Jueves, 18 de abril de 2024

Religión en Libertad

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II Domingo de cuaresma

por Al partir el pan

Génesis 12, 1-4a; 3, 1-7; 2 Timoteo 1, 8b-10; Mateo 17, 1-9

«Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz»
«Jesús necesita mis manos y mi voz para hacerse presente. Mi vida herida. Ama mi alma en la que me dice que no puede haber murallas. Necesita que deje abierta mi herida. Entra por ella cada día»
 
El otro día escuché que lo opuesto al aburrimiento es la pasión. Pero un niño, al escuchar esa misma afirmación, se quedó desconcertado. Tal vez pensaba en su alma de niño que lo contrario al aburrimiento siempre es la diversión. Pero no. El tedio, el aburrimiento, la acedia, la desidia, son opuestos a la pasión por la vida. Vivir vegetando es lo contrario a vivir dando la vida en cada momento. Vivir con toda el alma, con el todo el cuerpo. Dejándome la vida en cada esfuerzo. Reconozco que no me suelo aburrir. No sé si de pequeño me pasaba. No lo creo. Dios puso en mi alma una capacidad muy grande de vivir despierto cada momento. De disfrutar la noche y el día. De jugar en medio de la vida. Una mirada de niño para apreciar tanto el sol como la lluvia. Una capacidad innata de entretenerme con cosas muy sencillas. Y concentrarme en la vida que Dios me pone delante. No me da miedo aburrirme. Más bien me preocupa que las horas se me escapen entre los dedos. El tiempo se desliza sin darme cuenta. Y siempre quiero más horas en mis días porque me falta tiempo para hacer todo lo que sueño. Tengo muchos sueños, siempre los tuve. Tal vez por eso no me da tiempo a aburrirme. Pienso que el que se aburre ha perdido la ilusión por la vida. O ha dejado de soñar con las montañas más altas. O se ha cansado de sus sueños y los ha cambiado por un realismo aburrido. Decía la protagonista de la película La la Land: «Tú me dijiste que tenía que cambiar los sueños para madurar». Pero luego descubre que tiene que ser fiel a sus sueños aunque eso sea una locura. Entiende que ser fiel hasta el final puede exigir renuncias: «Brindo por los que sueñan; por más tontos que parezcan; brindo por los corazones que ansían. Brindo por los corazones que se aventuran. La clave es una pizca de locura que nos da nuevos colores para ver; ¿Quién sabe adónde nos llevará?». Un corazón que sueña es lo que deseo. Un corazón apasionado. El que se aburre ha puesto tal vez su corazón en pasiones fútiles, en el lugar equivocado. Y ha dejado escaparse de su alma la pasión del amor. Definitivamente, lo contrario del aburrimiento es la pasión. Lo contrario de una vida llena de tedio es una vida apasionante, apasionada. ¿De qué depende? De mi mirada. De mi actitud. No depende tanto del lugar en el que me encuentro. Tampoco de las personas que me rodean. Depende sólo de mí. Puedo mirar de forma diferente mi vida. Puedo cambiar mi forma de ver las cosas. Si me falta pasión por la vida, por el hombre, por el amor. Si pierdo mi capacidad de disfrutar al máximo el presente fugaz que Dios me regala. Si no me apasiono y me aburro. Entonces no estoy viviendo la vida como Dios quiere que la viva. Por eso no quiero aburrirme. ¡Qué pena conocer personas que se aburren, jóvenes sin pasión ni fuerza que parecen jubilados, almas grises que recorren una vida llena de tedio y desidia! Conozco algunas personas así que han dejado de soñar y no creen en las locuras. Ni en las altas montañas. Ni en los sueños imposibles. Tal vez les falta esa fe que permite creer en lo que parece inalcanzable. Y soñar con las cumbres más altas y lejanas a las cuales parece imposible que uno pueda llegar caminando. Quiero tener un alma joven y enamorada de la vida. Apasionada de mis sueños. Recuerdo que el Papa Francisco les decía a los jóvenes en Cracovia: «Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. Aquí está la pregunta que tenemos que hacernos: ¿Tenemos también nosotros grandes visiones e impulsos? ¿Somos también nosotros audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo nos devora? ¿O bien somos mediocres y nos conformamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio?». No quiero llevar una vida mediocre, aburrida, sin pasión. María, en la alianza de amor que he sellado con Ella, me invita a cambiar el mundo. Y yo a veces miro mis días que pasan y no cambio nada. Observo el estado de mi alma. ¿Me aburro? Quiero levantar las manos a Dios para alabarlo por mis días. Por los momentos de alegría y los de cruz. De Tabor y de Gólgota. No dejo de soñar en los fracasos y no me conformo con una vida cómoda sin entusiasmo. Quiero perder el miedo a dar la vida. Quiero apasionarme por lo que Dios me regala. Él pone ante mis ojos el desafío de vivir amando. Jesús mismo fue un amante de la vida, de los hombres, del mundo fugaz. Porque tenía una capacidad infinita de amar el mundo finito. Pasó por la vida dejando una huella de entrega. Ese don es el que le pido hoy al Señor. No quiero tener miedo de saltar y confiar en sus brazos que me esperan cuando caiga. Comenta Pablo D´Ors: «Conozco bien, de primera mano, el miedo que da saltar. Pero la vida es la experiencia de ese salto. Siempre estamos – al menos yo – entre el abismo y el cielo, entre el vuelo y la caída. Estar permanentemente entre esas dos posibilidades: esa es la aventura del ser humano, y a eso, estoy seguro, es a lo que nos llama la cuaresma. Salta si quieres vivir». Quiero vivir la vida como una aventura. Quiero saltar y no conformarme con una vida aburrida. Quiero saltar por encima de mis miedos y alcanzar esas cimas que nunca pensé posibles. Saltar más allá de mis barreras.

He decidido decirle que sí a Dios en los desafíos que se me presentan. No quiero ser conservador en mis actitudes. Quiero mirar hacia delante lleno de confianza. Si no miro a Dios no puedo saltar. Me faltan las fuerzas. Dudo y tiemblo. Pero si tengo fe en Él y en su poder entonces todo es posible. Hay una bienaventuranza que me gusta al pensar en la mirada que deseo: «Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios». El P. Kentenich hace una reflexión sobre la misma que me dio qué pensar: «Tenemos razones para reinterpretar esta bienaventuranza de la siguiente manera: felices los que ven a Dios porque ellos tendrán un corazón puro. En la medida en que cultive el trato amoroso y vea en todas partes la acción de Dios. En la medida en que me acostumbre a ver en la fe a Dios en todas partes, a hablar con Él con fe y amor. En esa misma medida aumentará no sólo el anhelo, sino la posesión de la pureza de corazón»[1]. Veo a Dios y mi corazón se vuelve más puro. Me hago amigo de Dios y tengo una mirada más como la suya. Es lo que anhelo. Verle y cambiar la mirada. Todo a la vez. El sueño y la realidad. El anhelo y la plenitud. Quiero seguir soñando con que Dios cambie mi mirada, mi corazón duro como una piedra, mi ceguera que no me deja ver más allá de la superficie. Por eso sé que la cuaresma es una oportunidad que se me concede para aprender a soñar en grande. No quiero vivir sólo evitando el pecado, intentando no caer en la tentación. No me gusta esa mirada tan limitante. Quiero algo más. Menos aburrido. Más apasionante. Quiero saltar y creer que Dios sostiene mis pasos cuando me encuentre en medio del abismo, de la tormenta en el lago. Cuando dude y tiemble. Allí Jesús verá mis pasos y me dará confianza. Me cambiará la mirada. Sólo entonces será posible soñar con cambiar el mundo que me rodea. A veces creo que no sueño con cosas tan grandes. ¿Acaso he perdido la ilusión, la confianza y la pasión? ¿Quiero de verdad cambiar la realidad que a veces me oprime? Sí. Se lo digo a Jesús. Sigo soñando alto. Sigo creyendo. Sueño con saltar aunque me asuste el riesgo. Dejo de lado los miedos, al borde del acantilado. Dejo tantos seguros que protegen mi vida. Quiero despojarme de esas ataduras que yo mismo he buscado. Confío en la mano de Dios guiando mis pasos en medio de las aguas. Quiero que mi alma se abra a Dios. Quiero que Él me toque. Quiero vivir enamorado de Él, de la vida, de los hombres. A veces pienso en Dios como alguien exigente y lejano. No es así. Él está conmigo siempre y enciende mi amor cada día de nuevo. Leía el otro día a Pedro Salinas: «El alma tenías tan clara y abierta, que yo nunca pude entrarme en tu alma. Busqué los atajos angostos, los pasos altos y difíciles. A tu alma se iba por caminos anchos. Preparé alta escala -soñaba altos muros guardándote el alma-, pero el alma tuya estaba sin guarda de tapial ni cerca. Te busqué la puerta estrecha del alma, pero no tenía, de franca que era, entrada tu alma. ¿En dónde empezaba? ¿acababa, en dónde? Me quedé por siempre sentado en las vagas lindes de tu alma». Veo así a veces el alma de Dios. Yo quiero entrar en su alma y no quedarme en los lindes. Quiero llegar lo más hondo que pueda. Me niego a pensar en los caminos angostos. A Dios se accede por anchos caminos. Caminos de luz y de vida en medio de los campos. Quiero volver a enamorarme de ese corazón de Jesús para el que no necesito escalas. Quiero verlo. Él me devuelve la pureza perdida, la inocencia olvidada. Él viene a mí cuando pretendo alcanzarlo. Él está enamorado de mi alma franca. Yo sí construyo murallas. Dibujo almenas para proteger mi mundo interior. Para que no me hieran ni me hagan daño. Jesús me mira como yo no me miro. Y quiere que viva mi vida con pasión. Me sonríe desde la cumbre cuando recorro el camino que me lleva hasta su lado. Cree en mí, confía en mí y espera que llegue. Es paciente cuando tropiezo y me enredo en sueños absurdos. No quiere que yo viva aburrido. Ama mi pasión por la vida. Sé que necesita mis manos y mi voz para hacerse presente. Necesita mi vida herida, tan pobre, tan vacía. Ama mi ancha alma en la que me dice que no puede haber murallas. Porque no hay riesgos. Sólo necesita que le deje abierta la grieta de mi herida. Entra por ella cada día. Y dentro espera que yo lo reciba a Él con el corazón lleno de anhelo y esperanza. Una mirada pura. Quiero tener un alma como la que describe Salinas. Sin murallas que la defiendan. Sin caminos angostos y escarpados para acceder a su centro. Quiero estar abierto y no cerrado. Vulnerable y no a la defensiva. Quiero entregar mi alma para que otros entren en mí, sin miedo, sin sentirse incómodos o juzgados. Quiero que puedan entrar con paso rápido. Y dejar así su vida en mí. Como yo la mía en Jesús. Que entren por la puerta ancha que conduce a la vida. La que dejo abierta siempre. Porque no tengo miedo. Ni a Dios cuando me habita. Ni a los hombres cuando entran. Confío en su poder.

Hoy siento que Jesús me pide que deje mi tierra, mi comodidad y mis ataduras. Me promete ir conmigo y caminar a mi lado en mi éxodo. Me dice que no tenga miedo. Sólo me pide que antes abandone todas las seguridades para estar sólo con Él. Así le dijo Dios a Abraham un día: «En aquellos días, el Señor dijo a Abraham: - Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo. Abraham marchó, como le había dicho el Señor». Y él, que amaba otros dioses, dejó de amarlos para amar sólo a Dios. Él, que ya habitaba en su tierra, lo dejó todo para llegar a la tierra desconocida de Dios. Él, que tenía una familia, la dejó para estar a solas con Dios. Obedeció con docilidad a ese Dios que lo amaba. Dejó seguridades y todo lo que le permitía confiar. No dudó. Dejó de lado sus miedos y se puso en camino. Me gusta esta imagen del éxodo para comenzar la cuaresma. Tiene este tiempo de preparación, de camino, mucho de salida. Mucho de comienzo. Una persona rezaba: «Te entrego hoy mis debilidades. Soy un hombre pobre. No puedo andar solo. Te necesito. Eres mi roca sobre las aguas. Estoy herido junto a ti. Dudo. Quiero quedarme en tu roca. Allí estoy más seguro. Temo la cuerda floja sobre la que van mis pasos. Me asustan las aguas endebles y bravas sobre las que camino. Dudo en medio del lago. Me falta fe. Te quiero más que a mi vida. Pero me protejo tanto. Busco seguros. Te amo. Te grito. Quiero dar más. Tengo sed en el alma. Soy pobre de espíritu. Es lo que soy. No tengo nada más que mi alma herida. Anhelo el cielo y sus estrellas. Quiero ser feliz. El corazón se calma». Me gustaría dejar lo que me ata y ver a Dios como mi seguro en esta vida. Como la roca en la tormenta. Como esa voz que calma las olas. Tantas veces no lo logro. Vivo confuso sin encontrar caminos. Busco seguros caducos que me ofrece el mundo. Y me aferro como un náufrago a la tabla que me lanza la vida. Por miedo a hundirme entre las aguas. Quiero pensar hoy en mi tierra, en mis dioses, en mis cadenas. Quiero pensar en mis raíces. Y ver si están en buen terreno. Me asusta la vida. Pero quiero escuchar esa promesa de Dios en mi alma. Me asegura una descendencia. Me asegura una tierra rica. Me asegura una intimidad con Él cada día. Esa promesa llena hoy mi alma. Es lo que deseo en medio de la cuaresma. Dejar lo que me quita el aire para abrir de par en par las puertas de mi alma. Comienzo el éxodo en el que salgo de mis comodidades. Y me pongo en camino. Dejo de lado mis miedos y mis egoísmos. ¿Cuáles son mis ataduras? ¿Qué me pesa en el corazón al iniciar el camino? Muchas cosas buenas son parte de mí, de mis raíces. Pero a veces me he llenado de seguros. Tengo los armarios llenos. En sentido literal. En sentido figurado. Quiero poner orden en el cuarto de mi vida. Allí donde todo yace en un desorden meditado. Trato de responder a las súplicas que me hace el mundo en mi huida. Pero no logro la paz que anhelo. Necesito ser más libre para seguir ágil los pasos de Jesús por los caminos ocultos del desierto. Escuchar con más fuerza su voz callada. Sentir que su mano sostiene la mía para que no me pierda. Me gusta esa imagen de salir de mí. Salir de mis barreras, de mis puertas cerradas. Como ese hombre rico que no miraba al pobre Lázaro en la parábola que Jesús contaba. Él banqueteaba mientras Lázaro pasaba hambre. Quiero salir de mis juicios y prejuicios. A veces creo que yo mismo me posiciono. Tengo mis posturas claras y no entro en diálogo. No me dejo interpelar por el mundo. Por las opiniones que no son como las mías. No quiero aprender cosas nuevas. Es como si la opinión de los otros no encontrara eco alguno en mi alma. Estoy cerrado. He construido un muro defensivo. Me he levantado una muralla infranqueable. Es parte de mi inseguridad. Es más seguro el que se arriesga que el que permanece encerrado. Pierde más el que no sale, ni se expone. Tal vez se accidente y caiga si sale. Tal vez fracase en su salida. Pero nunca se arrepentirá de haberse jugado la vida. Me gusta el éxodo. ¿Hacia dónde tengo que salir? Fuera de mí hacia ese hombre que suplica misericordia. Hacia aquel que busca luz y esperanza. No vivo solo. Vivir en el mundo es vivir expuesto. Puedo perder la vida si la entrego. Puedo quedarme herido si amo. Más herido aún. Pero Jesús me pide que no me acomode. Que deje las seguridades que me hacen infeliz poseyéndolo todo. No quiero vivir en una jaula dorada. Sin libertad. Sin perspectiva. Sin una mirada ancha llena de estrellas.

Jesús llama hoy a tres de los discípulos para subir con Él a una montaña. Seguramente eran los más cercanos. Con ellos tiene una intimidad especial. En ellos descansa: «En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta». A veces sufro cuando no soy elegido. Cuando no tengo la preferencia de aquel que me importa. Cuando me siento ignorado. Otros son más tomados en cuenta que yo. Merry del Val tiene unas letanías de la humildad que siempre me han conmovido: «Del deseo de ser alabado líbrame Jesús, del deseo de ser honrado, del deseo de ser aplaudido, del deseo de ser preferido a otros, del deseo de ser consultado, del deseo de ser aceptado, del temor de ser humillado, del temor de ser despreciado, del temor de ser reprendido, del temor de ser calumniado, del temor de ser olvidado, del temor de ser puesto en ridículo, del temor de ser injuriado, del temor de ser juzgado con malicia. Que otros sean más amados que yo. Que otros sean más estimados que yo. Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse. Que otros sean alabados y de mí no se haga caso. Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil. Que otros sean preferidos a mí en todo. Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda». Jesús llama a los que quiere y puede que no me sienta entre los elegidos. Esas letanías me recuerdan mi vocación de servir, de estar en segundo plano, de desaparecer para que Él crezca. Dios llama siempre a los que quiere. Pero no por eso deja de amar a todos. Los criterios humanos me hacen tanto daño. Me comparo. Veo unas vidas más bendecidas. Veo unas misiones más especiales que la mía. Y me siento pobre y frágil. ¿Pienso que Jesús me llamaría a ir con Él al Tabor? ¿O sería yo uno de los que se queda en el valle? No lo sé. En todo caso me gustaría estar feliz en ambos supuestos. Tanto si me llama al Tabor como si me dice que lo espere en el valle. El problema de mi felicidad muchas veces viene por la envidia. Deseo lo que otros tienen. Busco la intimidad con Dios que otros tienen. Su suerte, su gloria. Quiero grabarme con fuego las letanías de la humildad en mi alma. No quiero tener pretensiones que no se cumplen. Me basta con saber que Dios me quiere, me llama, me busca. En el valle y en el monte. Entre los tres elegidos. Entre los nueve restantes. Siempre me llama a mí de forma original. Única. A mí. Sin compararme con nadie. Sin comparar llamadas y misiones. Eso me da tanta paz. Me llama a mi monte Tabor particular. Y sé que me llama porque quiere. Como un día llamó a Abraham. Porque así lo desea. Me lo recuerda S. Pablo: «Él nos salvó y nos llamó a una vida santa, no por nuestros méritos, sino porque, desde tiempo inmemorial, Dios dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo». Jesús me ama primero. Me busca y sale a mi encuentro. Se pone en camino hacia mí por amor. Toma la iniciativa para amarme a mí mucho antes de que yo lo ame. Me elige a mí para dejar mi tierra y mi comodidad. Porque Él lo quiere me elige. Me llama a ser su amigo en la intimidad. Es un misterio que no acabo de agradecer del todo y siempre. A veces me quejo de no ser más elegido que otros. Jesús me llama porque quiere, no porque yo sea especial. No porque sea mejor que otros. No quiero pecar de orgullo, ni sentirme especial. En su elección prima su libertad. No me llama por ser capaz. Sé que detrás de su llamada hay un amor que elige a los que quiere, cuando Él quiere, como Él quiere.

El camino va desde el desierto a la montaña. El Tabor es un monte alto en Galilea. El resto de montañas son más suaves. Jesús deja el valle, el desierto, el mar y se lleva a los que Él quiso a una montaña alta. El domingo pasado Jesús fue al desierto. Hoy a la montaña. Tras el Tabor Jesús se pondrá en camino a Jerusalén donde va a morir y resucitar. Tras el Tabor comienza en camino, dejando la paz del monte. En el Tabor Jesús coge fuerzas, descansa y se encuentra con el amor de su Padre. Y comparte ese momento con sus amigos: «Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Quiere estar con ellos y regalarles también ese momento de luz para que lo guarden dentro. Para que lo atesoren. Para que les dé fuerzas en el camino, en la cruz. En el huerto, en la duda. Para que no duden en la noche lo que vieron claro durante el día. Poco antes han escuchado que la muerte de Jesús está ya próxima. Tienen miedo de la muerte. En el Tabor, lugar de luz en medio de la vida, encuentran la paz. Hacen silencio. Creo que en la vida tengo momentos de luz que son faros que me sostienen en etapas más oscuras del camino. Momentos de montaña que guardo muy dentro para sacar de ellos agua cuando estoy perdido. En el Tabor me siento pleno, feliz, amado. Delante de Dios comprendo un poco más mi vida. Creo que en la vida tengo que aprovechar estos momentos de cielo para que me den fuerzas en los momentos de barro. De cruz. De Gólgota. ¡Cuánto quería Jesús a sus amigos! ¡Cuánto los necesitaba! Me gusta ver así a Jesús, tan humano. Quiere estar con su Padre. Quiere estar con Pedro, Juan y Santiago. Quiere estar conmigo. El Tabor tiene algo de pausa en medio de la vida cotidiana, de reposo, de coger fuerzas para el camino. Y tiene algo de previvir lo que serán la resurrección y el cielo. Es bonito pensar que los momentos de Dios más intensos de mi vida serán así. Reposar en medio de mi vida y previvir lo que será mi vida en plenitud. Coger fuerzas para el día a día. Encontrarme con Él, estar a solas con Él. Reposar en su regazo mis inquietudes y mi vida diaria. Es el lugar donde yo soy más yo. Jesús se muestra tal como es en el Tabor. En medio de la luz. Los momentos de luz de mi vida me muestran en pequeño lo que será, lo que vendrá, y me llenan de esperanza. Estoy hecho para la luz, para la vida, para la plenitud y esto es lo que intuyo en el Tabor en medio del camino. Veo con más limpieza mi vida, más nítida. Veo a Dios cara a cara. Veo quién soy y quién es Dios para mí. El monte me da un tiempo para mirar con perspectiva mi vida. Allí los problemas son más pequeños. Miro lejos. Miro hondo. Miro desde Dios. Jesús vivía en medio de los hombres. Pero buscaba momentos y lugares donde vivir en intimidad con su Padre. Allí reposa en sus manos. Habla y está con Él. ¿Cuál es mi lugar de reposo? ¿El lugar del mundo donde me encuentro con el Dios de mi vida? La montaña, el monte Tabor, irrumpe en medio de la vida diaria. Se quiebran el paisaje y el ritmo. Desde la montaña el cielo está más cerca. Desde la montaña, lo he vivido, el paisaje se hace más pequeño y puedo mirar lejos. Pienso que el cielo tiene que ver con llegar al monte y descansar, después de subir la montaña, ya cansado. Tiene que ver con llegar y tumbarme. Con mirar el paisaje con más profundidad y con más altura. Y la oración es subir al monte por un momento. Subir al cielo. Por eso comprendo tan bien a Jesús. Decía el P. Kentenich: «Por el camino de las virtudes sólo alcanzamos ciertos niveles medios en la vida espiritual. Para subir más alto es necesario recibir los dones del Espíritu. Es necesario que operen en nosotros los dones del Espíritu Santo»[2]. Necesito la fuerza de Dios en mi alma para soñar con las cumbres, para vivir en las cumbres. La conversión sólo sucede en mí si Dios obra el milagro. La fuerza de su Espíritu que me cambia por dentro. Y me hace más capaz de amar, de perdonar, de mirar. Subir al Tabor significa dejar que Dios con su fuego cambie mi corazón para siempre. Me regale una mirada pura sobre mi vida, sobre las personas. Llene mi corazón de esperanza y me haga capaz de lo que ahora me parece imposible. Jesús me lleva al Tabor para poder vivir luego con pasión mi vida. Me da esperanza. Jesús no se queda arriba. Yo tampoco. Bajo con Él y eso me da paz. Baja conmigo, hasta mi día a día, para seguir caminando a mi lado. Para recordarme el tiempo de Tabor.

Necesito la luz en mi vida, en medio de la rutina. Es verdad que hay personas que me dan luz. Iluminan el día con su presencia. Quiero darle gracias a Dios por ellas. De alguna forma transfiguran en ellas el rostro de Dios. ¿Quiénes son? En sus ojos está la ternura de Dios, su misericordia, su consuelo. A su lado me gustaría quedarme siempre, porque tienen algo de hogar. Esas personas son montaña. Allí hay luz. Desde ellas mi vida es más bonita. Me aman como soy. No me piden lo que no sé dar. Sólo quieren estar conmigo. Ese es el misterio del Tabor. Dan ganas de hacer tres tiendas: «Pedro tomó la palabra y dijo: -Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Quiero hacer tres tiendas en aquellas personas que tienen tanta luz. Para cargar el alma. Yo también quiero ser una de esas personas con luz para otros. Quiero pensar en la luz que hay en mí. Doy gracias a Dios también por los momentos Tabor de mi vida. Miro hacia atrás, y hacia mi día a día, y me resulta fácil reconocerlos. Son momentos en los que no quería estar en otro lado. Tienen que ver con las personas con las que estaba. Con la paz de un lugar que recuerdo. No había nada mejor fuera de ese momento. Allí podía anclarme y echar raíces. Ojalá pueda ser yo para otros ese monte de luz y de paz. A veces siento que hay poca luz en mí. Por eso busco esa luz en Jesús. En el monte. Me retiro a solas para estar con Él. Busco momentos de intimidad profunda con Dios, momentos de Tabor. Él me regala poder palpar su presencia, respirar su amor. Son momentos sagrados que guardo en mi alma y me gustaría que sucedieran todos los días. De ellos bebo. De esa agua pura. Comentaba Santa Teresa sus experiencias de Tabor en la oración: «Estando una vez con esta presencia de las tres personas que traigo en el alma, era con tanta luz que no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero, y allí se me daban a entender cosas que yo no las sabré decir después». Ojalá cada día, hubiera un momento de luz y de paz con Jesús. Un momento para subir al monte con Jesús y tocar su luz. Y dejar de luchar. Anhelo el Tabor, el descanso en Dios. Un momento para estar a solas con Él. Quiero volver cada día al Tabor. Aunque noentienda del todo el camino de mi vida. Hay momentos de luz grabados muy hondo. Momentos que me recuerdan vagamente lo que es el cielo, lo que será para mí. Mi vida es para el cielo. Sé que a veces la luz en medio del camino puede ser pequeña. Y la oscuridad es muy grande. Es verdad que deseo siempre más luz. No quiero que se apague. Pienso hoy en el Tabor, ese monte en el que Jesús se prepara para su muerte. Les muestra a sus tres amigos que va a resucitar. Después de la muerte, del dolor, de la cruz, viene la luz. Después del Vía crucis, el Vía lucis. Es la otra cara. Allí está la luz y el amor a raudales. En mi propia alma hay luz y oscuridad. Sombras y sol. Tabor y Getsemaní. Camino y montaña. Dios me ama del todo, completo. Él viene a mi montaña. A mi oscuridad. Él me ayuda a subir desde el valle. Lo hace cada vez que me escoge, me llama, me perdona, me abraza, me consuela. Él camina a mi lado. Pienso que ese es el misterio del Tabor de hoy. Jesús ama tanto a los suyos que quiere estar con ellos siempre. Los ama tanto que les quiere mostrar quién es Él, en ese momento en el que están turbados. Los ama tanto que los lleva a su montaña y desde allí les muestra el cielo. Allí descansa con ellos y baja de nuevo con ellos para ponerse en camino. Jesús no se queda arriba. Yo tampoco. Bajo con Él y eso me da paz. Baja conmigo, hasta mi día a día, para seguir caminando a mi lado. Para recordarme el tiempo de Tabor. Jesús no está solamente en la montaña, en los momentos de paz y de oración. Jesús va a mi lado en el valle. Me elige cada día, en cada paso. Me pide que suba con Él al monte y después baja conmigo al valle. Se queda conmigo siempre. En realidad, la petición de Pedro, tan humana, en parte se cumplió. Hagamos tres tiendas. Le quiso pedir que se quedara para siempre. Que no se fuera nunca: «Quédate conmigo y yo contigo». Y Jesús ha puesto su tienda en medio nuestro. Ha acampado en mí. Camina a mi lado. No se queda en el monte esperando. Él va siempre conmigo. Y comparte conmigo la paz y el miedo, la quietud y el trabajo. Le doy gracias por los momentos de mi vida en los que me sentí pleno. Dios me ama siempre, soy su predilecto. Esa certeza me da paz. Me da luz.

Jesús me pide bajar del monte después de haber visto la luz de Dios y haber tocado el cielo. Me pide que baje con el corazón lleno. Me cuesta. Me gusta ese lugar de paz. Me asusta el valle. Quiero bajar con el rostro lleno de luz. Quiero que mi vida sea un Tabor en el que se manifieste su gloria a los hombres: «Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: - Levantaos, no temáis». Jesús sube con ellos, se queda con ellos y ahora baja con ellos. No quiere que permanezcan en tres tiendas en el monte, ocultos y seguros, guardados de los hombres. Después de la paz del Tabor viene la lucha del valle. Después del descanso y el agua del pozo, viene la entrega, la cruz y la pasión por la vida. El camino va del Tabor al Gólgota. Y del Gólgota a la vida eterna. El camino de la cuaresma pasa por el Tabor y me conduce al Gólgota. Salgo de mi tierra en el valle para subir la montaña. Y luego bajo del Tabor a la vida. Es el camino que haré en mi vida muchas veces. Subir para luego bajar. Retirarme para encontrarme. ¡Cuántos tabores me toca ascender en el camino! ¡Cuántas veces tengo que bajar del Tabor para estar con aquellos a los que amo en medio de la vida! Bajo con el corazón lleno del amor de Dios: «Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: - Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto». Esa experiencia honda de Dios me permite mirar la vida con esperanza. Los problemas son menos pesados. Dios me ama. La vida es más sencilla. Hay más luz. Porque en la luz del Tabor todo parece más claro. Allí distingo mejor mis problemas, mis fragilidades. Y escucho que Dios me quiere como soy, tal como me encuentro. Decía Michel Quoist: «Sé tú mismo. Los otros te necesitan tal cual el Señor ha querido que fueses. No tienes derecho a disfrazarte, a representar una comedia, puesto que sería un robo a los otros. Dite a ti mismo: voy a llevarle algo, puesto que jamás se encontró con alguien como yo, y jamás lo encontrará, puesto que soy un ejemplar único salido de las manos de Dios». Jesús quiere que haga presente su rostro entre los hombres. Que lo haga con mi forma de amar. Con mi mirada. Con mis palabras. Quiere que sea fiel a mi verdad. Tal como soy. Soy único. Quiere que no me esconda, que no me disfrace, que no tenga miedo. Me levanta de mis temores e inseguridades. Me eleva por encima de mis reparos. Me da fuerza para creer en la luz que llevo escondida. Un fuego. Un pozo lleno de agua. Por mis obras lo verán a Él. Por mis palabras. Soy ya imagen de Jesús. Su rostro vivo resplandece en mí. Tengo la misión de llevar la esperanza en medio de los dolores y tristezas de la vida. Estoy llamado a ser luz en medio de la oscuridad del mundo.
 

[1] J. Kentenich, La mirada misericordiosa del Padre, Mons. Peter Wolf
[2] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
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