Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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XXVIII Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Reyes 5, 14-17; 2 Timoteo 2, 8-13; Lucas 17, 11-19

«¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»
«Quiero una mirada sencilla. Para no interpretar intenciones. No quiero olvidarme de Jesús que me ha salvado. Nada de lo que tengo es merecido. Es un don simplemente. Me postro. Alabo a Dios»

 
Me gusta la vida como es, llena de sorpresas. Me gusta el sol del otoño y las hojas que cambian de color antes de perder la vida. Me gusta ver a mi madre sonriendo. Diciendo hasta luego a alguien en mitad de la calle. Me gusta su sonrisa y su te quiero. Sus besos cuando acerco mi mejilla. Sus manos suaves. Me gusta ver fotos antiguas. De esas que nos recuerdan lo que fuimos, lo que somos. Me gusta la mirada siendo niños, cuando aún conservábamos toda la inocencia. Me gusta ver cómo pasa el tiempo. Me alegra la vida. Me río con las cosas. Disfruto y sueño. Y toco con mis manos torpes la carne herida. Acaricio el cielo inmenso. Meto mi mano en el agua del mar. Me gustan las cosas que se guardan en el fondo del alma para siempre. Las que tienen peso y nunca pasan. Las que sueño. Y espero. Y sé que la vida merece la pena. En el dolor y en la alegría. La vida de mi madre inmóvil. La vida de los niños que corren. Cuando conservamos la misma mirada pura que tuvimos entonces. Abrazo a Jesús en mi vida y sueño con lo imposible. Y espero lo que no alcanzo con mis propias fuerzas. Me gusta la vida como es, llena de sorpresas. Me gusta ver a Jesús caminando por mis días. Sosteniendo mis pasos. Diciéndome que va conmigo. Siempre. Cada día. Y sé que los milagros existen a mi alrededor. Aunque a veces no los vea. Se quedan ocultos en los pliegues del corazón. Escondidos detrás de una mirada. Tal vez me falta tener más fe. Por eso la pido. Y reconozco mi pequeñez para cambiar el mundo. En medio de tantos odios y discordias. Me conmueve pensar en mi fragilidad. Me siento sostenido sobre el suave alambre que sujeta mi vida. Abandonado en las manos de un Padre que me llama cada día por mi nombre. Animado por ángeles que me muestran el camino. En memoria de Jesús. Y pienso que mi vida es tan frágil como una hoja de otoño llevada por el viento. Pero sostenida en las manos de Dios aunque yo no las vea. No temo tanto mi fragilidad como que mis oídos sordos no escuchen el te quiero que pronuncia Dios cada mañana. Sé bien cuánto me quiere y cuánto me ha querido. Por eso no temo que me deje de querer en medio de mi camino. Tal vez temo que la dureza de los años me haga pensar que no soy capaz de recorrer la senda que me toca. Quiero tocar el cielo postrado en la tierra. ¿Cómo se hace? Levanto las manos torpemente por encima de mi cabeza. Quiero dejarme llevar por las olas de un mar inmenso en el que existo. Quiero ver cómo el viento mueve mi barca y no temer que la barca no se mantenga a flote en el rumbo que Dios me marca. Quiero elegir vivir y no ser vivido. Vivir y no simplemente sobrevivir en medio de un mar embravecido. El otro día leía el título de una charla: «¿Vives o sobrevives?». Me llamó la atención. Entiendo que mi vida la sostiene Dios en medio de la noche. Por eso no temo. Pero me da miedo ser vivido y por eso elijo vivir. Elijo actuar y no sólo responder a peticiones. Elijo amar y no sólo ser amado. Elijo dar la vida y no sólo recibir vida. Elijo dar de beber y no sólo beber. Salir al encuentro del que sufre y no sólo esperar a que venga herido. Elijo tomar decisiones en medio de mi camino y no esperar a que el paso del tiempo las vaya tomando por mí. En la vorágine de la vida. Pero me da miedo simplemente sobrevivir. Capear los días intensos, llenos de vida. A veces temo que es así. Saco la cabeza entre las olas para tomar aire. Con los brazos voy apartando días de mi vida como quien aparta cargas. Y no soy yo el que actúo sino que la vida misma parece tomar decisiones que yo no he pensado nunca. Por eso elijo hoy detener mis pasos para contemplar mi vida. Elijo mirar a Jesús en medio del ruido y de las prisas. Y quiero rezar con las palabras de una persona: «Vienes a mi barca con pasos suaves sobre el agua. Y yo te miro y quiero caminar contigo hacia ti sobre las aguas. Quiero que me llames y me digas que puedo. Que soy capaz. Que lo consigo. Hago esfuerzos por oír tu voz en medio del viento y de las olas. Quiero contemplarte a ti que caminas sobre las aguas. Y no temer que el viento y las olas acaben con mis sueños. Quiero construir castillos que nadie logre tumbar con su fuerza. Quiero enderezar los caminos torcidos. Sanar las heridas. Abrazar las vidas rotas». Es mi pasión, vivir mi vida. Con fuerza. Con amor. Definitivamente, elijo vivir de verdad mi vida. Elijo amar hasta que me duela. Y nadar sin hundirme. Caminar sin detenerme. Elijo darlo todo hasta el último aliento. Entregarme y no simplemente ser vivido. Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «A Jesús no le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas de doble vía. ¿Cómo están las páginas del libro de cada uno de vosotros? ¿Se escriben cada día? ¿Están escritas sólo en parte? ¿Están en blanco? Se puede caer en la tentación de quedarse encerrado por miedo o comodidad, pero la dirección que dicta es única: de salida. El verdadero discípulo no se conforma con una vida mediocre, le gusta el riesgo y sale». Me da miedo que me pesen tanto las cargas que me falte tiempo para detener mis pasos y contemplar la vida hoy, como es, en presente. Detenerme y mirar lo que tengo delante. Sin que me pese el pasado. Sin que me abrume el futuro. Ahí me habla Dios. En las luces y en las sombras. En los silencios densos de la vida. Como a Moisés detenido ante una zarza ardiendo. Como Elías ante la brisa suave de la montaña. Allí me habla Dios muy quedo, muy suave. Sin que yo casi me dé cuenta. Como un abrazo invisible que me sostiene en el alambre por el que va mi vida. Y yo confío. Y me callo. Le oigo si me callo mientras miro todo lo que ha puesto ante mis ojos. Porque en ese presente inmóvil está Dios gritándome en el alma. Quiero tener fe para creer en su voz callada, en su rostro oculto, en su abrazo sigiloso. Para creer en su presencia que me sostiene. 

En ocasiones me abruma el mundo que veo y me gustaría cambiar tantas cosas. Ese mundo que desconozco en gran parte. El mundo que admiro y temo. El mundo que me fascina y me inquieta. El mundo, mi mundo. A veces quisiera cambiar la realidad. Pero no siempre encuentro la respuesta adecuada a las necesidades de hoy. No hallo la forma precisa, la solución correcta. El camino más sencillo para llegar a la meta. No sé bien qué hacer para llegar al que no conoce a ese Dios desconocido del que tantas veces hablo. No sé si logro usar el lenguaje fácil de entender. No lo sé. Uso mi lenguaje intentando abrir ventanas, mostrar amplios horizontes. Hablo de la misericordia y de ese Dios que espera siempre mi regreso. Y quiero llegar a aquellos que parecen recorrer sendas opuestas. ¿Cómo puedo hacer para hablar en su mismo idioma? ¿Cómo logro que mis imágenes toquen su alma herida? No lo sé. Creo que no depende todo de mí. Yo pongo la palabra, la imagen, el camino, la letra, la voz. Y Dios hace el resto. Hace más todavía de lo que yo creo que puedo hacer. Tengo que confiar en el poder oculto de mi vida en medio de las noches. No entiendo mucho de magia. Pero el otro día las palabras de Marcos Abollado se me quedaron grabadas: «Todos nacemos magos en potencia, lo que ocurre es que ignoramos las palabras del conjuro». No entiendo mucho, pero me gustan esos trucos que no descifro. Me gusta no ver el secreto. No descubrir la mano oculta. No desvelar la carta marcada. No querer entender el misterio escondido. No quiero saberlo todo. Cuando veo a un mago me gusta conservar mi corazón de niño inocente sorprendido que no busca respuestas. Que se cree todo lo que ve. Que confía en que algo maravilloso saldrá de un sombrero vacío. Y un pañuelo de colores se convertirá en una paloma. Es la magia de los hombres. Y yo creo en ella. Me gusta creer con la inocencia de los niños. Y si es así con la magia humana, ¡cómo debe ser entonces el poder de Dios para sacar todo de la nada! Un poder inmenso oculto entre mis manos, en mi voz, en mi vida. Un poder que logra convertir en vida lo que estaba muerto. Y veo así esa presencia salvadora de Dios en una palabra aparentemente vacía. Me gusta pensar que yo mismo soy un mago en potencia, que aún no ha descubierto las palabras del conjuro. Quiero creer en los trucos de magia que hacen posible lo imposible entre mis manos. Y hacen real la fantasía. Y recorren un viaje desconocido. Alcanzan una presencia ausente. Logran un milagro de orden en el caos. Una paz real en la guerra. Un perdón inalcanzable en la ofensa. No lo sé. Quiero hallar respuestas para la vida en mi sombrero de mago. Sé que está vacío. Pero no importa. Seguro que tiene respuestas. Meto la mano y confío. Muchos vienen buscando recetas. Y yo no las tengo. Sólo tengo un sombrero vacío. Me falta a veces el conjuro. Surge la magia cuando dejo que sea Dios el que actúe en mi vida. Cuando dejo de poner el acento en mi propia voluntad, en mis fuerzas. ¡Cuánto me cuesta mirar más a Dios cuando actúo y confiar ciegamente! A veces sólo confío en lo que toco, en lo que me da seguridad humana, en lo que parece que va a dar fruto. Pero me cuesta abismarme en esa posibilidad infinita que Dios me ofrece. Decía el P. Kentenich: «Quien pronuncie el sí filial será siempre rico en Dios, aunque sea pobre co­mo un mendigo»[1]. Me gusta la imagen de esa pobreza que me ata a Dios. De ese vaciarme como mi sombrero de mago para que Dios lo haga todo posible. Me gusta ser pobre para depender totalmente de Dios. Ser libre de mis seguridades para confiar sólo en Él. Con un sombrero de mago vacío. No quiero saber trucos de magia. Pero quiero que mi vida dé frutos que yo desconozco. Quiero que mis palabras lleguen donde yo no he calculado. Quiero que Dios me utilice cómo Él quiera, y dónde Él quiera. No pretendo saberlo todo, ni tenerlo todo claro. Controlando todos los entresijos de la vida, todos los caminos posibles. Controlar no me da paz. Me acaba turbando. No quiero ser rico en bienes terrenales que no me ayuden a abandonarme. Quiero ser pobre para poder confiar, para tener que confiar en Dios y sólo en Él.

Quiero necesitar la misericordia de Dios como un don, y no exigirla cada vez que caigo, como un derecho. No sé si mis palabras tocarán los corazones de los que están lejos. Me gustaría. No sé si tengo respuestas para los que buscan la verdad en lugares perdidos. No lo sé, pero lo intento. Quiero anunciar a ese Dios desconocido que llena la vida. Que calma la sed. Que apacigua el llanto. Quiero hablar de ese Dios infinito y misericordioso que sacia mis deseos infinitos. Aunque sé que mi corazón siempre guardará una nostalgia de cielo insatisfecha. Mi amor nunca es suficiente. No logro llenar todo mi vacío. No logro amar con toda mi alma. Como decía el P. Kentenich: «¿Cómo debe ser mi amor? Debe ser un amor insatisfecho. Observemos a la gente que ama a Dios con total sencillez. Notaremos que tienen la sensación de que aman muy poco a Dios; comprobaremos que son hombres insatisfechos. La causa reside en el objeto mismo del amor. Cuanto más nos acercamos a Dios, tanto más advertimos la distancia y la limitación de nuestro amor. Es amargo percibir tan fuertemente los límites de nuestra capacidad de amar, de nuestro amor. Cuando experimente esta limitación, lo más importante será volverse hacia el Espíritu Santo; sólo Él es quien puede ampliar nuestra capacidad de amar. Cuanto mayor sea nuestro crecimiento en la sencillez, tanto más fuerte será nuestro anhelo del Espíritu Santo. El amor insatisfecho se esfuerza por un mayor conocimiento, por ampliar el amor»[2]. Mi amor insatisfecho me lleva a querer crecer cada día. Pero sé a quién he elegido como Padre, como lugar de descanso. Hago mías las palabras de Naamán que se vuelve a Dios una vez curado de su lepra: «En adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor». Quiero un corazón insatisfecho que pida cada día que aumente mi amor. Quiero que Dios me lo ensanche. Estoy insatisfecho. Busco más. Anhelo más. Ojalá nunca me acostumbre a lo que tengo. Ojalá nunca me dé por vencido y piense que ya es suficiente, que no puedo hacer más. Ojalá no deje nunca de buscar, de indagar, de leer, de rezar. Ojalá no me siente en mi sofá mientras pasan los días ante mis ojos, satisfecho, triste. Le pido a Dios un corazón inquieto e insatisfecho. Aborrezco vivir satisfecho. El deseo siempre pide más. Me saca de mi conformismo. Me lleva fuera de mí. Me hace anhelar lo que no poseo, desear lo que aún no veo. Me hace escalar más allá de mi carne. A un cielo que sólo intuyo. Nunca es bastante. Nunca es suficiente. Busco a ese Dios que me da siempre más. Siempre algo nuevo. Siempre me abre nuevos horizontes aún por explorar. No quiero acostumbrarme a lo que ya he conquistado. No quiero conformarme con una vida mediocre. Siempre puedo dar más. Siempre puedo abandonarme más en las manos de Dios. Pido el milagro. Pido la paz para seguir buscando.

Hoy escucho hablar de la lepra. Esa enfermedad que convertía a los hombres en impuros. Los aislaba en lugares cerrados. Morían solos lentamente. Y su campana los alejaban de los hombres sanos. Eran impuros, apartados del mundo. Pecadores. Pedían compasión desde lejos. Esa era su mayor herida: vivir desde lejos. Desde donde no contaminaban a lo puros y sanos. Desde donde no incomodaban ni estorbaban. Desde donde nadie los tocaba ni los miraba. Hoy diez leprosos gritan desde lejos y piden algo que Jesús siempre da: compasión. Piden misericordia: «Vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: - Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». En la distancia le gritan a Jesús. Y Jesús los ayuda desde la distancia. No piden que les toque. Solo piden ser curados. Quieren quedar limpios. Pero no se acercan. Saben que son impuros y gritan de lejos. Siempre me impresiona ese «de lejos»: «Se pararon a lo lejos». A veces mi enfermedad, mi pecado, me hace sentirme impuro. Y me quedo lejos. Pienso que no puedo acercarme a Dios, a los hombres. Pongo el límite humano, no soy digno. Y no me acerco. Es el mismo límite humano impuesto por los hombres frente a los impuros. Pienso que a veces yo no me acerco y le grito a Jesús desde lejos. Me siento impuro, pecador, indigno. Quiero quedar limpio. Pero no me atrevo a acercarme para que Jesús me toque. Tal vez temo el desprecio y la condena. Es mejor autoexcluirse que sentir cómo te excluyen. Tal vez lo mismo les pasa a ellos. Están cansados de estar lejos de la vida, de los demás. Están cansados de estar al borde del camino por donde pasan los hombres puros. Hoy hay tantos hombres marginados, impuros, rechazados. ¿Dónde está mi compasión hacia el que es tachado de impuro? ¿Dónde mi capacidad de sufrir con los que sufren a mi lado? Muchas personas enfermas vienen a mí pidiendo compasión. No que las cure. Porque no puedo. Simplemente me piden misericordia. Y su lepra me recuerda mi propia lepra. Su herida mi herida. ¡Cuántas personas heridas y enfermas hay a mi alrededor! Vienen a verme a mí que también como ellos estoy herido. Quiero ser compasivo como Jesús. ¡Cuántas veces me he puesto una coraza, me he acostumbrado al sufrimiento de los demás y los alejo! Su dolor ya no me hace daño y paso de largo. Jesús pasó por este mundo compadeciéndose de los hombres. Sintiendo lo que cada hombre sentía. Lo hizo suyo. Se metió en el corazón, no pasó de puntillas. Y eso es algo que siempre he admirado en las personas que se dejan tocar, invadir. En aquellos que se meten a fondo y no pasan de largo ante la puerta de los demás. Jesús vivió compadeciéndose de cada hombre. Por eso estos leprosos le piden compasión. Sólo eso, compasión. Sé que Jesús se acercaba normalmente a los enfermos, a los leprosos, a los impuros y los tocaba: «Jesús toca» a los enfermos. A veces Jesús agarra al enfermo para transmitirle su fuerza y arrancarlo de la enfermedad. Otras veces impone sus manos sobre él en un gesto de bendición para envolverlo con la bondad amorosa de Dios. En otras ocasiones extiende su mano y lo toca, para expresarle su cercanía, acogida y compasión. Así actúa sobre todo con los leprosos, excluidos de la convivencia»[3]. Toca al enfermo. Se expone a quedar Él impuro. Porque la lepra se contagia con el tacto. Una mano enferma podía transmitir la enfermedad. La impureza nos aísla. La impureza nos vuelve impuros. Pero una mano misericordiosa puede sacarnos de la impureza. Eso hacía Jesús. El otro día leía: «Las manos de Jesús bendicen a los que se sienten malditos, tocan a los leprosos que nadie toca, comunican fuerza a los hundidos en la impotencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por Dios, acarician a los excluidos»[4]. Me conmueven esas manos de Jesús que tocan, acarician, sanan, levantan, sostienen. Me gusta el Jesús que toca y se inclina ante el que sufre, sobre el enfermo. Quiero a Jesús que viene a mí y me toca sacándome de mi soledad. Su presencia me salva de mi aislamiento. Lo hace sin mandarme hacer nada. Lo hace con ese amor que se derrama sobre mi vida. Lo sé, lo he leído, en otras ocasiones. Jesús abraza, toca, se expone al contagio y salva. Lo hace con sus manos. Les muestra su amor en un gesto de intimidad, de perdón, de amor. Me emocionan esas manos que quieren salvarme. Me conmueve su compasión, su apertura, su humanidad, su corazón abierto. Jesús me muestra al Dios que cada día sale de sí mismo para tocar con sus pies mi camino. Llega hasta mi aldea, hasta mi corazón, hasta mi herida. Para tocarme. Quiero vivir como Él. Así, con el alma abierta a cada persona y cada acontecimiento que Dios quiere regalarme.

Hoy Jesús tiene compasión pero no toca a los leprosos. Les pide que vayan a los sacerdotes: «Id a presentaros a los sacerdotes». ¿No es mejor el tacto? ¿No es mejor el abrazo de Jesús expresión de su misericordia? ¿Por qué no tocó Jesús a estos diez leprosos? ¿Bastaría con ir a ver al sacerdote? ¿Bastaría con presentarse ante él para ser curados? Hoy Jesús no los toca. Hoy también escuchamos que Naamán era un hombre enfermo de lepra. Cree en el profeta Eliseo y queda sano. Eliseo tampoco lo toca: «En aquellos días, Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta Eliseo, y su carne quedó limpia dela lepra, como la de un niño». No hay contacto. Sólo una petición. En ambos casos una orden aparentemente inocente. Naamán creyó en el profeta y quedó curado. Tocó la compasión de Dios y creyó cuando parecía absurdo bañarse siete veces en ese río. Y él se fió no siendo judío. Creyó en el Dios de los judíos. Me conmueve su fe imposible. Los leprosos creen en Jesús y quedan también curados al hacer lo que les manda. A veces alguien nos pide hacer cosas extrañas para lograr cambiar. Para crecer en la vida. Para encontrarnos con Dios. Pero nosotros no nos fiamos de cualquiera. Hoy Jesús se sale de sus esquemas. Sabe del dolor de esos leprosos por estar fuera de la comunidad. Lo sabe. ¡Cuánta soledad habrán sentido! ¡Cuánto miedo y cuánto anhelo de ser sencillamente parte de un grupo! Jesús lo conoce. Es delicado. No basta con curar. La curación de un leproso tiene que certificarla un sacerdote para que pueda de nuevo participar en la vida pública. El sacerdote lo declara limpio y puede integrarse nuevamente en la comunidad. Esa herida del aislamiento duele más que la de la piel. Nadie los toca, nadie se acerca. Hoy Jesús tampoco los toca. Simplemente da una orden desde lejos. Los leprosos actúan con fe creyendo lo que Él les dice. Confían en Él. Inmediatamente se marchan a buscar al sacerdote. Dejarán de ser excluidos. En el camino se dan cuenta de que están limpios. La lepra desaparece y vuelven a ser puros. Ellos, como Naamán frente a Eliseo, se han fiado de quien les manda y han actuado. Confiaron en Jesús y quedaron sanos. No hay tacto, ni manos bendiciendo. No hay un abrazo de misericordia. Pero la palabra de hoy tiene fuerza sanadora. Una fuerza que sorprende. Una orden y se ponen en camino. Basta una palabra de Jesús y quedan curados. Ellos confían. A veces nos pasa eso, no nos queda más remedio que confiar porque no tenemos nada más. Si no se fían de esas palabras de Jesús no tienen nada. Conocen a Jesús quizás de oídas. Y saben que nunca diría algo que no fuera verdad. Nunca mentiría ni diría nada para quedar bien. Su promesa siempre se cumple. Es íntegro. Su palabra es verdad. Ellos lo reconocen. Ven su compasión. Y confían. Jesús quiere que también ellos movilicen su fe y no sólo esperen sentados, como siempre habían hecho. Tienen que dar un paso en la fe, sin ver. Es la audacia de la fe. Es la confianza ciega. Es el don que me impulsa a dar un salto de fe en la noche. ¿Alguna vez he dado un salto de fe sin tocar, sin tener, sin ver? Pienso que Dios confía mucho en nosotros. Cree en nosotros. Nos pide que con nuestra libertad seamos audaces y nos pongamos en camino. Y Él nunca nos va a dejar solos. Siempre va a responder con su amor. Necesito confiar más, abandonarme más.

Ellos hacen lo que Jesús les dice y se ponen en camino: «Y, mientras iban de camino, quedaron limpios». Tienen fe y creen en su poder. Eso seguro. Es esa fe que a mí a veces me falta. Si tienen que ir al sacerdote quiere decir que eso basta. Ya de camino quedan sanos. Sanan su herida más honda de marginación. Creen y quedan curados. Su fe los salva. Quedan curados de camino, antes de llegar. Tal vez ya lejos de la vista de Jesús. Los diez. Todos los que pidieron con fe. Y todo sucede yendo de camino. Llegarán al sacerdote ya curados. De camino. Cuando aún no han llegado a la meta. En medio de su camino. En medio de mi propia vida. No hace falta que haya hecho todo lo que tengo que hacer para poder ser curado. En medio de mi vida Dios me salva, me cura, como Él quiere. Tal vez cuando menos lo espero. Sin hacerlo todo perfecto. Cuando no se dan todavía las condiciones para ser curado. Entonces todo sucede. La sorpresa. El milagro. La magia. Eso me gusta. Cuando no lo esperan se encuentran curados. Suena el «de repente» en mi corazón y quedo sano. Al pensar en la lepra de los diez leprosos pienso en mi propia lepra. ¿Cuál es mi lepra? ¿Qué es lo que me hace impuro? Pienso en mis críticas, en mis juicios, en mis condenas, en mis miedos. En todo lo que nace del corazón y me vuelve impuro. Me aísla. Me encadena. Pienso en mi mirada que no es pura. Es una mirada de leproso. Mi impureza me vuelve esquivo, egoísta, centrado en mí mismo, esclavo. ¿De dónde viene mi crítica? Muchas veces critico cuando no me gusta cómo actúan los demás y quiero que se comporten como a mí me gusta. Condeno sus formas, los juzgo, los critico. Otras veces porque mi corazón no está en paz. Está enfermo, herido, y no está contento con su vida. Todo le parece mal y lo condena. El alma está herida de amor. Y esa herida me hace leproso. En mi lepra no soporto la salud de los otros. No soporto sus logros y sus éxitos. En mi enfermedad me rebelo contra la injusticia de este mundo, contra Dios que permanece inmóvil ante mi dolor. En el fondo de mi alma quiero quedar limpio. ¿De qué estoy enfermo? Quiero mirar con los ojos de los niños. Quiero confiar en el poder de Dios. Necesito más fe para creer en sus palabras. Para creer como los leprosos que obedecen a Jesús que les manda desde lejos. No juzgan a Jesús que no se acerca. No critican ni desprecian sus palabras. Se fían. Yo quiero fiarme como ellos. Fiarme de las personas que en mi camino me piden que confíe en Dios y me acerque. Que no me quede lejos. La desconfianza me mantiene lejos de Dios cuando me siento impuro. Hoy Jesús me invita a acercarme. Con mi lepra, con mi impureza, sin miedo. Su misericordia me aguarda. Su abrazo. Su sanación. Quiero confiar más en su poder. De repente sana, cura, salva. Confiar en su abrazo y en su mirada comprensiva. Acercarme hoy con mi lepra. Con esa impureza del alma que no me atrevo ni siquiera a reconocer. Se la entrego. Jesús me vuelve puro. Hace posible lo imposible.

Sólo uno es agradecido: «Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias». Sólo uno volvió a Jesús. Es curioso. Nueve se olvidan de volver. O simplemente emprenden una nueva vida integrándose en la comunidad con la certificación del sacerdote. Tal vez no saben dónde ir, cómo vivir, qué hacer, pero ya son puros. Puede que ahora prefieran seguir su propio camino y se olvidan de Jesús. Sólo vuelve uno. A veces pasa eso en nuestra vida. Suplicamos a Dios en la enfermedad. Nos olvidamos de Él en la salud. Me impresiona lo desagradecido que puedo llegar a ser. Logro lo que quiero y no pienso en agradecer a Dios. Me gusta lo que recibo y me alegro. Pero no doy gracias. Soy desagradecido. Me resultan las cosas que intento. Y no agradezco. Voy a lo mío. Sigo mi curso. Los nueve que no volvieron no hicieron nada malo. Simplemente no volvieron a agradecer. No hicieron algo más. No dieron más de lo que les había pedido Jesús. Es verdad. No pecaron. Simplemente no fueron generosos. ¿Quién volvió a dar gracias? Sólo uno: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: - Levántate, vete; tu fe te ha salvado». Me emociona que Jesús lo alaba. Fueron diez a ver al sacerdote, eran diez los sanados, eran diez los que comenzaron una nueva vida en familia. ¿Quién volvió para dar gracias? El más pobre. El más herido. El que menos esperaba y más necesitaba. Jesús se preocupó por él, lo sanó, y era, no sólo leproso, sino también samaritano. Eran enemigos los judíos y los samaritanos. Jesús, siendo judío, lo cura a él, que es samaritano. Quizás los demás esperaban el milagro. Quizás los otros tienen lo que pidieron, lo que esperaban. Pero él, ¿cómo iba a esperar que un hombre judío se detuviera ante él, lo sanara, y lo restituyera? Él no merecía su mirada, ni la esperaba. Tal vez por eso, porque no lo esperaba y no daba por evidente el milagro, su corazón saltó de alegría y volvió agradecido. Desbordado. Jesús vio su anhelo más profundo, su soledad más honda, su necesidad de que alguien lo mirase como hombre. Tenía más que agradecer, nada que perder, y por eso, la misericordia de Jesús cambió su vida. Sólo él volvió a postrarse ante Jesús. No quería olvidarse de Él. No quería volver a su vida anterior, sano, dejando atrás su historia pasada. Este hombre quería volver a quien le dio un amor que nadie le había dado antes. Alabó a Dios, y se puso ante Jesús con humildad. Comenzó a creer en el amor que merece la pena, no sólo en el poder curativo de Jesús. Seguramente, de los diez, fue el que se hizo discípulo para siempre. Fue el más necesitado y el que más recibió. Quizás, el único que se sorprendió. ¿Me sorprende todavía el amor de Dios en mi vida? ¿O ya lo veo como algo evidente, como un derecho? No puede ser agradecido quien vive la vida exigiendo. Dios siempre da más de lo que le pido. Este samaritano vivió esa gratuidad. Los otros nueve leprosos recibieron lo que pidieron: estar sanos, volver con los suyos. Jesús cumplió con su deseo. No quiero ser nunca así. Pedir a Dios y acostumbrarme a que me de lo que deseo. Quiero vivir como ese samaritano, sin derechos, recibiendo y agradeciendo todo como inmerecido. Quiero vivir alabando a Dios por su amor y su predilección por mí. Jesús escucha más allá de mi petición. Percibe el latido de mi corazón. Descubre mi anhelo de cielo, de pertenencia, de saberme aceptado y amado como soy. Y es esa sed la que Jesús toca. Me da miedo ser caprichoso con Dios. Me da miedo pedirle que cumpla mis deseos. Me da miedo no ser agradecido y no ponerme de rodillas ante Él. Quiero cada tarde de mi vida, postrarme ante Él como el décimo leproso. Agradecerle por cómo me amó en el camino ese día. Alabarlo cada noche por su misericordia. Me gusta la memoria del leproso agradecido. Recuerda su pasado y agradece la misericordia. Quiero aprender en mi vida a agradecer. Para eso tengo que recordar siempre mi herida, mi necesidad, mi vacío. Cuando experimento el amor de Dios me vuelvo agradecido. Sé que soy frágil, que puedo caer de nuevo. Y de nuevo le agradeceré a Jesús su compasión. Esa mirada es la que me salva. Para eso hace falta tener un corazón muy sencillo, no enrevesado. A veces me encuentro con personas que todo lo tergiversan. Interpretan mal. Juzgan mal. Se amargan. Condenan. Ven enemigos por todas partes y dejan de ser agradecidos con Dios, con la vida. Nunca es suficiente lo que reciben. Creen que tienen derecho a más y no están satisfechos. No quiero ser así. No quiero vivir exigiendo sin agradecer. Quiero mirar agradecido a Dios por todo lo que me regala. Por todo. Quiero una mirada sencilla y pura. Para no interpretar intenciones. Para no condenar. No quiero olvidarme de Jesús que me ha salvado. Nada de lo que tengo es merecido. Es un don simplemente. Me postro. Alabo a Dios.
 

[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[4] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
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