Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Domingo 31 T.O. (A) y pincelada martirial

por Victor in vínculis


Sucedió hace 35 años. Entonces todavía era novedad. San Juan Pablo II pasó diez días en España; la cruzó casi entera en varias direcciones, estuvo en unos cuantos lugares de profunda significación religiosa, lo escuchamos directamente millones de personas, y por medio de la radio y de la televisión la inmensa mayoría de la nación. La palabra entusiasmo es tal vez la que más se repitió. Fue su paso un poderoso remolino que agitó las aguas; al regresar a Roma quedó una larga estela. Porque las peregrinaciones de Juan Pablo II al servicio del Evangelio siempre arrastraron muchedumbres. Tenía la virtud de despertar conciencia de posibilidades, acaso recónditas, y de restituir a los pueblos la exacta dimensión de su identidad. Algún comentarista francés decía que el Papa, con sus visitas, abría pozos de donde podía surgir una nueva energía.

Y es que también el año 1982, que no solo estuvo marcado por la dichosa política, fue para todo el pueblo español el año del Papa: era el encuentro con el primer Papa que visitaba nuestra nación. Todavía, tantos años después, podemos seguir reflexionando sobre el mensaje variado y unitario del Papa. Sus homilías y discursos fueron un torrente de verdades, de pautas, de exigencias. Qué bueno sería que aprovechásemos todo este mes para que cada uno de nosotros, cada diócesis, recordara los acontecimientos vividos en aquellos días, y sobre todo, para que meditásemos los diferentes mensajes del Papa. Porque descubrimos cómo su enseñanza no abre heridas; más bien las restaña, sin esquivar los problemas. No abre juicios de responsabilidades, no reta ni se deja empujar por la corriente inercial de las reconvenciones. Señala el mal e invita a vencerlo. Anima, conforta. ¿De cuál de sus peregrinaciones a lo largo y ancho del mundo no queda la impresión de que todos somos llamados a un examen de conciencia cristiano?

No puedo en este momento recordar todos los encuentros y ciudades de las intensas jornadas de aquella visita del Papa: Madrid, Toledo, Ávila, Alba de Tormes, Salamanca, Guadalupe, Segovia, Sevilla, Granada, Loyola, Javier, Zaragoza, Valencia, Santiago de Compostela...
 

[Hoy 5 de noviembre, fiesta de Santa Ángela de la Cruz, recordamos la visita que el San Juan Pablo II hizo en Sevilla a las Hermanas de la Cruz, para rezar ante el sepulcro de la santa sevillana. En la foto con Madre Purísima que ya ha sido canonizada por el Papa Francisco].
 
Personalmente quiero recordar la jornada del 7 de noviembre de 1982. Juan Pablo II baja desde Montserrat en coche hasta Barcelona con un notable retraso en el programa, de modo que el rezo del Ángelus en el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, previsto para mediodía, como es habitual, tuvo lugar hacia las dos de la tarde. Saluda a las autoridades... y terminado el rezo del Ángelus, la coral Sellares inicia la interpretación de una canción popular polaca, que la madre de Karol Wojtyla le cantaba de niño. Juan Pablo II comienza a tararearla, pero la emoción le traiciona, se quiebra su voz y quienes estaban cerca le ven llorar...

Después, por la tarde, tuvo lugar la Misa dominical, en una de las jornadas más fatigosas por el mal tiempo. Ciento cincuenta mil personas abarrotaban el estadio del Nou Camp[1] bajo la lluvia, en torno al Vicario de Cristo.
 
El Papa dijo:
  • ¿En qué ha de consistir nuestra entrega a Cristo? De inmediato os digo que lo primero que el Papa y la Iglesia esperan de vosotros es que, frente a vuestra propia existencia, frente a la misma Iglesia, frente a la problemática humana actual, adoptéis actitudes verdaderamente cristianas.
  • Consciente de su deber de dar un sentido más humano al hombre y a su historia, el cristiano deberá estar en primera línea como testigo de la verdad, honestidad y justicia. Es la primera consecuencia del valor humanizador de la fe y del dinamismo creador de la misma.
  • Bien radicado en esa fe y desde una clara y valiente convicción evangélica, no dudará en asumir su parte de responsabilidad para instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales. Nunca podrán olvidar los cristianos que deben ser fermento y alma de la sociedad y que en las tareas temporales la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno.
  • El hijo de la Iglesia ha de vivir la convicción de que ha de ser cristiano de la fidelidad a Cristo, para ser cristiano de la coherencia en el amor al hombre, en la defensa de sus derechos, en el compromiso por la justicia, en la solidaridad con cuantos buscan la verdad y elevación del hombre.
  • Se abre ante los ojos del cristiano la necesidad de cambiar tantas cosas que son inadecuadas o injustas y que requieren la transformación desde dentro y desde fuera.
  • Y para todo esto, hay que empezar por cambiarse a sí mismo; por renovarse moralmente; por transformarse desde dentro imitando a Cristo; por destruir las raíces del egoísmo y del pecado que anida en cada corazón. Personas transformadas colaboran eficazmente a transformar la sociedad.
  • Para vivir en esa actitud cristiana, el hijo de la Iglesia, que siente la propia debilidad y pecado, necesita un constante empeño de conversión y de retorno a las fuentes ideales que inspiran su conducta. Necesita un constante retorno a su conciencia y a Cristo.
  • ¿Queréis un criterio seguro, concreto, sistemático, que os guíe en el momento presente? Seguid la voz del Magisterio y sed fieles al Concilio de nuestro tiempo: el Vaticano II sin interpretaciones arbitrarias o confusiones de la enseñanza...
  • Demostrad ese espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el ámbito de la familia, viviendo y defendiendo la indisolubilidad del matrimonio, promoviendo el respeto a toda vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la cultura, de la educación, de la enseñanza, eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la fe cristiana.
  • Sed también fuertes y generosos a la hora de contribuir a que desaparezcan las injusticias y las discriminaciones sociales y económicas; a la hora de participar en una tarea positiva de incremento y justa distribución de los bienes. Esforzaos porque las leyes y costumbres no vuelvan la espalda al sentido de trascendencia del hombre ni a los aspectos morales de la vida... Desechad pasivismos y titubeos. Y sed fieles a vosotros mismos, a la Iglesia y a vuestro tiempo con coherentes actitudes cristianas...
Escuchando estas palabras y observando lo que nos rodea, podemos decir que aprendimos muy mal aquel día la lección del Papa. Han pasado 35 años de todo aquello. Desde mi posición en el estadio, más que ver a Juan Pablo II adivinaba su figura... Agradezco a mi madre que me llevó a ver al Santo Padre aquel día... Las madres son las grandes defensoras de la vocación de sus hijos... Desde entonces cuántas Jornadas de la Juventud, cuántas visitas a Roma, cuántos encuentros con Juan Pablo II [luego con Benedicto XVI y con el Papa Francisco]... Y cuántos jóvenes deudores de nuestra vocación al testimonio fiel y coherente de un hombre que se dejó cada minuto de su vida por ser fiel a Cristo. Tenemos que convencernos de lo valioso que es un testimonio coherente y auténtico.

Antes de terminar, es bueno que reflexionemos en el Evangelio de este día. Porque Jesús mismo quiere aclararnos muchas de las situaciones en que nos encontramos y nosotros seguimos haciendo oídos sordos.

Esta aplicación del Evangelio se puede hacer directamente a los escándalos que se dan en la Iglesia. Tampoco se trata de analizarlos y de ver cómo muchas veces los medios de comunicación corrompen las noticias y presentan falsedades. La realidad es que en ocasiones se dan muchos de estos temas...

Podemos discutir la respuesta que como fieles católicos tenemos que dar. Pero lo primero que tenemos que hacer es escuchar la Palabra de Dios y entender a la luz de la fe lo que el Señor nos dice.

Antes de elegir a sus primeros discípulos, Jesús subió a la montaña a orar toda la noche. En ese tiempo tenía muchos seguidores. Él habló a su Padre en oración acerca de a quiénes elegiría para que fueran sus doce apóstoles, los doce que Él formaría íntimamente, los doce a quienes enviaría a predicar la Buena Nueva en su nombre. Les dio el poder de expulsar a los demonios y de curar a los enfermos. Vieron cómo Jesús obró incontables milagros y ellos mismos realizaron muchos.
 

Pero, a pesar de todo, uno de ellos fue un traidor. Uno, que había seguido al Señor; uno, a quien el Señor le lavó los pies, que lo vio caminar sobre las aguas, resucitar a personas de entre los muertos y perdonar a los pecadores, traicionó al Señor. Judas vendió al Señor por treinta monedas, simulando un acto de amor para entregarlo. ¡Judas!, le dijo Jesús en el huerto de Getsemaní. ¡Con un beso entregas al Hijo del hombre! Jesús no eligió a Judas para que lo traicionara. Él lo eligió para que fuera como todos los demás. Pero Judas fue siempre libre y usó su libertad para permitir que Satanás entrara en él y, por su traición, terminó haciendo que Jesús fuera crucificado y ejecutado.

Así que desde los primeros doce que Jesús mismo eligió, uno fue un terrible traidor. A veces los elegidos de Dios lo traicionan. Este es un hecho que debemos asumir. Es un hecho que la primera Iglesia asumió. Si el escándalo causado por Judas hubiera sido lo único en lo que los miembros de la primera Iglesia se hubieran centrado, la Iglesia habría estado acabada antes de comenzar a crecer. En vez de ello, la Iglesia reconoció que no se juzga algo por aquellos que no lo viven, sino por quienes sí lo viven.

Y este es el mensaje que hoy Jesús nos trae: denuncia la mala actitud de los Pastores de entonces, denuncia los malos criterios que muchas veces usamos nosotros. Es lo que decíamos al principio: la claridad con la que el Papa vino a hablarnos y con la que avisó sobre muchas cosas que podían suceder si no seguíamos el camino del Evangelio, y lo que hoy tenemos...

Y, sin embargo, siempre la mano cariñosa del Señor se posa sobre nuestra frente, en nuestro corazón y nos dice: Ánimo. El que se humilla será enaltecido. El primero entre vosotros, sea vuestro servidor. No andéis por estos caminos de buscar reconocimientos y honores. Seguid mi vida, seguid mis pasos, incluso hasta la muerte. Si el Señor pone la cruz como medio para nuestra Redención, no será tan malo; otra cosa es que sea costoso. Pero para ello Cristo mismo nos da su gracia y la confianza en su amor. No tengáis miedo. El Señor nos lo dice en el Evangelio: Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Pero el mundo está esperando nuestro testimonio coherente de fe y de amor a Dios y a los hombres.

PINCELADA MARTIRIAL
Beato Juan Antonio Burró Más

De padres aragoneses, nacido en Barcelona el 28 de junio de 1914, era hijo del matrimonio Antonio Burró Gayán, primo hermano del célebre tenor Miguel Fleta, y Micaela Más Vicarilla, pobres en bienes de fortuna, de costumbres honestas y fe arraigada. Fue bautizado el día 5 de julio del mismo año, en la parroquia de Ntra. Sra. de los Ángeles, y se le impuso el nombre de Juan Antonio.
 

Al quedar huérfano de madre muy niño, fue recibido juntamente con otro hermano suyo en el Asilo San Juan de Dios de Barcelona. Por su buena conducta y disposición, y a su petición, fue admitido a los 14 años en el Escuela Apostólica de Ciempozuelos, donde permaneció cuatro años dedicado a los estudios con verdadero aprovechamiento intelectual y no menos espiritual. Recibió el sacramento de la confirmación el 31 de enero de 1928.

En la Escuela Apostólica maduró su voluntad para seguir la vocación hospitalaria, tomando el hábito hospitalario e iniciando el noviciado canónico el 7 de diciembre de 1931, bajo el nombre de Fr. Juan Antonio.

Se le pasó tan rápidamente el año de noviciado, que creyó necesitaba más tiempo para profundizar en su espíritu y consagración, por lo que expresó a los superiores su deseo de alargar este tiempo de formación. Así se le concedió, “aprovechando para hacer grandes y rápidos progresos en la virtud”.

El 3 de junio de 1933 emitió la profesión de los votos temporales, quedándose el tiempo del neoprofesorado en la Casa de Ciempozuelos. Fue destinado el 24 de julio de 1934 a la Casa de Sant Boi de Llobregat.

En 1935 formaba parte de la comunidad hospitalaria del Sanatorio Psiquiátrico San José de Ciempozuelos. Se hallaba cumpliendo el servicio militar como soldado de sanidad en la clínica psiquiátrica del mismo Centro hospitalario cuando estalló la guerra civil; por influencia de unos familiares pasó destinado al hospital militar de Carabanchel. Allí estuvo un tiempo, y algo después fue trasladado al hospital nº 1 de calle Barceló de Madrid.

En ambos centros sanitarios se hizo apreciar el Hermano Burró ante sus jefes por su laboriosidad y eficiencia, su responsabilidad y fidelidad a las órdenes dadas por los médicos, además de por su disponibilidad y comprensión para con los enfermos, como un verdadero Hermano de san Juan de Dios.

Esta misma actitud de ser tan exacto y cumplidor llamaba la atención a los milicianos que había en el hospital, hasta que conocieron que era religioso, entrando entre sus miras para acabar con él, aunque los jefes le protegían.

El Hermano Juan Antonio era consciente del peligro que corría; por eso en sus ratos de oración se ofrecía a Dios y llegó a considerar su muerte, por su condición de religioso, como un don de Dios.

Estaba en el mismo hospital otro Hermano de San Juan de Dios, Fr. Honorato Alonso, y con él pasaba ratos libres para apoyarse mutuamente. El juicio que expresó sobre el beato Burró indicaba su actitud: “Fue siempre un verdadero religioso en medio de los peligros tan graves en que se encontraba. Uno de los sanitarios me decía de él: Es un hombre tu compañero que siempre está dispuesto a dar su sangre por nuestra religión; le manifiesto el peligro que hay contra los derechistas en el hospital, y siempre me dice las mismas palabras: ¡Amigo, no tengas miedo! ¡Si morimos por tan justa causa, bien podemos dar gracias a Dios!”.

Al encontrarse un día en Madrid con el odontólogo de Ciempozuelos, a la pregunta de cómo lo pasaba, le dijo: “-¡Solo confío en Dios, que permitirá lo mejor para mi salvación!”.

A veces, algunos milicianos del hospital le invitaban con picardía a tomar un café; él lo rehusaba. Pero el 5 de noviembre al fin aceptó por no desairarlos tanto. Una vez fuera del hospital, le traicionaron y entre varios lo fusilaron. Echándosele en falta, uno de los asesinos declaró: “-Ese ya murió por la patria; buenos gritos daba a Cristo Rey y a España, pero ninguno vino en su ayuda”.

El beato Juan Antonio Burró al morir mártir tenía 22 años de edad y 5 de vida religiosa como Hermano de san Juan de Dios.
 

[1] San JUAN PABLO II, Homilía durante la Misa celebrada en el estadio Nou Camp de Barcelona, domingo 7 de noviembre de 1982.
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