Martes, 23 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Finaliza la serie de artículos preparados por el Doctor Martín Ibarra Benlloch

Don Jesús Arnal, escribiente en la Columna de Durruti (y 7)

por Victor in vínculis

DON JESÚS ARNAL, escribiente en la Columna de Durruti ( y 7). DOS MANERAS DE ENCARAR LA PERSECUCIÓN Y LA GUERRA

Martín Ibarra Benlloch

Concluimos estos artículos sobre mosén Jesús Arnal, párroco de Aguinaliu, que fue escribiente en la Columna anarquista de Buenaventura Durruti. En el libro de memorias que escribe justifica su actitud. Podemos estar de acuerdo o no, pero era una manera de ver las cosas. El historiador debe comprender lo sucedido, más que juzgar. Y desde luego, tomar una determinación en aquellos momentos no era nada fácil. Este es el resumen que realiza mosén Jesús Arnal sobre su actuación en la Columna, que quizá fue malinterpretada o utilizada propagandísticamente por algunos. Es la reflexión que hace después de que le eligieran a él para entregar una espada, regalo del ayuntamiento de Alcolea de Cinca (Huesca), al capitán Salas, defensor de Belchite (Zaragoza) con motivo de su ascenso a general. Salas y Arnal eran amigos de la infancia.

“Sacerdote de la Iglesia Católica, protegido y hombre de confianza de Durruti. Sacerdote, y colocado en un Estado Mayor de un ejército sin Dios. Soldado raso, ayudante del jefe de una División, y, para continuar, soldado de un ejército derrotado, ofreciendo la espada a un laureado General del ejército vencedor.

Seguramente, si alguien lee esto sin conocerme, pensará que he sido un hombre veleta, sin convicciones de ninguna clase y que supe acercarme siempre al sol que más calienta. ¡Eso es falso, absolutamente falso!

Yo jamás abdiqué de mi fe, jamás tuve el menor titubeo, y en todas mis acciones y operaciones siempre procedí de acuerdo con mi formación moral. Fueron las circunstancias las que me llevaron a estas situaciones tan contradictorias. Esto que digo es una confesión que en este momento necesito hacer, como si fuera un calmante para mi espíritu” (p. 171).

Hubo otras maneras de afrontar estas circunstancias y deseo mencionar lo sucedido al entonces seminarista Jerónimo Ortiz, de 16 años [sobre estas líneas], a quien tuve la fortuna de conocer y tratar. Él fue detenido en Binéfar (Huesca) en julio de 1936 y llevado a la cárcel de Lérida. Después de unos meses se le juzga y no se le condena a muerte, sino a reeducación en Barcelona. Al final debe ingresar en el Ejército. Veamos las reflexiones que hacía don Jerónimo en 1938 sobre ese particular, y que publicó en un librito titulado Año 1936 y siguientes, de 2007:

«¿Qué por qué no fui al Ejército Rojo? ¿Qué causa o causas me inclinaron a obrar de este modo y no de otro? He aquí la respuesta breve y clara: El Deber.

¿Con qué deber cumplía al no acatar la ley de incorporación a filas? Con varios:

  1. En primer lugar como seminarista, pues si el sacerdote no puede coger un arma porque sus manos han de estar limpias, puras, sin mancha, para tomar en ellas dignamente (en lo que cabe, salvada la distancia de hombre a Dios, de lo finito a lo infinito), el Cuerpo y la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, otro tanto debe el seminarista, porque se prepara para ser sacerdote. Y si incluso en guerra justa no le sea lícito, ¿cuánto más en lucha civil, injusta o contra la religión?
  2. Aun sin ser seminarista, por el mero hecho de ser cristiano, no podía empuñar las armas en contra de los que defendían la religión y a favor de los que perseguían, saqueaban y destruían los templos y asesinaban a los sacerdotes y simples fieles.
  3. Dado que no fuera ni seminarista ni cristiano, no debía auxiliar a estos por ser español. Pues un patriota no debe defender a los enemigos de España y atacar y pelear contra quienes defienden su suelo y a su Madre.
  4. Por lo que había visto en la cárcel. Tantos compañeros buenísimos, santos, completamente inocentes la mayoría, hasta de lo mismo de que se les acusaba, ¿no debía guardar sus espaldas y defenderlos, dando o exponiendo mi vida por los asesinos de mis compañeros?
  5. Aunque no hubiera estado en la cárcel, como español no podía luchar contra España; y, si un español no puede ¿cuánto menos un “caballero de España”, que es a la vez cristiano y seminarista?

Así, pues, no he hecho sino cumplir con un deber innato, esencial, elemental, vital. Claro que no a todos les ha sido posible como a mí, gracias a Dios, que se ha servido de esta familia. No se me objete que en el frente podía trabajar mucho por la causa, pues la mayoría de los que han ido tenían esos mismos propósitos, y, ¿qué han hecho? Callar, obedecer ciegamente a los tiranos y morir. No negaré que han sido algunos los que han trabajado en este sentido, pero tal vez no llegue ni al dos por ciento de cuantos eran contrarios al régimen» (pp. 187-8).

Dos maneras muy diferentes de ver las cosas y de actuar en tiempos de Guerra y persecución religiosa. A mí me gusta mucho más una manera que otra -no diré cuál de ellas-, pero un historiador debe de comprender y explicar lo sucedido y sus porqués, más que dedicarse a juzgar y repartir leñazos a diestro y siniestro. Además, la historia de la Iglesia es una historia de Salvación. Y no hay un único camino que nos lleve a la meta, que no es otra cosa que la Santísima Trinidad.

Sobre estas líneas, el autor de esta serie, que hoy concluye, junto a monseñor Martínez Camino en las Calatravas de Madrid, durante la presentación de su libro Gitano y Obispo, unidos en el martirio, que el Dr. Ibarra publicó en Ediciones Encuentro en 2019

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