Jueves, 25 de abril de 2024

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Canonizaciones papales y distorsiones

Canonizaciones papales y distorsiones

por Duc in altum!

 Todo proceso de canonización suscita posturas encontradas y qué bueno que así sea, pues sirve para despejar los claroscuros, garantizando la seriedad procesal acorde con el Código de Derecho Canónico. En el caso de los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II, al tratarse de dos figuras públicas, es normal que surjan detractores, ya que estuvieron más expuestos a la opinión de las masas que otros candidatos a ser inscritos en el libro de los santos. De hecho, la propia causa de beatificación prevé una ardua discusión a favor y en contra. Por lo tanto, la diversidad de opiniones forma parte de las pruebas que un siervo o sierva de Dios tiene que enfrentar antes de llegar a los altares.

En el caso de Karol Wojtyla, cuyo pontificado duro poco más de 26 años, era de esperarse que aparecieran voces críticas; sin embargo, lejos de opacar el realismo de su santidad, sirvieron para demostrar que el proceso empleado fue sólido, pues si solo se hubiera tenido en cuenta a los amigos de la causa, habría motivos para dudar sobre la veracidad de los hechos, cosa que en ningún momento sucedió. Entonces, ¿deben alarmarnos las acusaciones sobre la supuesta amistad y encubrimiento de Marcial Maciel? No, porque -en atención a las víctimas- se investigó a fondo, encontrándose con que fue el propio Juan Pablo II, quien decidió confiar a la Congregación para la Doctrina de la Fe el tratamiento de tales casos con el objetivo de evitar la burocracia de las diócesis a nivel local, regional o nacional. Centralizó el seguimiento penal y supo confiarlo a un cardenal coherente: Joseph Ratzinger. Nadie discute que la Santa Sede reaccionó muy tarde en el caso Maciel y que figuraron personas que impidieron la circulación de datos fidedignos, así como la actual necesidad de señalarlos y enviarlos ante los tribunales civiles; sin embargo, ¿esto da para descalificar a Karol Wojtyla?, ¿acaso el Papa es absoluto y omnipresente? Cuando tuvo en sus manos las pruebas indubitables del caso Maciel ordenó reabrirlo. Eso era lo que le tocaba hacer y, en efecto, lo hizo. Falló la estructura, los dicasterios y, sobre todo, imperó la cultura del ocultamiento, pero el Papa hizo su parte. Es fácil criticar desde lejos. Un hombre que resulta baleado por un terrorista y que, pese a las amenazas, sigue adelante con su tarea al servicio de la dignidad humana no merece el adjetivo de pederasta o encubridor. Se le pueden reprochar algunas decisiones de gobierno, como el hecho de haber confiado demasiado en algunos colaboradores, pero eso no le resta coherencia a su vida de fe. Sería tanto como acusar a Pedro de lo que hizo Judas Iscariote. Hacer de Juan Pablo II un chivo expiatorio del caso Maciel es una injusticia. Lo más absurdo es que se le intente incriminar, basándose en que hay varias fotografías en las que aparece junto a él. Entonces, ¿debería incriminarse a todo aquel que haya tenido la desgracia de haber sido captado tres o cuatro veces por una cámara al lado de Maciel? Obviamente no.  

Ante la canonización de dos grandes de la historia contemporánea de la Iglesia, conviene recordar tres puntos muy importantes:

PRIMERO: La canonización parte de las virtudes de Roncalli y Wojtyla. Es decir, se trata de un reconocimiento de su estilo de vida y no de todas y cada una de sus gestiones al frente de la Iglesia. No hay seres humanos perfectos. 

SEGUNDO: Los santos y las santas son modelos porque siguieron a Cristo hasta las últimas consecuencias. Él es el verdadero protagonista.

TERCERO: Al reconocerlos, la Iglesia no se alaba a sí misma, sino que valora y agradece la ayuda del Espíritu Santo, quien continúa suscitando hombres y mujeres identificados con el Evangelio en medio del mundo, de la compleja sociedad de cada época.

De Juan XXIII queda el espíritu del Concilio Vaticano II, de la hermenéutica de la continuidad, de una Iglesia que sabe renovar las formas y, al mismo tiempo, conservar el fondo, la esencia de la verdad revelada por Jesús. Juan Pablo II deja un legado para seguir adelante con la nueva evangelización; especialmente, en el contexto urbano y periférico. Ambos pudieron haberse quedados cómodamente instalados, diciendo “no” a la llamada de Dios; sin embargo, supieron aceptarla y trabajarla hasta el final. Por eso se les reconoce como santos. 

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