendito sea el Señor, pues oyó la voz de mi humilde ruego. Él me auxilia y me protege; en Él esperó mi corazón y fue socorrido”.
 
En su gran misericordia ha querido unir el consuelo, defensa y protección, que el Señor por sí mismo nos prodiga, el amparo maternal que nos dispensa en nuestras adversidades y persecuciones, por medio de nuestra Santa Madre la Iglesia católica.
 
¡Cómo se ha venido a cumplir fielmente en la santa Iglesia aquella profecía de Isaías! (Is 66,13): “Como una madre acaricia a su hijo pequeño, así Yo os consolaré a vosotros y hallareis nuestra paz y consolación en Jerusalén”, en la Jerusalén nueva que es la Iglesia de Jesucristo.
 
No nos es posible, venerables hermanos y amados hijos, hablaros sin honda emoción de los consuelos que nos ha proporcionado en los días de mayor amargura nuestra Santa Madre la Iglesia.
 
Era la Iglesia la que, al recordarnos que su patrimonio, su herencia, son las persecuciones: “Si me persecuti sunt, et vos persequentur” (Jn 15, 20), nos alentaba con el ejemplo y la promesa de su Divino Fundador.
 
Era la Iglesia quien, poco ha, en Roma, nos hablaba por boca de Pedro, que sigue rigiéndola en la persona de Su Santidad el Papa Pío XI, que tuvo para nos en aquellas horas tristes, delicadezas paternales y deferencias de predilección, a las que nunca podremos debidamente corresponder, y que de nuevo nos obligan de por vida a una fidelidad inquebrantable y a una adhesión absoluta y perpetua. La Iglesia, la que, por medio del Papa, nos confortaba y con efusión nos bendecía a nuestro regreso a la patria, cuando en la tarde, para nos memorable, del 7 de junio, fuimos a pedirle en conformidad con lo prescrito en el canon 238, párrafo 3, la licencia que necesitábamos para salir de Roma y volver a España, según lo teníamos determinado: licencia que Su Santidad nos concedió benignísimamente.


 
Era la Iglesia la que nos hizo sentir su influjo maternal en la acogida fraternal y cariñosísima que nos dispensaron los miembros todos del Sagrado Colegio Cardenalicio, compartiendo nuestras penas y las de la Iglesia española con motivo de los tristes sucesos que aquellos días comentaba la prensa de todo el mundo.
 
Ignoran la verdad (no podemos suponer otra cosa) quienes han llegado a decir que hay divergencia de criterio y de conducta en el episcopado español en los momentos actuales. Tenemos pruebas irrecusables de la unión estrechísima espiritual de todos nuestros venerados hermanos en el Episcopado, de los que hemos recibido y estamos recibiendo unánimes e inequívocas pruebas de afecto, de adhesión y de condolencia.
 
Porción escogida de la Santa Iglesia sois vosotros, mis venerables hermanos y amados hijos, a quienes podemos aplicar aquellas palabras que el divino Maestro decía a sus discípulos (Lc 22, 28): “Vosotros sois los que constantemente habéis perseverado conmigo en mis tribulaciones”.
 
Aunque en diversas ocasiones, agradecidos a vuestras bondades, os lo hemos repetido, nunca con más propiedad y verdad y más gratitud que ahora, ante las manifestaciones de afecto filial que de nuestro ejemplarísimo clero y de nuestro amadísimo pueblo hemos recibido durante nuestro destierro, os podemos decir aquellas palabras del apóstol: “Pero en cuanto a nosotros, hermanos, después de haber estado por un poco de tiempo separados de vosotros con el cuerpo, no con el corazón, hemos deseado con tanto más ardor y empeño volveros a ver. Por esto quisimos pasar a visitaros… Porque ¿cuál es nuestra esperanza, nuestro gozo y la corona que formará nuestra gloria? ¿No sois vosotros delante de nuestro Señor Jesucristo para el día de su advenimiento? Sí, vosotros sois nuestra gloria y nuestro gozo” (1 Tes 2, 17ss).
 
Y con vosotros hemos visto, con singular consuelo, unidos en esta ocasión a tantos y tantos preclaros sacerdotes y fervientes católicos de toda España y aun del extranjero, que, con artículos vibrantes en la prensa, con sus cartas sentidísimas y mensajes de adhesión fervorosa, han testimoniado en nuestra persona su amor a la Santa Iglesia, nuestra común Madre, con estos aciagos tiempos tan cruelmente perseguida por sus enemigos.
 
Gracias muy rendidas debemos a Dios por la merced señaladísima de ser hijos de la Iglesia, que tan tiernamente nos ama, tan solícitamente nos cuida y tan poderosamente nos defiende.



[Madrid, octubre de 1926: el cardenal Segura con los arzobispos de España después de ser recibidos por Alfonso XIII. El cardenal primado, Dr. Segura, con los arzobispos de Sevilla, Granada, Valencia, Tarragona, Zaragoza, Santiago, Valladolid y Burgos, que se han reunido en el Palacio de la Santa Cruzada con motivo de la Junta periódica de metropolitanos de España, al salir del Palacio Real después de cumplimentar al Rey].

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