Viernes, 19 de abril de 2024

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La llamada

La llamada

por Diálogos con Dios

Cada vez que miro su carita redonda y simpática me asombro de que esté con nosotros. Ya hace más de un año que vino a casa y todavía me cuesta creer que sea mío.
Mi hijo. 
Mi hijo querido, tan deseado y esperado. 
Su adopción ha sido una verdadera aventura, llena de desesperanzas y sinsabores, pero con un final imprevisible y sorprendente. 
Así son las cosas del Señor...

Hubo un tiempo en el que nuestra esperanza de ser padres estaba intacta. Aunque llevábamos unos años casados y los hijos no venían, las pruebas de fertilidad habían manifestado un correcto funcionamiento de todo, así que mi esposa y yo, vivíamos confiados y tranquilos. Nuestro matrimonio siempre ha sido fuerte y unido en el Señor. Nos casamos como la mayoría de nuestra generación, con la treintena cumplida, ya con una cierta experiencia de la vida y esperando ser padres con ilusión y decisión. Ello nos llevó a dar los primeros pasos para la adopción. Mientras no cuajaba el hijo natural, abríamos nuestra esperanza al adoptivo.

Y el tiempo pasó. 
Y recibimos la llamada cuatro años después.
El proceso de idoneidad debía hacerse lo más rápido posible porque, según los baremos del instituto del menor, teníamos una edad muy avanzada y en el momento de cumplir los 41, se nos cerraría la puerta a la adopción de un bebé.
El proceso se hizo sin problemas. Antes del verano estaba todo hecho y cerrado. Éramos aptos para adoptar. Todo dependía de que hubieran niños en ese otoño...
Y no los hubo.

Ahora miro la carita rubia de mi hijo haciéndome muecas y me cuesta recordar aquellos días tan amargos...

Nos llamaron para una reunión con la asistente social para decirnos que aquel verano no hubo apenas nacimientos y que nuestra edad, por tanto, nos impedía optar a un bebé. Nuestro expediente seguiría abierto, si así lo deseábamos, para recibir a un niño mayor, pero esa posibilidad era poco menos que imposible.
El mundo se nos vino abajo.
Sabíamos que existía la posibilidad de que ocurriera, pero uno nunca se pone en lo peor. Fue muy duro contárselo a nuestros familiares y amigos e ir a la tienda a anular la habitación que habíamos encargado para el bebé. Fue muy duro encarar los días siguientes, las semanas siguientes...
En un intento desesperado de ver alguna luz, nos volvimos ha hacer las pruebas de fertilidad, y el resultado fue nefasto. No entendíamos como nos habían podido decir en su momento, que estábamos bien, cuando yo tenía los niveles de infertilidad tan altos...
Me sumí en una especie de depresión. Lo que más deseaba en este mundo era ser padre... Y Dios me cerraba todas las puertas.

Aquellas navidades fueron inesperadamente tristes. Habíamos esperado haberlas vivido con un bebé en casa…

Ahora, cuando hago cosquillas a mi niño y me obsequia con esas carcajadas felices, me cuesta recordar aquellos tiempos tan difíciles..

Las navidades pasaron y yo intenté rehacerme. Mi vida era buena, mi mujer y yo nos queríamos y debíamos seguir adelante. Pero inmediatamente después de estas positivas reflexiones, recibí una nueva noticia dolorosa. 
A mi padre, con sesenta y cinco años recién cumplidos, le detectaban un cáncer de páncreas galopante.
No había forma de levantar cabeza. No solo no iba a ser padre sino que me disponía a despedirme de el mío.
Vivimos un tiempo de mucha carga emocional en la familia y fue un etapa muy dura. La enfermedad lo deterioró de una forma fulminante y se lo llevó en nueve meses. Vivió su final con la entereza y la serenidad de un hombre de fe y dejó un testimonio imborrable en nuestros corazones.
Un mes después de su entierro, caí enfermo. Una pericarditis en el corazón me llevó a al UCI. En aquella cama, lleno de cables, sólo y hundido, miraba la calle por la ventana viendo la lluvia caer y pregunté a Dios, más fuerte que  nunca, qué quería de mí...

Ahora abrazo a mi hijo y no me lo creo, pero hubo un tiempo en que la tristeza era mi estado normal. Estuve diez meses de baja porque la pericarditis se complicó. El corazón no estaba afectado, pero sí las costillas al nivel del esternón. Quedó un dolor sordo y opresivo en el centro del pecho que me impedía hacer vida normal.  
Decidí aprovechar el tiempo y me refugié en el sagrario y en la oración. Pregunté al Señor, medité en mi interior y me dispuse a escuchar. 

Siempre he tenido inquietudes religiosas. He tenido muy presente que la vida no es solo un mero conjunto de experiencias al azar sin conexión ninguna, sino que las cosas no pasan por casualidad y siempre he creído que un hilo conductor invisible pero real, teje las vidas de todos y cada uno de los seres humanos. Y que el hecho de que existan circunstancias dolorosas, sufrimientos y conflictos, no son, sino oportunidades para escuchar la voz de Dios... a pesar de que duela. 
Y, dónde más he buscado y encontrado la sabiduría, ha sido en la palabra. La Biblia ha sido la luz de mi sendero y el refugio de mis noches. Esa palabra tantas veces oída y tan pocas veces escuchada. Tan aparentemente rutinaria y tan novedosa y llena de vida a la vez. Esa palabra que es verdadero diálogo con Dios...

A los 42 años, con media vida gastada, con tantas experiencias y acontecimientos de la presencia de Dios en mi vida, me enfrentaba pues, al momento más difícil de entender. En aquel Enero en que todo mi mundo había sido removido con el dolor y la impotencia, le preguntaba a Dios, más suplicante que nunca, que quería de mi...
Y me contestó.
Leyendo la Biblia, en una de aquellas tardes de soledad y meditación, apareció ante mí, como un relámpago de luz, la lectura de los Hechos (Hc 6) donde los apóstoles ven conveniente elegir a siete varones adecuados para el servicio de las mesas, ante el gran volumen de trabajo en la predicación que tienen ellos.
La lectura, que tradicionalmente, la iglesia ha interpretado como la institución del diaconado.
Cerré la Biblia de un golpe. No quería seguir leyendo, aunque me afané en buscar información y saber en qué consistía realmente aquello del diaconado. De repente, todo encajó en mi cabeza. Todo aquella trayectoria espiritual desarrollada en las parroquias donde había crecido en la fe, esa constante búsqueda de mi lugar en el mundo, de entender a Dios, de respuestas a mis inquietudes más profundas… el hecho de haber empezado a cursar estudios de Ciencias Religiosas por puro gusto personal aquel mismo verano... 
Toda una vida de búsqueda espiritual tenía, por fin, respuesta.
El diaconado, una vocación tan extraña y desconocida... que ni sabia que era vocación.
Después de varios meses de meditación y reflexión, de oración y discernimiento personal, de diálogo con mi mujer, decidí buscar a los responsables y formadores, hablar con sacerdotes y catequistas  y  con su pertinente bendición, un día de “Corpus christi”, comencé mi formación.

Ahora miro a esta renacuajo que corretea  por casa, curioso e incansable y me parece todo un sueño. 

Pasaron los meses, avanzaba en los estudios y mi alma asumía poco a poco que Dios me quería para servir a su iglesia y que todo concurría para mí bien. Incluso el no tener hijos. Dios me llamaba a una paternidad diferente...

Y cuando más claro tenía el camino que me había marcado el Señor, cuando más asumía una vida sin hijos, cuando más en paz estaba, cuando comprendía que toda mi vida y, más concretamente, aquellos últimos años de fracasos y tristezas, habían sido necesarios para que yo pudiera reconocer y responder afirmativamente a la invitación del Señor, recibimos... La llamada.

El instituto del menor nos llamaba para comunicarnos que si estábamos dispuestos a recibir un bebé, la posibilidad estaba de nuevo abierta. Un retraso en burocracia interna había provocado que las familias que por lista debían adoptar, en esos momentos no estaban preparadas y su proceso de ideoneidad no había comenzado. La solución para cubrir las adopciones que hubiera en ese periodo de tiempo, era recuperar a las parejas antiguas, que aunque mayores, tenían todo el proceso hecho. 
Alucinante. 
Tres años después volvíamos al punto de partida. Parecía que había sido un lapso de tiempo suspendido en el espacio... 

Todo fue muy rápido. En tres semanas estábamos recibiendo a nuestro hijo. Fueron días de emociones y sentimientos descontrolados. Un viernes nos dijeron que había un bebé de diez días... Mi mujer lloraba, yo no salía del asombro... El lunes podíamos conocerle y llevárnoslo a casa. La locura se desató. Nuestros amigos y familiares se volcaron y nos llenaron la casa de chupetes, bañeras, cunas y muchos cachivaches extraños, convirtiendo nuestra casa en una parada de metro, lleno de gritos de ilusión y caras emocionadas.
Y llego el día. 
Y con mi carrito vacío, camino del instituto del menor a recoger a mi bebé, hice una parada durante unos minutos en una iglesia cercana, para rezar y darle gracias al Señor por todo. Al sentarme en la bancada, alcé la mirada y apareció ante mí una gran pintura, decorando el retablo del ábside, que representaba a Jesús en la última cena con sus apóstoles y en lo alto rezaba con grandes letras, la inscripción: “serviam”. En ese momento comprendí el diálogo que el Señor mantenía conmigo: “yo te doy a tu hijo y tú servirás a mi iglesia”

Recogimos a nuestro bebé entre lloros, emociones y alegría. 
Una alegría que se instaló en nuestra casa desde entonces para quedarse.
Por fin vivimos la Navidad esperada. Tres años después se cerraba el círculo.
Miro a mi hijo y solo me sale dar gracias al señor.

Gracias, gracias, gracias.

Y desde ese agradecimiento interior, intento seguir avanzando en mi formación para desempeñar el ministerio algún día, si Dios quiere, porque...

“Buscad el reino y su justicia y todo os será dado por añadidura”

Porque...

“No hay nada imposible para Dios”

Porque...

“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, para que vayáis y deis mucho fruto y vuestro fruto permanezca”

 
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