Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Domingo de la Transfiguración del Señor

por Al partir el pan

Daniel 7, 9-10. 13-14; 2 Pedro 1, 16-19; Mateo 17, 1-9

«Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: - Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo»
«Mi vida es el lugar de encuentro con Dios. En lo cotidiano está mi Tabor. Oculto en el monte. Toco el cielo. Y con el cielo grabado en el alma bajo a mi rutina, a mi cruz, a mis vacíos. Y todo se une»
 
Siempre me sorprende el valor de los que son capaces de vencer sus miedos y lograr lo imposible. Se sobreponen a las dificultades. Vencen en medio de los peligros. Tienen miedos pero los superan. Confían, en sus fuerzas, en las fuerzas de Dios, en el destino, en la vida que les sonríe. Me sorprende ese valor que desafía el peligro de muerte, que se sobrepone después de caer agotado, que lucha hasta la extenuación por alcanzar la meta. Decía el tenista Rafael Nadal: «Cuando uno desea mucho algo lo consigue. Hay muchas situaciones cambiantes. Prefiero morir siendo valiente». Me gusta pensar que yo también puedo ser más valiente de lo que soy. Que puedo morir siendo valiente. Que soy capaz de luchar mirando a la meta sin querer desandar el camino recorrido. Sin volver la vista atrás. Pero a veces siento el miedo y me veo cobarde. Me asustan los caminos nuevos, desconocidos. Veo peligros que no existen. Tiemblo. Retrocedo. Me intimidan esas aventuras en las que no todo está bajo control. Me da miedo perder lo que tengo y quedarme vacío. No me gusta que fracasen esos planes trazados. La inseguridad de la vida me impone mucho respeto. Veo a Pedro que mira a Jesús desde la seguridad de la barca y camina hacia Él sin miedo. Se atreve a hacerlo. Algo mueve su corazón. Decía el P. Kentenich: «¿Qué movió a Pedro a saltar de la barca, a olvidar que en el agua no había suelo, para andar descalzo con el Señor? ¿Saben lo que esto significa? Sólo un amor enorme es capaz de esto»[1]. Le movió la fuerza interior de un amor enorme por Jesús. Esa fuerza fue la que le hizo creer en Jesús y en sí mismo. Creyó entonces en lo imposible. ¿Cómo va a ser posible caminar sobre las aguas? Él pudo hacerlo. Unos pasos tan solo. Unos pocos metros. Luego dudó y se hundió. Pienso en tantos hombres que desafiaron las advertencias de los que no tenían fe: «No lo vas a lograr. Es imposible. Déjate de aventuras locas y quédate donde estás. En este lugar estás seguro. ¿Para qué arriesgar toda tu vida inútilmente?». Esas advertencias tal vez las he escuchado en mi corazón alguna vez. Puede que alguien me las dijera en un momento de mi vida, cuando pensaba dar un salto arriesgado, o soñaba con hacer algo poco razonable. Tal vez entonces le hice caso y me quedé quieto. O quizás no tuve en cuenta su advertencia y seguí mi intuición más clara. Quizás todos hemos escuchado advertencias parecidas. Tal vez incluso las hemos dicho en alto viendo el peligro que corrían aquellos a los que amamos. A lo mejor teníamos razón y era poco razonable. O quizás nuestro miedo era demasiado grande. Pienso en la vida de Íñigo de Loyola. Un hombre que fue poco razonable, poco prudente. Él soñaba ya desde joven con grandes gestas humanas. Quería servir como un siervo a su reina. Anhelaba ganar grandes batallas humanas y lograr grandes triunfos en los que su nombre fuera recordado. Estaba dispuesto a morir dando su vida si con ello lograba defender su reino. Y casi la pierde cuando luchaba por defender el reino de Navarra de los ejércitos franceses. Había una gran desproporción entre los dos ejércitos. Por eso todo parecía perdido en la última batalla. Pero Íñigo quería morir dando la vida por las murallas de su reino y dijo: «Yo digo que luchemos». No le importaba tanto la muerte. Estaba dispuesto a morir con honor por aquello que tanto amaba. Un deseo de gloria humana. Vanidad de vanidades. Deseo de reconocimiento. No quería huir del campo de batalla con miedo. Fue capaz de arriesgarlo todo por un deseo heroico de hacer historia. Pero Dios conservó su vida para otras batallas. Sólo quedó herido en una pierna. Y en medio de su reposo fue cuando descubrió a Dios leyendo las vidas de los santos. Entonces pensó que él también quería ser un gran santo, el más grande: «¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?». Tenía sed de gloria. Ahora de Dios, antes de los hombres. Pero en aquel reposo eterno se fue haciendo consciente en su corazón algo muy claro: «Cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre». La gloria de Dios le daba alegría. La gloria humana sólo una alegría pasajera. Así fue como se decidió a hacer algo grande por Dios. Había desaprovechado su vida hasta entonces. Tenía que ponerse en camino en la aventura de su vida. Venció los miedos que querían retenerlo en una vida segura. No fue razonable ni prudente. Lo mismo le pasó a Pedro cuando lo dejó todo por seguir a Jesús. Cuando creyó que era posible caminar sobre las aguas revueltas. Un amor más grande movía su corazón.

Algo de vanidad movieron los primeros pasos de Íñigo. La vanidad humana juega un papel importante también en los santos. Siempre es la vanidad la que nos da el primer impulso para luchar por dar la vida. Es el deseo de gloria de quien quiere dejar su nombre escrito en alguna gesta heroica. Íñigo sufrió la tentación tan humana de querer ser el mejor en todo lo que hacía. Antes blandiendo la espada. Ahora siendo el más santo, el más pobre, el más humilde, el más unido a Dios. Se llenó de ese orgullo del que se cree en posesión de su vida. El orgullo del fuerte, del poderoso, del inteligente. El orgullo del valiente que no tiene miedo a la muerte. Se creía dotado de talentos y quería cambiar el mundo él solo. No comprendía que el cielo es un don que Dios concede: «Mientras siga pretendiendo que alcanzar a Dios depende de sus propios esfuerzos seguirá estrellándose contra el muro de su incapacidad»[2]. En Manresa tuvo que enfrentarse al amor de Dios. Se sintió débil e indigno. Entonces sus escrúpulos se apoderaron de sus fuerzas y estuvo dispuesto a morir por miedo antes de enfrentarse a ese Dios poderoso y exigente. Entregó sus escrúpulos que le hacían temer a Dios y temer el castigo por su indignidad. Se sentía tan frágil que no era capaz de mirar su vida con alegría: «Su pecado, que antes le producía vergüenza, ahora le provoca escrúpulo. Cada vez es mayor el dolor y menor el consuelo, hasta que se siente incapaz de mirar hacia Dios. Sólo ve, enorme, brutal, todo el mal que ha hecho antes. Ante él se alza, acusadora, la imagen sucia de sus egoísmos, sus afanes de riqueza y gloria, sus noches de lujuria, los años perdidos entre pompas y vanidades. No puede creer que Dios le perdone y ciertamente él no se perdona tampoco»[3]. Su pecado lo hace indigno. Se siente tan frágil que no logra creer en el amor de Dios. Descendió entonces a lo más profundo y oscuro de su corazón. Allí donde la imagen que veía de sí mismo era pobre y sucia. No se amaba, no se perdonaba. En ese momento experimentó el amor profundo de Dios. Se supo amado. Fue su verdadera conversión. Es verdad que ya antes estaba dispuesto a morir por Dios. Pero el acento estaba puesto en él, en su fuerza, en su valor. No creía de verdad en ese amor inmenso de Dios. Ponía toda la confianza sólo en sus fuerzas, en sí mismo. Se afirmaba sobre todo lo que él era capaz de hacer. Pero no miraba realmente a Dios como aquel que podía hacer grandes obras en su corazón. Pensaba que todo dependía de él, de sus fuerzas. Ahora todo cambió. S. Pablo me recuerda que mi fuerza está en Dios y que nada me puede quitar el amor que le tengo a Dios: «¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro». En realidad nadie podrá apartarme del amor de Dios si no le dejo. En Él confío. Porque sólo en Él construyo mi vida. Lo demás es poco importante. Pero muchas veces dudo. No me perdono por mis errores. No veo la belleza en mi vida. Quiero tocar cada día ese amor que me sostiene, que me levanta y recuerda cuánto valgo. Es el amor que me hace más fuerte. Más sólido en mi amor a los demás. No quiero dudar cuando las cosas no me resulten. A veces me encuentro con personas que se alejan del amor de Dios cuando pierden lo que poseen, cundo dejan de disfrutar lo que tenían, cuando tienen hambre y viven la soledad. No quiero que me pase lo mismo. Quiero que sean hondas las raíces de mi amor a Dios para que no tema nunca perder la fe. Es por eso que me atrae tanto el camino que hizo Íñigo. No renunció a quién era. Era un hombre apasionado por la vida. Y nunca dejó de ser un apasionado por lo humano. En Manresa descubrió ese amor tan grande que lo levantaba desde su miseria para salir de ahí renovado, lleno de esperanza. Me gusta el valor de los santos que confiaron en un amor más grande. Antes de tocar ese amor cayeron hasta lo más profundo. Pero luego lograron salir de ahí renovados en un amor más verdadero a Dios misericordioso. Con esas raíces uno ya no teme dejar de amar a Dios un día. Necesito hacer siempre de nuevo ese camino de conversión. Caer y tocar un amor que me levanta. Una persona comentaba: «Creo que la Virgen me ha traído aquí para romperme. Para aprender a ceder, a aceptar cambio de planes constantes, a no tener el control de las cosas, a confiar y a superar los miedos». María deja que recorra a veces lugares oscuros donde experimento la fragilidad y empiezo entonces a confiar de verdad. Los santos no se dejaron llevar por el temor a morir, por el temor al fracaso de todas sus obras. Estuvieron dispuestos a dar la vida siempre aunque seguir adelante pudiera llevarlos a la ruina humana. Se colocaron en la grieta abierta de la muralla, por la que entraba con fuerza el enemigo, como hizo Íñigo. Me parece heroico. Supieron que al final del camino estaba Dios esperándoles con los brazos abiertos. Se supieron frágiles, pecadores y fueron levantados de su miseria. Confiaron en un amor inmenso que los iba a levantar de su fragilidad. Comenta el P. Kentenich: «Una cantidad de modernas enfermedades anímicas tienen su origen en la falta de conciencia de culpa y en la falta de valor para arrojarse al abismo del amor misericordioso de Dios»[4]. Hace falta valor para confiar en la misericordia de Dios cuando parece que lo pierdo todo en la batalla. Hace falta valor para caminar sobre las aguas inseguras sin temer hundirme. Hace falta valor para entregar el propio pecado a Dios, y mostrarlo sin tapujos, sin miedo al juicio, sin temer el castigo. Hace falta tener un gran valor en el alma para permanecer delante de Dios con las manos vacías y no temer a ese Dios que parece pedírmelo todo. A ese Dios que me ama con locura. A ese Dios que, en realidad, me lo da todo sin pedirme nada.

Hoy Jesús sube a lo alto de un monte a orar, a descansar, con tres de sus amigos: «En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta». Jesús busca siempre lugares apartados en los que descansar. Eso me conmueve. Ama la soledad y el silencio. No le asusta estar solo. Busca lugares solitarios. Estoy acostumbrado a estar con gente. Rodeado de conocidos. En lugares conocidos. Me asusta la soledad. Duele la soledad, pero también me sana. «La forma cristiana de vida no libera de la soledad. La protege y la cuida como un don precioso. Quizás el penoso reconocimiento de la soledad sea un hecho fundamental en nuestra existencia. Pueda ser un don que debamos proteger y guardar, porque nuestra soledad nos revela un vacío interior que puede ser destructivo cuando es mal comprendido, pero lleno de promesas para el que pueda aguantar su dulce dolor»[5]. En la soledad asumida es donde Dios viene a mi encuentro. En esa soledad que duele, en esa soledad que beso. Me duele muy dentro estar tan solo, pero sé muy bien que ese es el camino para escuchar sus deseos. Jesús quiere hablarme en los silencios. En los momentos de paz. Dice F. Nietzsche: «Perdí la fe en los grandes acontecimientos, en la medida que están rodeados de bulla y humo. Y créeme, amigo Bullicio, los grandes acontecimientos no son nuestras horas más ruidosas, sino las más silenciosas»[6]. Jesús busca respuestas y consuelo en el silencio. En lo apartado de un monte. Me gusta pensar que las vacaciones son una oportunidad para buscar más la soledad en el monte de mi vida. Pero a veces no lo aprovecho y me lleno de ruidos, de actividades, de compromisos sociales. En ocasiones no lo puedo hacer de otra manera, es cierto, me veo forzado por la vida, por la familia, por los hijos, por los amigos. Y sé que entonces los silencios escasean en el descanso. Ojalá pudiera buscar más la soledad, como lo hacía Jesús. Buscarla para mirar hacia atrás el curso que termina y agradecer por todo lo vivido. Necesito ver desde arriba mi vida, mirar el paisaje pequeño del curso, mirar el camino trazado, dar gracias, descansar sin hacer tantas cosas. Con amigos. Con hermanos. Con familia. Desde lo alto del monte la vida que vivo se ve de otra manera. Allí, en esa soledad sagrada, los problemas son más pequeños y los miedos insignificantes. Es un momento de descanso para buscar las huellas de Jesús junto a las mías. ¿Cuáles han sido los regalos que he recibido en este curso? Es la primera pregunta que surge en el corazón. ¿De qué forma se ha manifestado en mi vida el amor que Dios me tiene? Hay muchos regalos ocultos en el paso cadencioso de los meses. Dios me quiere y me da muchas alegrías. Seguramente también hay otros regalos escondidos en lo hondo de mis cruces. ¿Cuáles son los momentos de dolor y cruz que he vivido? La amargura, la tristeza, pueden embargar mi corazón en momentos de cruz y alejarme del amor de Dios. Es una pena porque entonces pierdo la esperanza y dejo de mirar lo que me ocurre con optimismo y paz. En las cruces de este año se esconde la mano salvadora de Jesús. Él viene a mi indigencia, a mi hambre, a mi dolor. Viene a consolarme en medio de mi aflicción. A sostenerme cuando nada parece darle sentido a mi vida. Hay en Tierra Santa, en el Gólgota, una cueva profunda. En ella se ve la grieta en la roca. Sobre la roca el Gólgota en el que murió Jesús. Es la misma piedra de entonces. La misma dureza. La misma soledad. Es la capilla de Santa Helena donde fue encontrada la cruz de Jesús. Una persona rezaba así en ese lugar: «Aquí pesa tanto la herida de tantos que sufren. Han excavado tu roca, Jesús. Han horadado tu montaña. Han encontrado tu cruz escondida, callada, oculta. Descanso aquí en medio de tu dolor. No me turbo junto a la cruz. Me da paz este lugar de roca. Estoy solo. Todo es santo aquí. Todo está lleno de ti. ¡Cuánto silencio en este lugar de noche! Se alegra mi alma al pensar en ti. Descanso. Ya tengo menos miedo a la cruz. Toco suavemente tu roca hendida, herida. Gracias Jesús por sostener mi cruz». Quisiera mirar así las heridas de estos meses de batalla. Las cruces que han horadado mi alma. Han dejado una huella dolorosa en la roca de mi alma. Las quiero tocar con una paz distinta. Con la paz de Jesús en medio de mi vida. En el dolor Él me habla. Me hace valorar lo más importante. En este año quiero mirar hacia atrás y dar gracias por mis cruces. También pienso en las personas que han sido importantes. En las que me han marcado con sus palabras y sus gestos. ¿Quiénes han sido? Personas a las que tal vez no he cuidado tanto. Personas que me han cuidado a mí cuando estaba cansado. Personas en las que he descubierto un regalo de Dios para mi vida. Quiero agradecer por tantos que forman parte de mi camino lleno de voces y encuentros. Quiero mirarlos con misericordia y alegrarme de su presencia generosa. Perdonarlos si me han ofendido. Perdonarme si les he hecho daño. Y mirar sus vidas como un regalo que me enriquece. Por último, en la poca o mucha soledad de este tiempo, quiero repetir los síes que tengo que dar de nuevo. ¿Qué sí que me duele tengo que volver a pronunciar ante Jesús? El sí a mi vida como es, con su pobreza y su grandeza. El sí a mi fragilidad. El sí a mi fortaleza. El sí a las personas que caminan conmigo. Mis síes son esa letanía llena de música que repito con paz en el corazón cada mañana. Quiero a Jesús y le digo que sí en mi verdad, en mi vida, en mi camino, en mi vocación, en mi historia persona. Ese sí, como una roca, sostiene el mundo. Yo lo sé.

Jesús sube a lo alto del monte y se transfigura delante de los suyos: «Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Pienso en lo que sentirían esos tres amigos ese día en el Tabor. Me lo imagino. Emoción, alegría por saberse amados, elegidos. Podían estar a solas con Jesús. Jesús camina entre los hombres y de vez en cuando necesita, como yo, alejarse un poco para estar con su Padre. Para ver desde arriba su vida. Para descansar en su corazón y sentirse Hijo. Para tomar fuerzas para seguir dando la vida. El Tabor es un monte cerca de Nazaret. Forma parte de su paisaje conocido. Se levanta sobre la llanura. Se ve desde muchos lados. Y desde arriba se puede ver todo. Seguramente, Jesús iba allí de vez en cuando. Jesús no sube solo. Quería compartir ese momento de descanso con los tres más cercanos. El paisaje desde arriba es muy verde. Da paz ver ese monte verde rodeado de árboles. Comprendo que Jesús subiese allí con frecuencia. Es un lugar lleno de belleza. Cuando subo a veces no veo nada. Es arriba cuando el paisaje se abre y entonces puedo hablar con Dios con ese horizonte más ancho. En la cumbre es donde puedo ver algo de mi vida, un poco más de lo que veo en el llano, donde sólo veo el paso que tengo delante. Eso es para mí el monte. Y creo que eso es la vida. Subir al monte. Bajar del monte. A veces el paisaje es ancho, desde la cima veo el camino recorrido y veo cómo he vivido hasta ahora. Allí el cielo es más ancho, más azul. Allí descanso y cojo fuerzas. Eso es el Tabor. Cuando voy por el llano, cuando recorro el llano, puedo caer en la tentación de no levantar los ojos. Puede ser porque está todo lleno de árboles. Puede ser porque vivo el momento y la presencia de Dios en ese instante sin pensar más. Creo que en la vida necesito subir y bajar del Tabor muchas veces. Con los que quiero. Con Jesús a quien tanto quiero. Quiero hacerlo con los ojos bien abiertos. Para no perder un solo detalle. Quiero a aprender a estar, a descansar en lo alto del monte, sin programas ni deberes que hacer. Decía el P. Kentenich: «Queríamos desterrar de nuestra vida tanto el ruido externo como el interno. El ruido exterior: queríamos alejarnos de la calle, alejarnos de las innecesarias ocupaciones con cosas externas. ¡Horas tranquilas! ¡Silencio! No queremos que el ajetreo de la vida penetre ni en el corazón ni en la fantasía. Horas tranquilas han de ser horas de soledad, horas de comunión. Las horas silenciosas han de llegar a ser las horas más importantes de nuestra vida»[7]. ¡Cuánto me cuesta encontrar ese monte en el que aprendo a vivir! Cuesta esfuerzo subir. Pero una vez arriba veo que todo es mucho más sencillo. El Tabor es un lugar santo en el que veo la verdad de mi vida. Me veo tal y como soy. Allí descanso con los míos. Allí me siento en casa. ¿Quién es mi Tabor en el camino de la vida? ¿Qué lugares son mi Tabor? Hay personas que son como ese monte. Su presencia me ayuda a mirar mi vida con algo de perspectiva. A su lado me siento bien y puedo darle importancia a lo que la tiene y quitársela a las cosas pequeñas. Con ellas descanso. Hay lugares donde experimento esa misma paz. ¿Cuál es mi Tabor en la vida, ahora mismo? Hay lugares a los que a lo mejor puedo ir cada día a cargar el corazón. A llenarme de cielo. El Santuario puede ser ese mismo lugar. Sé que la nostalgia del Tabor, cuando no puedo estar allí, es, en definitiva, una nostalgia de cielo.

Jesús les muestra su verdad más honda en lo alto del monte: «Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él». El Tabor se hace cielo, por eso no quieren bajar de lo alto: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Jesús muestra su divinidad, el triunfo final de la resurrección sobre la muerte y el dolor. ¡Cuánto queda todavía de camino y de pasión! No lo comprenden en el alma los apóstoles. Pero intuyen que el cielo tiene la última palabra. Me emociona la delicadeza de Jesús. Se acerca a ellos. No se aleja al mostrarse en su divinidad. Eso me da paz. Se acerca a ellos como siempre. Como hizo cuando se encarnó. Se acerca al hombre y se queda, no se aleja de sus amigos. Yo tendría miedo de que Jesús se fuera con Moisés y Elías al cielo. Me asusta pensar que se va a ir y me va a dejar solo con mi vida. A veces junto al miedo de la cruz tengo ese otro miedo, un miedo mayor. Es ese miedo que surge cuando pienso que Jesús me puede dejar ahí solo. El miedo a sufrir yo solo el dolor por la ausencia de aquellos a quienes amo. Sin poder entonces tocar a Jesús. En el Tabor Jesús me dice que no tema. Que no se va a ir nunca. No se hace etéreo al transfigurarse, no se hace distante. Se acerca y se hace próximo. Los toca a ellos, me toca a mí. Me encanta ese gesto tan suyo. Me dice que no tenga miedo: «Levantaos, no temáis». Se queda con ellos. Nunca les va a dejar. No desaparece como un fantasma. Sólo les muestra su nombre de Hijo de Dios para que no pierdan nunca la esperanza. Y baja con ellos del monte. No les deja bajar solos. Quiere seguir amando en ellos hasta el final. En la vida, le pido a Jesús que nunca me deje solo. En mi Tabor le pido que esté conmigo y me muestre quién es Él y quién soy yo. Que me haga ver dónde está Él ahora y qué quiere de mí. Y cuando bajo al llano le pido que camine a mi lado y me sostenga. Le pido que me muestre cuánto me ama en el claroscuro de mi vida, en mis dudas, en mis pocas certezas. Esas certezas que tantas veces se tambalean y me hacen temblar. Le pido a Él que no me olvide nunca de lo vivido en el Tabor. Guardo los momentos de intimidad con Jesús como tesoros que saco para mirarlos cuando no entiendo nada. Creo que en la vida es bonito vivir a fondo cada momento. El presente pasa rápido y pronto se escapa en mi memoria. Quiero vivir aquí y ahora y exclamar como Pedro: «¡Qué bien se está aquí!». Cuando toque el Tabor. En ese momento de luz quiero dejarme querer por Dios, recibir y abrir los ojos para llenarme de su presencia. Y cuando me toque bajar al valle quiero vivir con esperanza mi camino. Ese camino de luces y sombras. Quiero dejarme el corazón amando como lo hacía Jesús, con nostalgia de cielo y esa alegría honda de vivir con el hombre. Lo sé con toda mi alma, aunque no siempre lo sienta o lo vea: Jesús va conmigo en la luz y en la oscuridad, en el Tabor y en Getsemaní. En las certezas y en mis preguntas inquietas está Él. En cada momento de mi vida me llama a estar con Él y me recuerda cuánto me quiere. Me gusta pensar que Jesús es Él mismo tanto en el valle como en el monte. Cuando cura enfermos o cuando reza. No se desdobla. No son dos, es uno. No separa nada. No divide lo humano y lo divino. En Él hay una unidad asombrosa. Es un amor único. Es Dios cuando está tumbado en Getsemaní, exhausto y suplicando misericordia. Es Él cuando come con pecadores y abraza a los leprosos. Es el mismo hombre que se reviste de blanco en el Monte Tabor y su rostro resplandece dejándonos ver el cielo. Es el mismo hombre que agoniza en la cruz cubierto de sangre en medio de la oscuridad de esa tarde. Yo separo con facilidad las cosas que Dios une. Divido mi vida. Lo humano y lo divino. Ahora me lo paso bien en el mundo. Ahora rezo y cumplo con Dios, para que esté contento. Ahora estoy con mis amigos, ahora me refugio en la oración para estar mejor a solas con Él. No integro las cosas en mi alma y eso me acaba enfermando. También incluso divido a Dios. El Dios de la Iglesia y el Dios ausente en mi vida, a quien no toco. O ese Dios presente sólo en normas que tengo que cumplir. Se me olvida que Dios me sostiene en la palma de su mano siempre. Se acerca a mí y me toca y me dice que no tema. Y en medio de mi dolor, o de mi rutina, mi vida se llena de luz. Mi vida diaria es mi lugar de encuentro profundo con Dios. En lo cotidiano está mi Tabor. Oculto en lo alto del monte. Allí toco el cielo. Y con el cielo grabado en el alma bajo a mi vida diaria. Bajo a mi rutina, a mi cruz, a mis vacíos. Y todo se une.

Hoy Jesús me recuerda algo fundamental para mi vida. No quiero olvidarlo nunca: «Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: - Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto». Quiero grabar estas palabras en mi alma. Soy un convencido de que al ser bautizado yo siendo niño Dios me dijo que me amaba como su hijo predilecto. Hoy, al bautizar a tantos, Dios pronuncia esta misma frase en el corazón de cada uno, mientras yo bautizo: «Eres mi hijo amado». Cada niño al ser bautizado es el hijo elegido y predilecto de Dios. Esta frase se graba en su corazón y resuena hondo en su alma. Pero también sé muy bien que con el tiempo me olvido. Igual que esos niños que crecen también se olvidan. Dejo de sentirme predilecto de Dios. No oigo más esa voz tan cálida en mi alma. Me duele la soledad y el silencio. Se apaga esa voz profunda que me hace sentir que valgo mucho. Que soy especial a sus ojos. Tal vez son los hombres con sus voces graves los que me recuerdan que no soy predilecto. No soy el elegido. No soy nada especial. Hay cosas que hago mal. Y el amor tiene un precio. Si actúo como ellos esperan, entonces me aman. Me dicen que no valgo y yo me lo acabo creyendo. Tiene su lógica. Parece entonces que necesito la aprobación del mundo entero para creerme que Dios me ama. Para creer que mi vida tiene valor. ¡Qué poca fe tengo en el amor de Dios! Me falta tanto amor para estar saciado. Y me convierto en un mendigo de frases de aprobación. Y espero el reconocimiento de todos toda mi vida. Pero no llega. Travis Bradberry menciona una creencia tóxica que me envenena: «He triunfado si recibo la aprobación de los demás». Esa creencia me llena de amargura y me hace pensar que sólo la aprobación de los demás le da valor a mi vida. Continúa el autor: «Una cosa está clara: nunca serás tan bueno ni tan malo como dicen que eres. Es imposible desactivar las reacciones a lo que piensan los demás, pero siempre puedes tomarte las opiniones ajenas con reservas. De esta manera, independientemente de lo que la gente piense o haga, la autoaceptación depende de ti». Depende de mí. Mi valor no me lo dan los demás. Valgo por lo que soy, no por lo que dicen que soy. Me paraliza o me levanta esa creencia que yo he ido construyendo sobre mí mismo. La imagen que tengo de mi persona. Valgo mucho más de lo que yo creo que valgo, de lo que los demás creen que valgo. Dios me ama por encima de todos mis límites. Ve una belleza escondida que yo no atisbo. Dios me quiere cuando yo con frecuencia no me quiero nada. Me gustaría llevar esta creencia grabada en el pecho y recordarla siempre. Creerme que Dios me ama cuando caigo, cuando defraudo a otros, cuando me defraudo a mí mismo. Pero estoy ciego. No oigo su voz. No veo su amor. Tal vez por eso necesito subir al Tabor una y mil veces para escuchar de nuevo su voz. Me quiere. Me necesita. Valgo mucho porque soy hijo de Dios. Soy su hijo amado. No le defraudo cuando fallo. Simplemente le conmueve mi infelicidad, siente compasión ante mi fragilidad. Me toma de la mano. Me levanta. Y se alegra con mi vida. En la película «Dunkerque» los soldados ingleses, al ser evacuados de una muerte segura y regresar a sus hogares, sienten que han fracasado. Y creen que a su llegada recibirán desprecio y rechazo. Han defraudado a su país. ¡Qué grande es su sorpresa al ver que los reciben con aplausos y admiración! Sólo han sobrevivido, pero eso ya es mucho. A veces, para ser aceptado, creo que tengo que hacer grandes gestas. Lograr maravillosas metas que sean recordadas. Alcanzar cumbres imposibles. Cuando no lo logro, me hundo. Creo que he defraudado al mundo, a Dios, a los hombres. Y vivo apesadumbrado. Incapaz de amar mi vida y sus obras. Hoy Jesús quiere recordarme cuánto valgo. Se alegra y me mira con misericordia y se conmueve al ver mi pequeñez. Quiero sentir su abrazo lleno de paz y descansar sobre su pecho.
 

[1] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[2] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[3] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[4] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[5] H. Nouwen, El Sanador herido
[6] F. Nietzsche, 1844-1900, Así habló Zaratustra
[7] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
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