Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXIV Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Éxodo 32, 7-11. 13-14; 1 Timoteo 1, 12-17; Lucas 15, 1-32

«Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta»
«El hijo pródigo regresará a casa. Será de nuevo hijo. Se dejará amar por su padre. Habrá conocido el amor aquella mañana arrodillado en el pecho de su padre. Su vida pródiga ahora será generosa»
 
Hace una semana la Iglesia reconoció en Roma la santidad de la Madre Teresa de Calcuta. La santa de la sonrisa. La patrona de los pobres. La santa de las cloacas. Y en ella reconoció la luz de Dios en su vida. La ventana abierta al cielo en sus obras, en el misterio de su amor crucificado. El otro día leía: «Esa es la diferencia entre el ídolo y el icono. El icono refleja algo que está más allá. Al ídolo lo admiramos en sí mismo. Se agota en sí. Tiene algo de vacío. El santo es, para nosotros, un icono, una ventana abierta a la divinidad»[1]. Los santos tienen algo de frescura. Murieron pero siguen vivos. Vivos en sus palabras, en sus obras. Vivos en aquellos que siguieron su estilo, su forma de vida, su manera de amar. Vivos porque nunca muere aquel que vive para Dios. El icono vive vuelto hacia Dios. Sin Él su vida carece de sentido. No se ha buscado a sí mismo. No quiere ser el santo más grande, el más famoso. No pretende ser el hijo más valioso del Padre. Simplemente sabe que es amado por Dios profundamente y ese amor lo sostiene. Los santos despiertan en nuestro corazón el deseo de aspirar a grandes cosas. Los ídolos no nos llevan a Dios, se agotan en ellos mismos. Pasan y se olvidan con el paso del tiempo. Sus gestas quedan en los libros de records, en las estadísticas. Pero no han cambiado el mundo con su paso. Todos necesitamos ídolos a los que admirar. Y santos a los que seguir. La calidad de nuestros ídolos determina nuestra propia calidad humana. ¿Quién es mi ídolo? ¿A quién admiro? El ídolo refleja algo de esa belleza que anhelo. Pero al mismo tiempo necesito santos a los que seguir. Santos que sean una ventana humana abierta al cielo. Una ventana de aire fresco en mi vida que me empuje a realizar grandes gestas, a soñar alto. Santos vivos que me ayuden a cambiar mi forma de vivir y de amar. ¿A quién sigo? ¿A quién busco? ¿Cuáles son mis santos preferidos? Esos santos me abren el corazón de Dios. Me muestran con sus vidas algo de la belleza de Jesús. Pero no nos detenemos en ellos. Vamos más allá. Dice un aforismo: «Cuando el sabio apunta al cielo, el necio mira el dedo». Miro a los santos. Miro el dedo apuntando al cielo. Y voy más allá de sus límites humanos. Busco al Dios que late en el corazón de la Madre Teresa. Al Jesús que cautivó hondamente su corazón de hija. Busco a ese Dios que me ama a mí. Que late también en mí. Porque sé que necesito la conversión del alma para vivir en plenitud. Necesito escuchar que el cielo se alegra cuando yo me convierta de verdad. Quiero ser santo. No para ser canonizado. No para ser recordado. No para hacerlo todo bien. Sino para vivir en esa ventana abierta, en esa puerta a la que Él llega a darme un abrazo diario. A decirme que me quiere y acoge. Para recordarme todo lo que valgo. Quiero ser santo para ser yo puente, ventana, puerta. Y no barrera que no deje ver el rostro de Dios. Quiero ser trasparente de Dios. Fuente de la que otros puedan beber esa agua que viene de Dios. Santidad no es perfección, ni hacer bien todo lo que me proponga. Un santo es un héroe mortal y pecador, que siempre que cae se levanta de nuevo. Que se conoce y pone a disposición de Dios las pasiones de su alma. Como decía el P. Kentenich, es necesario «abordar la tarea de descubrir nuestro mundo interior. Y hacerlo de la manera más plena posible. Nuestro mundo interior que es más insondable que el mar. Las pasiones son las que nos pueden convertir en canallas y también, cuando sabemos administrarlas rectamente, las que nos pueden convertir en santos o al menos en apóstoles útiles»[2]. La santidad consiste entonces más bien en dejarme hacer por Dios. Desde el barro de mi alma, desde esas pasiones mías que me pueden llevar por un camino o por otro. Se trata de no querer yo retener las riendas de mi vida. ¡Cuánto me cuesta dejar a Dios el sitio desde el que gobierno mi vida! Me cuesta hacerme a un lado para que mi vida sea la suya, en la que Él brille y yo esté oculto. En mi carne, su luz. En mi vida, su fuego. Veo a la Madre Teresa canonizada y me dan ganas de ser más generoso, de buscar más a Dios, de mirar con misericordia a los desamparados, a los abandonados. No quiero pasar de largo por la vida de los hombres. Quiero ser un signo del amor de Dios para los que son más despreciados. No quiero esconderme en mi burbuja y pensar que todo está bien, tranquilo. Hay tanta sed. Tienen tanta sed. Y yo no tengo agua, pero el agua me viene de Jesús. Él, que también tiene sed, tiene el agua viva que sacia mi sed. Lo miro a Él. Me dejo hacer por Él.

Me detengo a mirar la vida y las cosas que me suceden. Muchas veces en la vida real y en la ficción de las películas, salen los mismos temas de siempre que tocan el corazón y me dan qué pensar. Mi vida son decisiones, pasos que me acercan o me alejan de mi verdad, de mi camino. Pienso en la verdad y en la mentira. En la luz y en la oscuridad. En la corrupción y en la honestidad. En la lealtad y en la deslealtad. El alma tiene un profundo deseo de incorruptibilidad, de vivir en la belleza. Y pienso que me gustaría ser incorruptible. Pero, ¿hay alguien verdaderamente incorruptible? Siempre recuerdo una frase de una película que me incomodó: «Todo el mundo tiene su precio». Y yo pensaba, ¿tengo yo un precio? No quiero ser corruptible. No quiero venderme por un precio, por un cargo, por un título, por una fama, por un reconocimiento. No quiero venderme por un afecto, por una sonrisa, por una aceptación. ¡Hay tantos casos de corrupción! Decía el Papa Francisco: «La corrupción impide mirar el futuro con esperanza porque con su prepotencia y avidez destruye los proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que se anida en gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos. La corrupción es una obstinación en el pecado, que pretende sustituir a Dios con la ilusión del dinero como forma de poder. Es una obra de las tinieblas, sostenida por la sospecha y la intriga. Corruptio optimi pessima (la corrupción de los mejores es lo peor) decía S. Gregorio Magno, para indicar que ninguno puede sentirse inmune de esta tentación». Todos podemos caer en esa tentación. Puedo ser tentado por los bienes del mundo. Incluso por los bienes más pequeños. La tentación del poder, del placer, del poseer. En una sociedad sin valores claros, sin principios sólidos, parece que todos tienen un precio. Pero no quiero creer que sea verdad. No es así. Porque conozco personas que no tienen un precio, no se venden, no se dejan llevar por la tentación del poder. Personas honestas y veraces que son de verdad incorruptibles. Eso me alegra. Es posible llevar una vida honesta, verdadera, incorruptible en este mundo. Los santos me lo recuerdan. Los santos que ya se han ido. Y los santos vivos que conozco. Sé que es posible aunque pese y duela. Aunque uno pueda caer y levantarse. Ser honesto exige mucho. Es más fácil tener un precio y entrar en el mismo círculo. Es más fácil mentir, engañar, lograr las cosas por el camino fácil. Ser fieles a nuestra verdad nos exige un gran esfuerzo. Pero es lo que nos salva, lo que saca lo mejor de nosotros. Ser honestos con nosotros mismos. Ser veraces. Decía el P. Kentenich: «El reino de la verdad nos exige vivir en él. Una sana antropología nos enseña que la estructura de la naturaleza humana forma parte del reino de la verdad»[3]. Estamos hechos para vivir en la verdad. La mentira nos envenena, nos ata, nos vuelve desconfiados, mezquinos. Lo que nos hace libres es aceptar la verdad de nuestra vida y besarla. Reconocer nuestros límites y aceptarlos.

Es cierto que somos hijos de nuestras obras. El hijo pródigo «emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente». Gastó su herencia, echó a perder su vida, vivía en la pobreza. Se engañó a sí mismo. Se alejó de su casa. Pensó que lejos de la mirada de su padre su vida sería más plena. El hijo tomó decisiones que le acabaron haciendo infeliz. Se quedó solo y sin nada, vacío. Ya no sabía quién era de verdad. No conocía a su padre. No conocía a su hermano. Estaba solo. Tuvo hambre. «Nadie le daba de comer». Tomó sus decisiones. Siguió su camino. Y recapacitó cuando estaba perdido. Una oveja dejó el redil. Dejó a las otras ovejas y al pastor y siguió su camino. No sabemos el motivo. Un descuido, una desobediencia. Se alejó del pastor. El padre abandonado y el pastor del redil sintieron el dolor de la ausencia. Un solo hijo, una sola oveja. Esa pérdida basta para no estar tranquilos: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra?». El buen pastor y el padre querían a la oveja y al hijo. El padre tenía otro hijo, el pastor tenía muchas ovejas. El padre esperaba cada mañana el regreso del hijo perdido. El pastor salía cada mañana a buscar a la oveja perdida. El dolor del que pierde. La alegría del que encuentra. La oveja perdida no fue feliz hasta que fue encontrada. Lo mismo el hijo no fue feliz hasta que regresó a casa. No había paz. Algo estaba incompleto. Somos hijos de nuestras obras, de nuestras decisiones, del camino iniciado. Lo que hemos hecho, lo que es parte de nuestro pasado, nos marca en el presente y puede decidir nuestro futuro. Nuestros errores nos determinan. Ensucian nuestro historial. Los aciertos lo embellecen. La mancha parece no dejarme crecer y me turba. Quiero taparla, esconderla, ocultarla. Como si no hubiera pasado. La huella de la corrupción o la caída. Me asusta el secreto de mi pecado guardado. Sé que es parte de mi historia, de mi vida. Parte de mí. Es verdad. Soy esa mezcla confusa de errores y aciertos. Me voy haciendo en esas decisiones no siempre acertadas. Todo importa. Pero, ¿estoy marcado para siempre por mis errores? No lo creo. El hijo regresa para comenzar de nuevo. Todo nuevo. Su traje y sus sandalias. «Sacad en seguida el mejor traje y vestido; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies». Pero el hijo no olvida su pasado. No puede olvidar que un día dejó a su padre, a su hermano, la casa paterna. Eso no se olvida. Pero puede empezar a caminar de nuevo. No estamos atados de forma irreversible a lo que hemos hecho una vez en nuestra vida. La mancha no nos define para siempre. Aunque ese hijo siempre será llamado el hijo pródigo. Igual que Mateo será recordado como el publicano. Mi error, mi herida, mi pecado, me definen, no para resaltar mi infamia y dejarme marcado, sino para recordarme quién soy y de dónde vengo. Y más aún, para recordarme que fui amado incondicionalmente. La oveja perdida será recordada por ese nombre. Estuvo perdida. Pero puede volver con el pastor y ser una más entre las cien ovejas. Con nombre propio. Amada de forma única. Y llevará guardado en su pecho que el pastor salió a buscarla hasta dar con ella. Llevará en su corazón la herida de la soledad, del abandono. Y también estará marcada por la felicidad del reencuentro. El hijo pródigo regresará a su casa. Y su pasado quedará grabado en su corazón para siempre y en la retina de su hermano. No importa. Empezará de nuevo. Será de nuevo hijo, y hermano. Volverá a soñar y se dejará amar por su padre. Y será feliz porque habrá conocido el amor incondicional en un abrazo aquella mañana arrodillado en el pecho de su padre: «Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo». El perdón y el amor cambiaron su vida y su mirada. Se convirtió en hijo cuando antes era sólo esclavo. Su vida pródiga se hizo generosa. Su vida perdida encontró su centro, su norte. Una nueva vida en ese hogar que ahora lo acoge para siempre.

Mi pasado no es una losa que me impida crecer y poder ser diferente. Soy mucho más que mis errores y también mucho más que mis aciertos. Soy historia por hacer y no una historia cerrada, conclusa. Siempre puedo volver a elegir. Es el sentido de la verdadera conversión del corazón. Siempre puedo empezar de nuevo. La palabra conversión tiene que ver con un nuevo comienzo. Una nueva oportunidad que se me presenta en medio del camino. La posibilidad de empezar a hacer las cosas mejor que hasta ahora. Puedo volver a elegir ser santo o ser canalla. La conversión es un cambio de la mirada, un nuevo acento, una nueva forma de pensar y de enfrentar la vida. Es una nueva vida que comienza en un momento, en un segundo, cuando me doy cuenta de que tengo que seguirle a Él, vivir para Jesús y actuar como Él lo hizo. Y todo porque sé que eso es lo que me salva. El otro día leía: «Supe que debía abandonarme plenamente a la voluntad del Padre y vivir en adelante en ese espíritu de abandono en Dios. Y lo hice. Solo puedo describir la experiencia como una sensación de dejarse llevar’, de renunciar a todo esfuerzo o incluso a mi deseo de tomar las riendas de mi propia vida. Aunque suene demasiado simple, esa decisión ha condicionado a partir de entonces cada uno de los momentos de mi vida. Sólo puedo llamarlo una conversión»[4]. La conversión significa entonces ser capaz de abandonarme en las manos de Dios soltando las riendas de mi vida. Dejando que el timón de la barca esté en sus manos. Mientras yo sigo remando. Sin importar hacia dónde vaya el camino sobre el mar. Me gusta esa imagen de conversión. Abandonarme. Dejar de controlar. Muchas veces he puesto el acento en un cambio ético para poder seguir a Jesús. Me he empeñado en cambiar ciertas actitudes y ser mejor. Como si ahora mis actos pasaran a ser buenos, dejando de ser ya pecaminosos. Blancos en lugar de negros. Cuando en la vida son más los matices y los grises abundan más que los blancos y los negros. Decía el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia: «Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que dan gloria a Dios. Recordemos que un pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes dificultades». Creo que convertirme tiene que ver con cambiar el lugar de mi reposo, el agua de mi fuente. Como esa oveja perdida que reposa en los hombros del buen pastor: «Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento». O ese hijo que reposa ahora en el pecho del padre. Convertirme significa volverme y mirar hacia otro lugar, en otra dirección, hacia otro hogar. Me gusta esta imagen de cambio. Me dejo llevar porque es otro el que va conmigo. Mi camino me lleva a estar con Dios. Ya no voy solo. A veces me parece que querer ser santo es como estar delante de un público exigente que me pide un comportamiento perfecto. Ante ese jurado implacable no tengo salvación posible. Delante de ellos discurre mi vida expuesta, desnuda, en su verdad más honda. Y yo veo mi pecado. Y veo cómo me aplauden o critican de acuerdo a mis actos y gestos. Ahora sí. Ahora no. Ahora un aplauso. Ahora una condena. Y yo me muevo y actúo para no salirme del aplauso, para no caer en la condena. Entre paredes rígidas, caminos muy marcados, decisiones forzadas. Y a veces soy yo mismo el que juzga así a los otros. Esta persona sí, aquella no. Sus actos brillan, sus actos oscurecen. Condeno o ensalzo. Yo mismo, como juez implacable. Esa imagen del pecado y la gracia es la que a veces transmito. Pero no es así. La vida cambia con esa elección importante que lo decide todo. ¿Con quién quiero vivir mi vida? Esa es la decisión que cuenta. No tanto lo que luego decido en mis actos concretos, algunos errados, otros llenos de bondad. Lo que importa más bien es con quién decido vivir y en quién decido actuar y amar. Tal vez mis actos sean juzgados igualmente por los que miran. Pero no son ellos los importantes. Es Dios el que importa. Aquel con el que decido vivir, amar, pensar, ser. Aquel con el que navego, o camino, o corro por la vida buscando amar y ser amado. Es la decisión más importante de mi vida. Me he convertido de verdad cuando me he vuelto hacia Él y le he dicho al oído: «Aquí me quedo. En tu pecho. En tu espalda. No me dejes nunca. Ven a buscarme. Sal a esperarme. Quiero caminar contigo para siempre». Es curioso. Sólo entonces me he convertido. Sólo entonces comienzan a cambiar las cosas. Ya no busco rendir cuentas, ni estar a la altura que los demás me exigen. Ya no tengo un precio ante el que me vendo. Definitivamente soy incorruptible. No me dejo comprar. Vivo en Él, vivo para Él. He apoyado en Él mi cabeza y las cosas han cambiado desde ese momento. No espero el juicio de los hombres. Ni el aplauso ni la condena. Él me salva y en su corazón descanso.

No hay nada más complicado que la conversión, o tal vez, nada más sencillo, si me dejo hacer por Dios. Es difícil cuando me empeño en que sea todo fruto de mi esfuerzo. Lo sujeto a mi voluntad. Y exijo la perfección a mis actos sin alegrarme de mi situación actual, de mi sí de ahora a Dios. Es fácil cuando simplemente me dejo hacer y llevar por Él. Cuando dejo crecer en mí el deseo de estar con Él para siempre. Importa el presente. El aquí y el ahora. La conversión no significa que a partir de ahora el converso no se vaya a equivocar de nuevo. La alegría de las parábolas de hoy viene dada porque el pastor vuelve a estar con su oveja y están las cien juntas de nuevo. Aunque esta oveja no le pueda asegurar al pastor que no vaya a escaparse de nuevo: «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido». No se alegra por una vida recogida en el redil a partir de ahora. Se alegra por poder abrazar de nuevo a esa oveja que pensaba ya muerta. La viuda de la que habla Jesús hoy, está feliz porque ha recuperado la moneda, no porque sepa con certeza que nunca más volverá a perder aquello que necesita para vivir: «¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido». Es una alegría en presente, no en futuro. Una alegría por poder tener la moneda o la oveja de nuevo en sus manos. Sin valorar otra posible pérdida. En el caso del hijo pródigo, el padre se alegra con el regreso a casa del hijo: «Deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». No hay un cambio de actitud pero sí hay una inmensa alegría por haber recuperado vivo al que creía muerto. Es muy posible que no todos sus actos sean a partir de ahora correctos, puros, verdaderos. Eso no es lo definitivo. Lo que importa es que ha vuelto para quedarse con su padre. La alegría brota del corazón porque el que estaba lejos y perdido ha cambiado su mirada y su lugar de descanso. Tiene ahora una nueva fuente que alimenta su corazón herido. Ha vuelto la mirada hacia Dios, ha puesto en Él su confianza. Eso basta. Ha podido descansar en el pecho de su dueño. Ahora nada teme porque tiene un lugar de reposo. No porque lo vaya a hacer todo bien desde ahora. Sino porque, aunque lo haga mal, tendrá siempre un lugar al que volver. Ha conocido el olor del abrazo de su padre. Y eso no se olvida. Jesús me muestra hoy a un Dios que me ama y me espera tal como estoy ahora. A un Dios que me va a buscar donde me encuentre. Dios lo deja todo por buscarme a mí que no lo busco tantas veces, que me alejo voluntariamente. Y cuando me encuentra hace una fiesta y se alegra de estar conmigo, sólo por eso: «Traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado». Me desborda esta manera de vivir y de amar. ¡Cuánto me cuesta creerme que Dios me ama como soy y se alegra al abrazarme! ¡Cuánto me cuesta creer en su misericordia al contemplar mi historia, llena de luces y de sombras! Él me conoce, ve la verdad y la mentira de mi vida y quiere vivir conmigo sabiendo cuántas contradicciones hay en mí. Él me conoce en profundidad y me llama tiernamente tal como soy ahora, no como yo creo que debería ser. Y me acompaña, y me enseña con paciencia. Comenta el Papa Francisco en la exhortación: «Sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día». Jesús me muestra lo que puedo llegar a ser y me acompaña con paciencia. Me mira con misericordia, me abraza como soy y sueña con lo que puedo llegar a ser si me dejo hacer. Me gustaría creer de verdad en su misericordia para poder calmar mi sed. Y me gustaría vivir el camino con Él, aprendiendo de Él. Así aprenderé a dejar que cualquiera se acerque a mí. Viviré con el alma abierta a lo que Dios me regale. Me gustaría convertirme de verdad para poder ser camino de conversión para otros. Me gustaría volver siempre a buscar a mi padre. A colgarme en sus hombros, a hundirme en su pecho. Quiero ese amor que es capaz de mover el mundo. Creo en eso. Lo creo profundamente. Pero, ¡qué pequeño es mi amor! Tal vez no acabo de convertirme. Quiero aprender a mirar como mira Jesús. Con su mirada misericordiosa. Cada hombre tiene un valor sagrado. Eso lo aprendo de Jesús. Quiero ser su amigo, vivir con Él. Quiero sentirme amado en lo que soy para que muchos se sientan amados en lo que son. Más allá de su pecado. Amados como hijos. Todos somos pecadores, todos necesitamos que Jesús nos busque, nos acoja y sane nuestras heridas. Necesitamos que se alegre porque he vuelto, porque estoy con Él.

Jesús come con pecadores y da una oportunidad a los que pensaban que ya no tenían ninguna oportunidad con Dios: «En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: - Ése acoge a los pecadores y come con ellos». Me emociona leer este pasaje y pienso, al leerlo, que merece la pena seguir y entregar la vida por alguien así. Al leer esto, arde mi corazón y repito mi sí a Jesús, a mi vocación, a estar con Él a intentar conformar mi vida según ese estilo que me queda grande. Quiero vivir según su corazón. Su forma de vivir suena a verdad para cualquier hombre, creyente o no. Lo que hoy escuchamos era algo que solía pasar. No es un hecho aislado. A Jesús se le acercan publicanos y pecadores. Y Él los acoge y come con ellos. Los acoge en su vida, a su lado. Y no sólo eso, sino que se deja acoger por ellos. Comparte su vida tal como es en ese momento. Comparte la mesa con ellos. No hay prejuicios ni barreras. El que es puro come con los impuros. Esa es la principal crítica que le hacen fariseos y escribas. Los que se supone que no pecan. Ellos condenan, son puros. Condenan que los pecadores se sienten a su mesa. Condenan que Jesús entre en sus casas. Sin poner condiciones. Sin pedirles que primero se conviertan o por lo menos hagan una declaración de buenas intenciones. No les exige un cambio de actitud. El otro día leía: «El pueblo judío creía en el perdón de todos los pecados, incluidos el homicidio y la apostasía. Dios sabe perdonar a quienes se arrepienten. Eso sí, era necesario seguir un camino. En primer lugar, el pecador debía manifestar su arrepentimiento mediante los sacrificios apropiados en el templo; debía abandonar su vida alejada de la Alianza y volver al cumplimiento de la ley; por último, los daños y ofensas al prójimo exigían la debida restitución o reparación. Si Jesús hubiera acogido a su mesa a pecadores para predicarles el retorno a la Ley, logrando que publicanos y prostitutas abandonaran su vida de pecado, nadie se hubiera escandalizado. Al contrario, lo hubieran admirado y aplaudido»[5]. Pero Jesús no actuó así. Jesús comparte su vida con cualquier hombre que se le acerque. Y además parece que los pecadores públicos, marginados y condenados por la sociedad, eran sus predilectos. Dios, que es todo pureza y perfección, se deja tocar y amar por los pecadores que lo buscan. Se sentó con ellos a la misma mesa. Comenta el Papa Francisco: «La misericordia se revela como dimensión fundamental de la misión de Jesús. Ella es un verdadero reto para sus interlocutores que se detienen en el respeto formal de la ley. Jesús va más allá de la ley; su compartir con aquellos que la ley consideraba pecadores permite comprender hasta dónde llega su misericordia». Comparte con los impuros sin hacerse Él impuro. Me gustaría ser así. No poner etiquetas. Me gustaría que no me importara que me las pusieran. No poner barreras, no crear distancias, no temer hacerme impuro. Me gustaría compartir mi vida y mi camino con cualquier hombre, sin encasillarlo por su moral, por su religión, por su forma de vida. No quiero servir sólo a los que sirven, amar sólo a los que me aman, dar sólo a los que me dan. Miro a Jesús y me sigo sorprendiendo de lo grande que es su corazón. Todos caben en él. Siempre me ha impresionado. Simplemente amó a los pecadores. Comió con publicanos y prostitutas. Se detuvo con aquellos que estaban fuera de la ley sin hacer que volvieran inmediatamente a la ley. Su actitud me inquieta. A veces me empeño en querer convertir a todos los que no actúan de acuerdo a la ley. Lo quiero ya. Un cambio absoluto. Ese abrazo del padre al hijo pródigo me parece excesivo. No hay castigo, ni exigencia. Y pienso que volverá a caer en lo mismo. Se dejará llevar de nuevo por la tentación de huir lejos de su padre. Me cuesta creer en la verdadera conversión del corazón. Y eso que sé en el fondo del alma que sólo el amor incondicional sana lo más profundo de mi corazón. Lo sé, lo he experimentado y soñado tantas veces. Los publicanos, las prostitutas, los pecadores públicos que no tienen acceso a Dios según la ley, reciben a Dios en sus casas sin hacer nada para merecerlo. Eso es amor incondicional. Y ese amor los cambió para siempre y seguramente fueron de los discípulos más fieles. Habían conocido de verdad la hondura de Jesús. María Magdalena. Zaqueo. Mateo. Y muchos otros. Al que mucho se le perdonó, mucho amó. Los fariseos y escribas juzgan desde lejos, no se acercan. Colocan a Jesús bajo sospecha. Si fuera un hombre de Dios, un profeta, no se mezclaría con lo impuro. Se quedan lejos. Construyen un muro y no se dejan amar ni mirar por Jesús. Me gustaría preguntarme hoy si yo soy de los que juzgo de lejos como esos fariseos y escribas. Si vivo lejos de los que considero impuros, o distintos a mí en la forma de pensar o vivir, encerrado en mi comodidad, protegido y guardado. O si soy de los que me siento en la mesa de los que pecan dejando de lado mis prejuicios y miedos. Como lo hacía Jesús. Él acoge y se deja acoger por cualquiera. A cambio de nada. Sin contrapartida. Sin pretensiones. Sólo mira al otro hasta el fondo. Le comprende. Se pone en su mesa públicamente para darle la dignidad que se merece cualquier persona. Jesús quiere sentarse a mi mesa, con los míos, en mi casa, tal como vivo ahora. Se trata de vivir con Él y estar con Él en lo más cotidiano. En la mesa donde siempre se celebra la vida y se comparte. Ese compartir es el mayor regalo, el motivo de la alegría. Es un amor gratuito. Desinteresado. Es personal. Me gustaría compartir la mesa con Él para convertirme y poder después compartir mi mesa con muchos. Pablo, en su carta a Timoteo, cuenta su experiencia con Jesús: «Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores y yo soy el primero». Y añade: «Se compadeció de mí». Jesús irrumpió en su vida y lo llamó. Se compadeció. Tuvo misericordia. Eso cambió a Pablo para siempre. Basta una mirada, un abrazo, un gesto de amor. Y la vida cambia. Cuando recorro el camino de Santiago me gusta vivir ese milagro de sentarme a la mesa cada día con personas distintas. No nos conocemos, pero todos compartimos la misma etapa del camino. Ese camino común nos une, igual que nos une esa misma meta que nos hace ponernos a andar temprano cada mañana. Muchas veces no sé si son creyentes o no lo son. No conozco su vida de pecado o de pureza. No sé de dónde vienen, qué hacen en su vida normal. Tampoco lo pregunto si no surge el tema. Comparto sólo lo cotidiano, lo más sencillo. La vida concreta, aquí y ahora. Sé a dónde van. Y dónde han empezado a caminar. Pero no conozco su historia personal. No es el momento. Ellos tampoco me conocen. Pero compartimos una misma mesa. No sé cuál es su manera de vivir. Pero en ese momento nos une una misma pasión, la meta hacia la que caminamos. Y nos aceptamos los unos a los otros sin poner barreras, sin marcar distancias. Me gusta esa experiencia de una mesa compartida. Sé muy bien que de aquel que es distinto puedo aprender mucho. No lo olvido. Puedo admirar a otros si soy más humilde y no me cierro en mi postura rígida. Si me abro al diferente. Es lo que hace Jesús conmigo. Es lo que hizo siempre. Jesús se sienta a mi mesa y no pregunta. Me ama y me mira, y se alegra al verme con Él. Se queda conmigo y me abraza. Y me recuerda cuánto valgo.
 

[1] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[2] J. Kentenich, Extractos del libro Tormentas de otoño 1912.
[3] J. Kentenich, Hacia la cima
[4] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[5] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
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