Martes, 19 de marzo de 2024

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Pentecostés y pincelada martirial (C)

por Victor in vínculis

El 28 de noviembre de 1940, Angelo Roncalli, el futuro san Juan XXIII, durante unos Ejercicios Espirituales, meditando el salmo Miserere, escribía en su diario espiritual estas consideraciones acerca de la presencia del Espíritu Santo en el alma: 

La actividad de la gracia en el alma se expresa en las palabras: “Vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Se trata de las tres divinas personas. Cada uno ocupa su puesto con las propiedades personales características. El Espíritu Santo es Señor y vivificante. A él toca la santificación del alma. ¿No es el cristiano templo vivo del Espíritu Santo? ¡Y qué riqueza de frutos para el alma se deriva de esta permanencia del Espíritu del Señor en ella!1. 

Es hoy cuando de manera más expresiva toda la Iglesia, cada uno de nosotros, tiene que repetir: Creo en el Espíritu Santo. No sólo creer en la existencia real de la tercera persona de la Santísima Trinidad, sino en cómo verdaderamente habita en nosotros. Se trata de creer en la victoria final del amor, creer en el Espíritu Santo que está conduciendo a la Iglesia hacia una unidad completa, del mismo modo que la conduce siempre hacia la verdad; creer en la unidad final de todo el género humano, aunque a veces se nos antoje muy lejana. Es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia, el que conduce la historia, el que preside el regreso de todas las cosas a Dios. 

Creer en el Espíritu Santo significa, pues, creer en el sentido de la historia, de la vida, en el cumplimiento de las esperanzas que Dios nos da para llegar a la vida eterna. Creer en el Espíritu Santo significa amarlo, adorarlo, bendecirlo, alabarlo; significa darle gracias, como queremos hacer ahora en este día de la solemnidad de Pentecostés. 

La Iglesia no comienza, por tanto, como un club, sino que es católica desde el principio: ya el primer día habla en todas las lenguas, en las lenguas del orbe terrestre. Fue primero universal, antes de que surgieran las Iglesias locales. La Iglesia universal no es una federación de Iglesias locales, sino su madre. La Iglesia global ha dado a luz a las Iglesias particulares, y éstas sólo pueden seguir siendo Iglesia desprendiéndose continuamente de su particularidad y pasando a lo global: sólo así, desde la totalidad, son iconos del Espíritu Santo, que es el dinamismo de la unidad. 

Todo esto nos lo explica San Pablo con mayor claridad cuando afirma: Vivo yo, mas no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí (Ga 2,20). Ser cristiano es en esencia conversión, y la conversión en sentido cristiano no es la modificación de ciertas ideas, sino un proceso de muerte. Las fronteras del yo quedan rotas; el yo se pierde a sí mismo para encontrarse de nuevo en un sujeto mayor, que abarca cielo y tierra, pasado, presente y futuro, y en él toca la verdad misma. Este yo, mas no soy yo es el verdadero camino... Sin espíritu de conversión, de dejarse romper a la manera del grano de trigo, es imposible. El Espíritu Santo es fuego; quien no quiera ser quemado, que no se acerque a Él. Pero entonces también debe saber que se hundirá en el aislamiento mortal del yo cerrado, y que toda comunión que se intenta al margen del fuego, sigue siendo vacía. 

Y es San Juan Crisóstomo el que no explica aquel suceso narrado en los Hechos de los Apóstoles, en donde se cuenta cómo Pablo y Bernabé, cuya festividad celebramos este martes, curaron en Listra a un paralítico. La agitada multitud vio en los dos hombres extraños que disponían de tal poder una visita de los dioses Zeus y Hermes; hicieron venir a los sacerdotes y pretendían ofrecerles en sacrificio un toro. Los dos apóstoles, escandalizados, gritan a la multitud: somos hombres de la misma condición que vosotros, hemos venido a traeros el Evangelio (14, 8-18). San Juan Crisóstomo apostilla: Cierto, eran hombres como los demás y, sin embargo, distintos de ellos, pues a la naturaleza humana se le había añadido una lengua de fuego. Así surge la Iglesia. Cada uno, de forma personal, tiene su espíritu, su lengua de fuego, hasta el punto de que en el saludo litúrgico nos referimos a este espíritu del otro cuando decimos: Y con tu espíritu. El Espíritu Santo se ha convertido en su espíritu, en su lengua de fuego. Pero gracias a que Él es, no obstante, uno, podemos nosotros, a través de Él, dirigirnos la palabra unos a otros, construir la única Iglesia...

Quede claro que donde rehuimos el fuego ardiente del Espíritu Santo ser cristiano se vuelve cómodo sólo a primera vista. La comodidad del individuo es la incomodidad del conjunto. Donde nosotros ya no nos exponemos al fuego de Dios, los roces mutuos se vuelven insoportables, y la Iglesia, como lo expresaba San Basilio, queda desgarrada por gritos partidistas... No lo olvidemos, la Iglesia comenzó cuando los discípulos se habían reunido en el cenáculo, unánimes en la oración.

Elevemos pues esta acción de gracias en este día de Pentecostés: 

Gracias, Espíritu creador, porque transformas continuamente nuestro caos en cosmos; porque has visitado nuestras mentes y has llenado de gracia nuestros corazones. 

Gracias porque eres para nosotros el consolador, el don supremo del Padre, el agua viva, el fuego, el amor y la unción espiritual. 

Gracias por los infinitos dones y carismas que, como dedo poderoso de Dios, has distribuido entre los hombres; tú, promesa cumplida del Padre y siempre por cumplir. 

Gracias por las palabras de fuego que jamás has dejado de poner en la boca de los profetas, los pastores, los misioneros y los orantes. 

Gracias por la luz de Cristo que has hecho brillar en nuestras mentes, por su amor que has efundido en nuestros corazones, y la curación que has realizado en nuestro cuerpo enfermo. 

Gracias por haber estado a nuestro lado en la lucha, por habernos ayudado a vencer al enemigo, o a volver a levantarnos tras la derrota. 

Gracias por haber sido nuestro guía en las difíciles decisiones de la vida y habernos preservado de la seducción del mal. 

Gracias, finalmente, por habernos revelado el rostro del Padre y enseñado a gritar: ¡Abba! 

Gracias porque nos impulsas a proclamar: “¡Jesús es Señor!”. 

Gracias por haberte manifestado a la Iglesia de los Padres y a la de nuestros días como el vínculo de unidad entre el Padre y el Hijo, objeto inefable de su “cospiración” de amor, soplo vital y fragancia de unción divina que el Padre transmite al Hijo, engendrándolo desde antes de la aurora.

Simplemente porque existes, ahora y por toda la eternidad, Espíritu Santo, ¡te damos gracias!2. 

Y deseamos proclamar todos los días: Creo en el Espíritu Santo. Y repetir con insistencia: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles. 

Que el Espíritu Santo en este día y en todos los días de nuestra vida refuerce nuestros pasos en este camino que nos lleva al cielo. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en cada uno de nosotros la llama de tu amor. 

PINCELADA MARTIRIAL

El beato José Manuel Claramonte Agut nació en Almazora (Castellón) el 6 de noviembre de 1892. Ordenado sacerdote el 2 de junio de 1916, ingresó en la Hermandad de los Operarios Diocesanos, el 12 de agosto, en Tortosa. Durante más de veinte años dedicó su vida y su ministerio a la formación de los futuros sacerdotes en Valencia, Tortosa, Córdoba y Baeza. Como muchos de sus compañeros fue perseguido por ser sacerdote y fue asesinado la víspera de su cumpleaños en Vall d'Alba (Castellón). El 10 de junio de 1938 sufrió el martirio en Vall d’Alba (Castellón). Está enterrado la iglesia de los Operarios en Tortosa. Fue beatificado el 13 de octubre de 2013 en Tarragona, durante el pontificado de Francisco.

 

De él son estas afirmaciones sobre quién tuvo más responsabilidad en los crímenes revolucionarios:

“Los leales a Azaña y Martínez Barrio. Puede ser que se molesten los aludidos tiranos y reclamen para sí toda la gloria por los centenares de miles de asesinatos cometidos en el territorio sobre el que se arrogan la suprema autoridad. Porque con su autoridad fueron convocados los asesinos; en nombre de la misma autoridad se les dieron las armas a sus leales sanguinarios; el criminal silencio de la autoridad aprobó la detestable conducta de los milicianos, y la manifiesta impunidad del Gobierno alentó los bajos instintos de sus satélites. Admitimos que los principales y casi únicos responsables de los asesinatos son Azaña y Martínez Barrio; pero alguna parte corresponde a los miserables asesinos que, aunque obrasen como instrumentos de la llamada autoridad, no puede eximirse de la responsabilidad que de sus propios actos corresponde a todo ser humano. La lista de los abominables hechos es muy larga y espeluznante en sus detalles”.

 

1 San JUAN XXIII, Diario de un alma, página 327 (Madrid, 1964).

2 Raniero CANTALAMESSA,  El canto del Espíritu Santo. Meditaciones sobre el Veni creator, página 413 (Madrid, 1999).

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