Miércoles, 24 de abril de 2024

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Benedicto XVI: efectos no deseados

por Marcelo González

Los detractores pontificios han subido la apuesta a niveles tan altos que están logrando lo contrario. O al menos, están generando un efecto no deseado por ellos: un calentamiento del tibio afecto inicial al Santo Padre.

Comparemos para esclarecer: la figura de Juan Pablo II ha convocado multitudes. Era un hombre de notable simpatía. Pero no así Paulo VI, con su rictus entre amargo y tímido.

El Papa Roncalli tuvo una gran fortuna mediática: se lo llamó “el Papa Bueno”, nadie sabe en contra de quien, aunque suponemos que de Pío XII, quien habría de ser en adelante, “el Papa malo”.

Al Papa Pacelli se lo amó intensamente. Es verdad que fue el primero en usar los medios de comunicación como un instrumento estratégico de su pontificado. Digamos también que su perfil ascético no lo ayudaba para transmitir por vía fotográfica o fílmica la calidez que todos le recuerdan.

Al papa Pacelli se lo amó a pesar de su rostro enjuto y de su gesto hierático. La calidez de su palabra, tierna, precisa, sabia y versada en todo, y la majestad de su persona remiten unánimemente a los testigos presenciales de entrevistas y audiencias a pensar en un algo sobrenatural, que no dudamos en llamar santidad.

Porque todos los papas son “Su Santidad” pero no todos son santos.

Diversos personajes públicos han dado testimonio de esta efusión tan particular que solo reconocemos en otro papa del siglo XX, San Pío X.

Cary Grant, el actor, el Principe Rainiero de Mónaco, el Gran Rabino Zolli, por citar solo a algunos.

Del papa Sarto, basta leer sus biografías más comunes, en particular los recuerdos del aristocrático cardenal español Merry del Val, para comprender la irradiación de santidad de ese sencillo hijo de un cartero italiano y un ama de casa. No tuvo la crianza de elite de León XIII, ni la del Papa Pacelli, o la del propio Merry del Val, de cunas nobles y formados en la romanitá desde la niñez precoz.

El Papa Ratzinger tiene en contra de su popularidad varias cosas: su timidez, su escaso contacto pastoral, porque siempre ha sido un hombre de aula y de curia. Su rigor alemán y un predecesor muy mimado por la prensa y muy carismático.

Además, su pontificado nació bajo los malos augurios de los medios: el panzerkardenal, etc. No aburriremos con recordaciones inútiles. Estaba destinado a ser más bien un hombre del perfil de Paulo VI (aunque su gesto es más dulce) que un émulo de los grandes papas populares. Y sin embargo está logrando una gran popularidad, una popularidad genuina, porque no se basa en el estímulo de la prensa (por el contrario) ni en su simpatía humana.

Se basa en su reacción religiosa ante el horrendo ataque que le prodigan los medios, no a causa sus defectos, que los tiene, sino por sus mejores virtudes. Es decir, porque reacciona con reacciones católicas ante las injurias anticatólicas, e inclusive rescata (¡oh glorioso efecto no deseado pero saludable de la crisis!) un perfil más tradicional del pontificado y del sacerdocio.

Y porque tiene una notable valentía: ante 150.000 personas que abarrotaron la plaza de San Pedro el domingo de la infraoctava de la Ascención dijo estas sencillas palabras evangélicas: “debemos temerle sobre todo al pecado”. Es decir, amonestó paternalmente a quienes lo aclamaban para que se arrepientan de sus pecados...  No los aduló.

Sus especulaciones teológicas le han acarreado críticas de los tradicionales por su pasado progresista –cada vez más pasado- y de los liberales, por lo mismo. O cierta admiración distante de intelectual y erudito.

Es en la sencillez evangélica de pastor y de sacerdote donde encuentra el canal por el cual ata el cielo con la tierra.

¿No es, acaso, esa la función del pontífice?

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