Martes, 19 de marzo de 2024

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Reflexionando sobre el Evangelio (Mt 26,14-75.27,1-66)

Treinta monedas de plata

por La divina proporción

Judas vendió al Señor por 30 monedas de plata, pero no tenemos una constancia clara sobre a qué equivaldría actualmente. Hay quienes lo homologan a unos 2500 euros, otros a menos de 100 euros actuales. En todo caso, no era una cantidad desmedida que tentara a enviar a alguien a la muerte casi segura. 

Más, el haber sido vendido el Señor en treinta monedas de plata, simbolizó en la persona de Judas a los inicuos Judíos, quienes buscando las cosas carnales y temporales (que se refieren a los cinco sentidos del cuerpo), no quisieron admitir a Jesucristo, y como quiera que esto lo llevaron a efecto en la sexta edad del mundo, se simbolizó de este modo que ellos habían de recibir seis veces cinco como valor del Señor vendido. Y porque la palabra del Señor es plata (Salmo 11,7), ellos entendieron asimismo carnalmente la misma ley, pues habían grabado la imagen del principado secular como en plata, que obtuvieron cuando hubieron perdido al Señor. (San Agustín, Quaestiones evangeliorum, 1,61)

No sabemos la razón por la que Judas vendió a Cristo, pero sí sabemos que cuando fue apresado y condenado, intentó deshacer el mal realizado y terminó ahorcándose.

Mirémonos ahora a nosotros mismos. ¿Cuántas veces hemos vendido a Cristo por conveniencias sociales o culturales? ¿Cuántas veces le hemos echado de nuestro corazón para buscar ser bien visto y apreciado por lo demás? La sociedad utiliza a Cristo según le conviene en cada momento. Lo rechaza o lo tolera, según obtiene algo a cambio. Buscamos que Dios sea útil para nosotros y cuando no es útil, lo desalojamos sin piedad alguna.

Confundimos solidaridad filantrópica con Caridad, que es Dios que se manifiesta a través de nosotros. Hablamos de realidades a medida, pero olvidamos la Verdad, que es Cristo. Basamos nuestros planes en ambiciones y olvidamos que la Esperanza es lo que alimenta el alma. Vivimos unos momentos especialmente duros, ya que toda la modernidad y el progreso son incapaces de detener un virus. Un virus que se extiende por todos los países sin tener en cuenta ideologías, apariencias, modas o estéticas humanas. Un virus que ha detenido nuestras ambiciones y nos tiene encerrados en nuestras casas.

Somos simples y limitados seres humanos que necesitan de Dios, aunque lo vendamos por treinta monedas de plata cuando esto conlleva ser bien vistos y aceptados. De nada vale que devolvamos las monedas. El daño que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás, no cambiará por devolver las monedas. Tampoco mejoraremos nada suicidándonos por el remordimiento. Dios no espera muerte para perdonarnos, sino una humilde y sincera conversión profunda.

Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Pedro se entristeció porque la tercera vez le dijo: ¿Me quieres? Y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.
(Jn 21, 17)

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