Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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V Domingo de Pascua

por Al partir el pan

Hechos de los apóstoles 6, 1-7; 1 Pedro 2, 4-9; Juan 14, 1-12

«Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. Creedme, Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras»
«Ser maduro tiene que ver con ser más sabio. Con aprender de la vida. Con vivir apasionado cada segundo. Con aspirar a lo que aún no logro. Con entender las cruces como parte del camino»
 
Me gusta observar la vida en su diversidad. La naturaleza, el paisaje. Los animales, mi entorno. Me gusta comprobar que no todos ven las cosas como yo las veo. Ven matices diferentes. Se apasionan en lugares que a mí no me apasionan. Y vibran con una música con la que yo no vibro. No a todos les gusta lo mismo. A mí me gustan otras músicas, otros paisajes, otros matices. No todos toman las mismas decisiones que yo. No todos prefieren lo que yo prefiero. A veces me cuesta ver las diferencias. A veces me cuesta aceptar lo diferente. Quiero aprender a alegrarme con la diversidad, sin querer buscar la uniformidad. Aceptar que no soy igual a otros, ni lo pretendo. Ni los demás piensan como yo. En ocasiones me descubro comparándome con otros. Y quiero hacer lo que los otros hacen. Vivir de su misma manera. O pretendo que ellos hagan lo que yo hago. Porque lo mío es lo bueno. No sé. ¿Quién soy yo de verdad? ¿Dónde está mi originalidad? ¿Por qué cuesta tanto aceptar las diferencias? Me gusta pensar que Dios ha pensado mi forma original de amar, de vivir, de pensar. Dios ha creado las diferencias. Ama las diferencias. Yo no pienso como Dios. Me gustaría. Igual que veo su mano tejiendo mi alma mientras yo duermo. Soñando una vida plena antes de comenzar yo el camino. Quiero pensar en la mirada de Dios mientras pensaba en mí. Y se alegraba al ver todo lo que podría llegar a ser a partir de una pobre semilla. Un Dios que ama las diferencias. Me conmueve pensar en su creatividad. Todo lo hace nuevo en mí. Comienza desde mi pobreza una forma nueva de vivir. Y sueña con una obra de arte original e irrepetible. Y tal vez yo no quiera que las cosas sean tan originales. Veo el mundo que busca la uniformidad más que la diferencia. Las mismas modas. Los mismos hábitos. El pensamiento único, masificado. Un mundo que se alegra con los que entran en un mismo esquema antes que con los que se salen de la norma. No es tan fácil ser original y ser aceptado. Seguir su propio camino. Cuando alguien piensa de forma original digo que es raro y lo aparto un poco. Lo encasillo en la casilla rara. Cuando una persona actúa de una forma diferente, la tacho de excéntrica. Me gusta lo distinto hasta que choca con lo mío. Entonces dejo de admirarme ante esa belleza rara que no es la mía. Y defiendo mi gusto como si fuera el único válido y verdadero. Y descalifico a otros por el mero hecho de ser diferentes. El otro día leía: «En el reino de Dios, la verdadera identidad consiste en no excluir a nadie, en acoger a todos y, de manera preferente, a los marginados»[1]. Respetar al diferente y acogerlo. Se habla hoy mucho de tolerancia. Pero sólo hasta que tengo que tolerar al que piensa distinto a mí. Entonces cuesta más ser tolerante. ¡Cuánto cuesta educar en la originalidad, respetar al original y amar al diferente! Respetar a los que se comportan de acuerdo a su original forma de ser. Aunque esa forma no sea la mía. Una forma de ser que me cuesta y no acepto. Hace falta una conversión del alma para querer al que es diferente, al que no actúa, ni siente, ni piensa como yo lo hago. Es un acto de misericordia que muchas veces no logro. Pero ante todo quiero también ser cuidadoso con mi propia originalidad. No tengo que imitar a otros para ser querido y aceptado. Tengo que ser yo mismo aunque a veces sienta que no me entienden o no me aceptan. Decía el P. Kentenich: «No queremos abandonar nuestra individualidad, el cuño que por naturaleza caracteriza nuestro ser y nuestro actuar. No debemos moldearnos todos según la misma horma. No debemos ser la simple imitación de un modelo. No debemos ser una copia, cada uno debe ser un original»[2]. Soy original. No soy copia. Eso es así. No lo olvido. No quiero adaptarme a lo que todos hacen. Vestir como todos. Pensar como todos. Actuar como todos para no desentonar. Porque el que llama la atención es molesto. Como el clavo que sobresale por encima de la madera. Un martillazo y vuelve al mismo nivel. Ya no sobresale ni molesta. Así hago a veces con otros cuando me incomodan. Así hacen a veces conmigo cuando yo molesto. Demasiado original, pienso. Pero, ¿quién puede decir cuándo algo es demasiado original, distinto, propio? No hay ese límite. Cada uno está llamado a ser fiel a sí mismo, no importa si a mí me molesta. Yo estoy llamado a ser yo mismo, sin importar si molesto a otros. No soy la copia de nadie. Quiero conocerme para poder darme. Quiero saber quién soy para no compararme con otros. Creo que todos tenemos en el alma un germen de lo que podemos llegar a ser. No lo conocemos del todo. Es una semilla que sólo si muere da fruto. Puedo ser mucho más de lo que ahora soy. Más yo mismo. Más fiel a mi verdad. Quiero ahondar en mi alma y ver cómo resuenan las cuerdas ocultas en lo más profundo. Tengo un gusto particular por la vida, por la belleza, por las personas. Tengo una capacidad muy original de amar y de entregar la vida. El otro día leía: «Hay algo en la raíz del ser de la persona que es absolutamente original, totalmente original. Esa es una originalidad nuclear y fundante, sobre la que se asienta luego cualquier otra. Cada persona se nos revela única»[3]. Tengo una forma propia de pensar y entender la vida. Una forma única de ser. Sólo necesito conocer mi verdad más profunda para poder tener paz y no vivir en tensión con el mundo, con los hombres. Ser fiel a mí mismo. Para poder darme de acuerdo a la tonalidad que llevo impresa en mi alma. El color de mi alma. Quiero ser yo mismo sin imitar a nadie. Que mi forma de ser y de amar se pueda extender más allá de mí mismo. Mi manera de hacer las cosas. Mi luz, mi belleza escondida. Mi vida engendra vida. Crea. Me gusta creer que dentro de cada uno hay escondida una misión única. Lo que yo no haga. Lo que no realice, nadie podrá realizarlo de la misma manera. Eso me gusta. Soy imprescindible para Dios.

Miro a María en este mes dedicado a Ella buscando ver en su alma mi rostro reflejado. La miro a Ella que me acoge en el Santuario y me abraza para decirme de nuevo que me estaba esperando. Y me sonríe. Siempre me mira. Siempre me sonríe. Y sabe que vuelvo cansado, algo roto, con algún que otro rencor grabado en el alma. Pesa el corazón. Ella sostiene mis pasos cansados al final del día. Y me anima de nuevo por la mañana a emprender un nuevo día, un nuevo camino. María sabe muy bien lo que necesito en mi cansancio. Conoce mis notas más profundas calladas en el alma, las que sólo Ella sabe despertar con su melodía. A veces desafino. Y Ella me regala la armonía. Ha vivido conmigo cada paso por la arena. Ha recorrido mis sueños. Ha cimentado mi vida. Ha enjugado mis lágrimas en medio de mis pesares. Ha sufrido en mis caídas. Me ha animado estando yo apagado por las derrotas. Ella, que educó a Jesús en sus brazos, quiere educarme a mí en sus brazos. Lo hace con tanta ternura. Conoce mis miedos y debilidades. Por eso me gusta mirar a María y descansar en Ella. Como un niño. Porque me conoce y me espera. Me sostiene en cada momento turbio del camino. Mira mi vida y mi cruz con amor de Madre. Mira lo que soy y ve todo lo que puedo llegar a ser si me dejo hacer. La semilla enterrada. Ese ideal para el que estoy hecho. A veces puedo ver mi vida llena de luz en medio de mi pobreza. Pero otras veces me embarga la tristeza. Y esa mirada sombría no me deja crecer. No creo que pueda lograr más de lo que ya hago y detesto los ideales que me muestran metas imposibles. Cumbres inalcanzables. María me levanta. Me hace creer de nuevo en mí mismo, en la fuerza de mis pasos. Me dice que Dios me ha creado con un tesoro escondido en el alma. Me muestra mi luz oculta. Abre mis ojos. Y me dice que valgo mucho más de lo que yo creo. Y descubro en Ella un camino nuevo de vida en plenitud. Atisbo un sueño dormido aún en lo más hondo de mi ser. Sus manos hábiles tienen tanta ternura. Conoce mi sensibilidad. Se toma su tiempo. Es verdad que en ocasiones trato de educarme con ideales que están fuera de mí. Miro la belleza objetiva que reflejan y veo la bondad en su esencia. Me gustan, me atraen. Me maravillo ante ideales asombrosos que despiertan mi anhelo. Pero me olvido de mirar dentro de mí para ver si las cuerdas del alma resuenan. En su lugar miro fuera, en otros corazones, en otras vidas. Me detengo en el mundo comparándome. Dejo de mirar a Dios. Dejo de mirar dentro. María quiere que mire dentro de mí. Quiere que descubra dónde y cómo resuena mi alma en contacto con la vida. Quiere que encuentre con claridad esos ideales con los que vibra mi corazón. María me ayuda a encontrarme con mi verdad y a aspirar a lo más bello, a lo más grande. Decía el P. Kentenich: «Ella tiene el carisma de difundir a su alrededor una atmósfera sobrenatural purificada, ideal, a fin de mantenernos eternamente jóvenes y frescos, maleables y abiertos, para darnos un fino olfato para todo lo auténtico, para todo lo grande según la visión de Dios, para conservar ideales, para fortalecerlos y hacerlos actuar en nosotros»[4]. El ideal es esa fuerza interior que Ella despierta en mí a través de la alianza de amor. Crea una atmósfera en la que descanso. Como Jesús descansaba al llegar a Betania. Descubro quién puedo llegar a ser y me pongo manos a la obra. En su atmósfera positiva, de alegría, es fácil respirar. Necesito darme tiempo para conocerme mejor. Para descubrir esas fuerzas interiores que mueven mi alma. Arde mi corazón como el de los discípulos camino a Emaús. Arde al tocar Dios las fibras de mi alma. Descubro mis fuerzas interiores a veces dormidas. Lo que me levanta cada mañana. ¿Qué hago con todo aquello que me hace soñar? Sé que en ocasiones descuido el fuego que hay en mi corazón. Algo arde en mí, pero lo descuido, lo olvido, me vuelco sobre el mundo y dejo de lado lo importante. Quiero volver a esa idea original que Dios soñó para mí. Quiero llegar a ser la versión más lograda de mí mismo. El mejor yo. María me enseña el camino. En este mes quiero volver una y otra vez al Santuario a renovar mi sí. Mi sí a mi vocación, a mi camino, a mi alianza, a esa forma original que tengo de plasmar mi vida, de ser yo mismo, de amar desde lo más hondo de mi ser. Mi forma de pensar, de sentir, de actuar. Está todo teñido por la fuerza de ese ideal que vive en mí. Quiero vivir así. Manteniendo encendido el fuego. Por eso me vuelvo hacia María. Me gusta en este mes llegar como un niño ante su imagen. Con las flores frágiles que recojo en el camino. Consciente de lo poco que amo pudiendo amar tanto. Miro su rostro alegre y veo en Ella mi reflejo. Descubro mi verdad. Le pido que me ame más de lo que yo me amo, de lo que yo la amo. Que no me suelte de la mano en medio de mi camino cuando busco autonomía. Quiero creer en su poder actuando en mi vida. La necesito. Quiero dejar mi vida en sus manos y confiar. Dejar mis miedos y preocupaciones que tanto me perturban. Mis angustias y agobios. Ella permanece al pie de mi cruz como me lo recuerda Jean Vanier: «Creo que esa es María al pie de la cruz. Jesús es vulnerable. La presencia de María es algo muy fuerte. Ella representa a toda la humanidad. Le dice: yo estoy contigo. No hay nada que hacer. Yo te amo y me ofrezco al Padre. Es la hora de Jesús. Conoce los textos de Isaías del servidor que sufre y nos sana por sus heridas. Pero al mismo tiempo es como si una espada atravesara su corazón. Porque sabe quién es Jesús. Es el misterio extraordinario del lazo que une a María con Jesús. Tener sed en lenguaje bíblico significa estar con angustia. Jesús nos pide descubrir la compasión. Y dar el perdón. Saber estar de pie delante de la persona que sufre y decirle que la quiero». María me enseña a caminar con mi dolor como acompañó a su hijo vulnerable. Frágil como yo. Me sostiene en mi angustia. Sufre conmigo como sufrió con Jesús. Y me muestra el camino de la compasión, de la misericordia. Quiere que yo también, como Ella, permanezca al pie de la cruz del hombre que sufre. De Jesús doliente. Que yo sepa sostener a otros como Ella me sostiene a mí en el dolor. Que yo sepa aliviar la sed de muchos que tienen hambre y sed de amor. Que calme la angustia que sufre el hombre de hoy. Y por eso me enseña el camino haciéndolo conmigo. Calma mi angustia, para que yo calme a otros. Acaba con mi sed para que yo dé de beber. Me sostiene para que yo aprenda a sostener. En mi herida me sana para que yo sane a otros desde mi herida. Ella me cuida en el camino. Eso me da tanta paz.

A veces corro el peligro de no lograr luchar por las más altas estrellas. Porque me pesa la angustia, o la pena, o el desánimo. Lo expresaba así el P. Kentenich: «Ya no somos de ayer, no nos sentimos ni nos damos más como soñadores juveniles, ajenos al mundo. El tiempo y la vida han sacudido rudamente los pilares de nuestro cuerpo y nuestra alma. ¡A cuántos de los que comenzaron con nosotros el vuelo hacia lo alto, se les quebraron entretanto las alas! Cansados y decepcionados»[5]. Me da miedo estar cansado y decepcionado de la vida. Triste por no alcanzar nunca las metas soñadas. Angustiado por no ser capaz de llegar más alto y tropezar siempre de nuevo con la misma piedra. Me da miedo conformarme y sentirme maduro, es decir, satisfecho con mi vida como es ahora. No quiero vivir amargado y herido por la vida. Esa experiencia es la que más duele en el alma. Quiero ser niño, quiero ser joven, quiero ser dócil, quiero ser flexible. Para que los ideales no dejen de tener fuerza en mi corazón. Puedo ir siempre más lejos. Puedo ser mejor de lo que soy ahora. No quiero perder la fe en verdad, en la bondad, en la paz, en el amor. Me encuentro con tantos jóvenes que ya han perdido ese entusiasmo. Me encuentro con adultos que tampoco lo poseen. Aunque es verdad que también veo hombres ya ancianos que no han perdido la fe en el hombre, ni en Dios, ni en la vida. Creen que pueden cambiar siendo ya viejos. Se esfuerzan por ser mejores. Y ven con alegría la vida de los jóvenes. No comparan el presente con su vida pasada. Me da más pena ver jóvenes que no sueñan. Que buscan una vida instalada y no se proyectan. Que creen que las cosas se tienen que seguir haciendo así. Han perdido la luz de su mirada. No tienen pasión por la vida. Albert Schweitzer hablaba así de la madurez: «Creían en la victoria de la verdad, pero ya no. Creían en los hombres, pero ya no. Creían en el bien, pero ya no. Se consumían de celo por la justicia, pero ya no. Confiaban en el poder y la validez del espíritu conciliador, pero ya no. Podían entusiasmarse, pero ya no. Me dio miedo de tener que mirar, también yo alguna vez con tristeza, hacia el pasado. Por eso decidí no someterme a ese trágico volverse razonable. Y lo que me juré en casi adolescente terquedad, he tratado de llevarlo a cabo»[6]. No quiero dejar de creer en las cosas que antes me hacían soñar. No quiero conformarme y dar por perdidos esos ideales que antes me encendían el corazón. No quiero apagar el fuego que hubo un día en mi alma. Hoy me prometo ser fiel a lo que siempre encendió mi corazón. Y me decido a volver a elegir una vida grande, de horizontes amplios. Se lo pido a María en el Santuario. Le pido que me enamore una vez más de lo que me hace vibrar por dentro. Quiero creer en el poder de esos ideales que un día encendieron mi corazón. Por eso no entiendo la madurez como un instalarse. Como un estado en el que dejo de soñar con lo imposible. Y me conformo con lo que me parece más razonable. Creo en otra madurez de vida. Creo que ser maduro tiene que ver con ser más sabio. Con aprender de la vida que Dios me ha regalado. Tiene que ver con tener sangre en las venas y seguir viviendo apasionado cada segundo. Tiene que ver con aspirar a lo que aún no logro y desear lo que no poseo. Tiene que ver con saber vivir la vida. Con saber caer y levantarme. Con entender las cruces como parte del camino. Es la madurez una gracia que llega como don de Dios, no necesariamente con el paso de los años. La madurez tiene que ver con saber aceptar las contrariedades. Sin echar la culpa al mundo cada vez que me equivoco. Asumir con alegría las consecuencias de todas mis decisiones. Reírme de mis torpezas y entender que la perfección es algo tan innecesario como vacío. Disfrutar de la belleza. Saber perder el tiempo en cosas poco importantes. Valorar el amor como lo más sagrado y valioso de la vida. Y entender que el que no pone su corazón como prenda cuando ama no ha vivido su vida de verdad. Una persona madura vive la vida que le toca sin quejas ni amargura. Y sabe sacar lo mejor de las circunstancias adversas. No se ha llenado su corazón de amargura con el paso de los años, con los desengaños que todos tenemos. No se ha vuelto desconfiada pese a tantas decepciones. Vuelve a confiar como un niño siempre de nuevo. Porque una persona madura, valga la paradoja, tiene alma de niño. De niño dócil, alegre e inocente. De niño puro con ojos grandes y manos torpes. Tiene los pies en la tierra y el alma prendida del cielo. Una persona madura no tiene todas las respuestas necesarias para recorrer el camino y cada vez lleva en el alma más preguntas. No le tiene miedo a sus miedos. Porque confía en que su fuerza no está en los talentos que Dios le ha dado. Camina aunque esté cansado. Y está siempre atenta a ponerse en camino cuando alguien, cerca o lejos, le pide su ayuda. Quiero yo lograr esa madurez de vida. Esa sabiduría para vivir mejor, para vivir con más hondura. No quiero volverme rígido. No quiero acomodarme en mis metas pequeñas y exiguas. Una persona madura nunca deja de creer. Siempre mira más lejos y sus pasos siguen hacia delante hasta ese cielo que le han prometido. Quiero esa madurez que es don. Quiero esa vida plena en la pequeñez de mis pasos. Quiero ese corazón grande, herido y pobre que se ha entregado mil veces y no duda en volver a hacerlo estando roto. Porque le ha perdido el miedo al dolor. Y sabe que gana más el que lo arriesga todo. Así quiero vivir yo cada mañana.

No quiero que tiemble mi corazón. Así me lo dice Jesús hoy: «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí». Y me dice que la fe me va a ayudar a no temer. Sé que cuando dejo de creer aumenta mi miedo. Por eso no quiero dudar. Hoy Jesús me pide que tenga fe en Él y en sus obras: «Creedme: Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras». Me falta fe para creer en Dios, en su camino. Me falta fe para creer en todo lo que puede hacer conmigo si me dejo. Si me convierto en instrumento. Si soy dócil y maleable en sus manos. Tiembla mi corazón tantas veces cuando intento controlar la vida. Me acobardo. Como los discípulos en la barca en medio de la tormenta, cuando no controlaban su vida. Tiembla mi corazón por el miedo a perder cada vez que arriesgo. Me falta fe. El otro día leí la historia de un hombre en la india que fue plantando árboles en un desierto durante cuarenta años. Al final creció un bosque y volvieron los animales que habían huido cuando todo era desértico. Me conmovió la historia. Me impresionó lo que pudo lograr la fe de ese hombre. ¡Cuánta fidelidad! Y todo sin ayuda. Sólo con el apoyo de su familia. Ellos creyeron en él. Y él creyó en el poder de la fidelidad. De la gota que de forma constante cae sobre la piedra y la acaba horadando. Esa fe de ese árbol plantado cada día. Uno nuevo. Uno más. Me alegra la fidelidad de ese hombre que cuidaba su bosque día tras día. Hizo que el desierto se convirtiera en un vergel. Trajo la vida donde abundaba la muerte. El agua al desierto. La esperanza a un mundo sin esperanza. Así quiere ser mi vida. Esa fidelidad de cada día. De cada hora. Hay muchos desiertos a mi alrededor. Desiertos donde falta la vida y el amor, donde no hay esperanza. Donde se impone la angustia y la pena. Sembrar árboles es mi tarea. Todos tenemos esa tarea de ir día a día sembrando sonrisas, esperanza, alegría. Un poco cada día. Sin perder la fe. Aunque no se vean los resultados inmediatos. Estoy tan acostumbrado a que todo sea rápido. Pero hoy Jesús me pide que tenga fe, que no dude, que no tiemble mi corazón al ver los desafíos que tengo por delante. A veces quiero controlarlo todo y me angustio. Pretendo llegar yo a todo. Pero me olvido de la fe. «La fe es la creencia en lo que no se puede ver ni tocar. La fe es caminar —de frente y a toda velocidad—hacia las tinieblas. Si realmente tuviéramos todas las respuestas en cuanto al significado de la vida y la naturaleza de Dios y el destino del alma, la religión no sería un acto de fe ni un valiente acto de humanidad; sería simplemente una prudente póliza de seguros»[7]. La fe es creer en lo que no se ve. Es caminar a tientas percibiendo la mano de Dios y escuchando su voz que susurra mi nombre. Es confiar en lo que no parece posible sólo con mis manos. Es la actitud del niño atado a Dios y con los pies en la tierra. Es la mirada del hombre que ha dejado de ser el centro para poner en el centro a Dios. Así quiero vivir yo. No quiero que tiemble mi corazón al mirar hoy a Jesús. Confío más en Él que en mí mismo.

Saber que voy camino hacia el cielo me da paz. Hoy lo vuelvo a recordar al escuchar a Jesús: «En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy Yo, estéis también vosotros. Y adonde Yo voy, ya sabéis el camino». Sé que allí me espera Jesús. Mi camino es Jesús y Él me espera en el cielo. Es un camino que llega al corazón de Jesús. Esa certeza salva mi vida. El cielo es la meta de mis pasos. Jesús prepara un lugar para mí. El lugar que ha pensado para siempre en su corazón. Allí encajo de acuerdo a mi originalidad, de acuerdo a como soy. Muchas veces me ha tocado predicar de este evangelio en funerales. En el momento de la muerte la pregunta cobra más fuerza: «¿Quién me espera al final de mi camino?». Ya sea corta o larga la vida surge la misma pregunta: «¿Quién estará conmigo para siempre?». Jesús me espera al final de mi camino. Él lo prepara todo para mí, para que esté bien, para que tenga paz. Esa esperanza mueve hoy mis pasos. Un cuarto a mi medida. Una estancia. Un lugar en su corazón, en la herida de su costado. Me gusta imaginarme a Jesús a la puerta de la vida. Esperando mi llegada. Sabiendo que llego. Me gusta mirar más lejos de mis pasos inmediatos: «Cuando un hombre ya no es capaz de mirar más allá de su propia muerte y relacionarse a sí mismo con lo que perdura más allá del tiempo y del espacio de su vida, pierde su deseo de crear y pierde la alegría vital del ser humano»[8]. Necesito proyectarme en una vida eterna. Necesito mirar los pasos que doy en Jesús, que es mi camino, mi verdad y mi vida. Pero a veces no sé bien cómo seguir. Y yo quiero saber siempre cuál es el camino, como Tomás: «Tomás le dice: - Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino? Jesús le responde: -Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto». Me cuesta ver a Jesús como mi camino. Quiero asumir que es Él el sentido de mi vida. Hacia Él voy. En Él vivo. Eso me da paz. Si me olvido de todo lo demás y Él queda, con eso basta. Jesús me muestra que el camino concreto es Él. A veces me empeño en descifrar las huellas de mi camino exacto. Los pasos que tengo que dar. Cómo apurar los años para llegar antes a metas que yo mismo me pongo. Me exijo logros. Estar en cierto lugar a cierta edad. Conseguir un cierto status cuando cumpla tantos años. Como otros lo han hecho. O como otros esperan que yo lo haga. En ocasiones me gusta marcarles el camino a otros. Por dónde deben ir de acuerdo a mi experiencia. Lo que a mí me parece mejor. Y sufro cuando me equivoco. O cuando se equivocan. El camino no era el correcto. Hoy Jesús no me dice que tiene un camino concreto para mí. Me dice que Él mismo es el camino. Eso tiene otra fuerza. Y me da tanta libertad. Jesús es el camino de mi vida. Basta con pertenecerle a Él para estar en el camino correcto. Y cuando he fracasado en un camino concreto, vuelvo a empezar. Me ato de nuevo a Cristo. A veces espero que los demás acepten mi nuevo camino. Que estén de acuerdo con mis fracasos y con mis nuevos comienzos. Voy mendigando la aprobación de mis decisiones. Esas decisiones cuyo peso cargo yo solo. Pero no sé por qué busco la aprobación. Parece a veces tan importante que los demás asientan a mi vida. Es como si Dios en los ojos del que me mira me estuviera diciendo que estoy bien, que es verdadero lo que hago, que no tenga miedo, que no tiemble. Mendigo la aprobación del mundo. Tal vez no es tan necesaria. Hoy Jesús me dice que Él es el camino. Que no me agobie pensando si mi camino es el mejor o el más correcto. Que basta con vivir en Él porque Él es el que manda. El que decide. Su tierra es mi camino. Sus pasos mi camino. Y eso significa estar más unido a Él. No vivir haciendo cosas, sino vivir amándolo todo en Él. De eso se trata. El camino, la verdad, la vida. Mi verdad es Cristo. Mi vidame viene de Cristo. Hoy las lecturas hablan de una vocación de servicio: «La propuesta les pareció bien a todos y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Se los presentaron a los apóstoles y ellos les impusieron las manos orando». Los eligieron para servir. Un camino. La vocación es siempre una llamada a amar más. Un camino para dar la vida. La vocación de Jesús a cada uno es una llamada a vivir en Él. Mi verdad, mi camino, mi vida. Si vivo en Él es todo más fácil. Si me alejo me acabo secando. Miro a María y le pido que me ayude a vivir en Jesús como lo hizo Ella: «¡Ella se confiesa partidaria de Cristo! Si no, no habría estado al pie de la cruz mientras la rodeaban los enemigos que estaban en contra del Señor. Ella y también los otros, san Juan y las otras piadosas mujeres bajo la Cruz, todos fueron fieles al Señor, creyeron en Él, creyeron en su misión»[9]. María cree. Jesús es su camino. También es el mío. Quiero ser fiel a esa llamada a servir en Él, a amar desde Él.

Hoy Felipe muestra sus dudas: «Felipe le dice: -Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le replica: -Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: - Muéstranos al Padre? ¿No crees que Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que Yo hago, y aún mayores». Felipe no sabe que Jesús refleja el rostro del Padre. En Jesús está la meta de mi camino. Está el camino mismo. Jesús le reprocha que no le conoce. Es duro con él. Tanto tiempo a su lado y no lo conoce. A veces puedo pasar mucho tiempo al lado de una persona sin conocerla. Creo que la conozco. La juzgo. Opino sobre las decisiones que toma. Hablo de ella. La condeno o la alabo. No importa. Todo lo hago creyendo que la conozco de verdad. Pero no es así. No la conozco del todo. Me he quedado en la superficie de su vida. Juzgo sus actos, sus opiniones, sus comentarios. Me quedo con la amargura que mostró un día, o con la pena que dejó ver otro. Me quedo con su mirada superficial en una ocasión. Con sus tensiones. Con su debilidad. Me detengo en su pecado y no se me ensancha la mirada dentro de su alma. Felipe era frágil. No conocía a Jesús del todo. No veía a Dios en Él, el poder de la misericordia del Padre. Tanto tiempo con Él. Tres años caminando juntos, soñando juntos, vibrando juntos en una misma vida. Quiero conocer de verdad a los que amo, a aquellos con los que comparto la vida. Quiero conocer hasta el fondo del alma, sin quedarme en la apariencia. Quiero conocer a Jesús. Me daría pena que Jesús dijera eso de mí. Que le da pena que no le conozca. Jesús que me quiere y me conoce hasta lo más hondo de mi ser. Jesús que ha venido a buscarme a mi vida. Y yo no lo conozco. Y no sé bien dónde me lleva. Y me turba el camino que sigo. Y proyecto en Él una falsa imagen de Dios. Porque Dios es misericordia. Es verdad que llevo mucho tiempo con Él, pero no lo conozco hasta el fondo. No lo amo en sus entrañas. No me pongo en camino en Él. Su camino. No descanso en medio de sus llagas. Quiero hacerlo. Quiero conocer más a Jesús. Y si creo más en Él, podré hacer sus obras, aún mayores. Eso me cuesta creerlo. Pero si tengo la fe de un niño será posible. Podré hacer milagros en su poder. Porque mi camino es el suyo, mi verdad está en Él. Y mi vida es la suya.
 

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[2] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[3] Javier Barraca Mairal, Originalidad e identidad personal, 72
[4] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[5] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[6] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[7] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[8] Nouwen, El Sanador herido
[9] J. Kentenich, Vivir la misa todo el día
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