Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Una visita al Thyssen: religión y violencia

por El rostro del Resucitado


"Todas las religiones quieren la paz", ha dicho recientemente el papa Francisco. Aunque encierra una innegable buena intención se trata, sin duda, de una afirmación altamente discutible.

Por un lado porque, como es bien sabido, el actual pensamiento dominante sostiene la ecuación "religión igual a violencia", al menos cuando habla del cristianismo. Los argumentos son conocidos: el cesaropapismo, la inquisición, las guerras de religión, la colonización del nuevo mundo y el colonialismo moderno, el dogmatismo y la rigidez de la moral cristiana... todo entra en el mismo saco, incluso la clase de religión. El relativismo actual percibe como una amenaza intolerable la pretensión de verdad del cristianismo y de toda religión revelada. Pero negar al ser humano la capacidad y la posibilidad de conocer la verdad acerca de sí mismo, del mundo y de Dios constituye una violencia infinitamente superior a todos los errores que puedan cometer las personas y los pueblos religiosos.

Por otro lado, parece ingenuo igualar a todas las religiones en una supuesta búsqueda de la paz. Los binomios verdad-libertad y verdad-amor no se conjugan de la misma manera en todas las tradiciones religiosas. El Islam es un buen ejemplo de ello.

Por último, creo acertado afirmar que el fin primario de toda religión es el culto de Dios, no tanto la paz en sí misma. Dependiendo del concepto que se tenga de Dios –o de los dioses– se podrá incluir o no en la experiencia y en la práctica religiosa la búsqueda de la paz. 

En todo caso, para no contradecir al Santo Padre, podemos concordar con él en que no es la religión en cuanto tal –al menos en sus expresiones más elevadas– la causa o el origen de la guerra y de la violencia. A cada uno lo suyo. Hay ciertamente actitudes bélicas y violentas que pretenden legitimarse apelando a determinadas tradiciones religiosas, en cuyos textos "sagrados" encuentran, sin mucha dificultad, apoyo y justificación, pero hay que decir también que el nihilismo actual, la dictadura del relativismo y el ateísmo militante han sido y siguen siendo factores de violencia en nuestras sociedades posmodernas.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el Museo Thyssen?


El Sacrificio de Isaac, de Caravaggio

Con ocasión de mis bodas de plata sacerdotales un grupo de buenos amigos me ha regalado la tarjeta de amigos del Museo Thyssen-Bornemisza. Hace un par de días fui a ver la exposición Caravaggio y los pintores del norte. Un detalle de una de las obras expuestas llamó inmediatamente mi atención y me hizo pensar en acontecimientos recientes.
 


La mano que empuña firmemente el cuchillo para degollar al muchacho que es violentamente aplastado contra la piedra me trajo a la mente el trágico asesinato del padre Jacques Hammel, degollado hace unos días en la iglesia de Saint Etienne de Rouvray en Normandía (Francia) por unos "yihadistas" cuando concluía la celebración de la Eucaristía.

La escena representa, como todos sabemos, el momento en que Abraham está a punto de sacrificar a su hijo Isaac (Gn 22,112). Se trata de un pasaje que con frecuencia provoca reacciones de rechazo. ¿Es que puede Dios pedir el sacrificio de un ser humano? ¿Qué clase de Dios ordenaría a un padre, como prueba de obediencia, matar a su propio hijo? ¿Se justifica con ello, en la tradición religiosa a la que se remiten judaísmo, cristianismo e Islam, el sacrificio de inocentes por voluntad de Dios? La lectura plena de esta escena bíblica sólo puede hacerse desde la revelación plena de Jesucristo, aunque también haya que tener en cuenta el contexto histórico-religioso del tiempo de Abraham y la pedagogía de Dios al revelarse y guiar al pueblo elegido hasta el culto verdadero.

Veamos el cuadro entero, El sacrificio de Isaac, obra genial pintada por Caravaggio en 1603 y conservada en la Galeria degli Uffizi de Florencia.
 


Caravaggio ha sabido expresar en esta obra el intenso dramatismo del momento, subrayando la decidida intención de Abraham de cumplir la voluntad de Dios y, al mismo tiempo, la firmeza con la que el ángel detiene –en el último instante– la mano que empuña el cuchillo, mientras señala al carnero que ocupará el lugar del hijo amado en el sacrificio.

Abraham ha superado la prueba. Ha confiado en Dios contra toda esperanza. Él sabía, por su propia experiencia de Dios, que nada es imposible para Él.

La tradición cristiana ha comentado numerosas veces este episodio del Antiguo Testamento. Siempre en clave cristológica: Isaac es figura de Cristo. El hijo de Abraham y Sara, hijo de la promesa, es sustituido en el último momento por el carnero, que evoca al Cordero de Dios. El hijo que Abraham no llegó a sacrificar es figura del Hijo que el Padre entregó a la muerte para la redención del género humano. Así lo explicaba, por ejemplo, Orígenes en el siglo III.

Una homilía de Orígenes

"Abrahán tomó la leña para el sacrificio, se la cargó a su hijo Isaac, y él llevaba el fuego y el cuchillo. Los dos caminaban juntos. El hecho de que llevara Isaac la leña de su propio sacrificio era figura de Cristo, que cargó también con la cruz; además, llevar la leña del sacrificio es función propia del sacerdote. Así, pues, Cristo es, a la vez, víctima y sacerdote. Esto mismo significan las palabras que vienen a continuación: Los dos caminaban juntos. En efecto, Abrahán, que era el que había de sacrificar, llevaba el fuego y el cuchillo, pero Isaac no iba detrás de él, sino junto a él, lo que demuestra que él cumplía también una función sacerdotal.

¿Qué es lo que sigue? Isaac –continúa la Escritura– dijo a Abrahán, su padre: «Padre». Esta es la voz que el hijo pronuncia en el momento de la prueba. ¡Cuán fuerte tuvo que ser la conmoción que produjo en el padre esta voz del hijo, a punto de ser inmolado! Y, aunque su fe lo obligaba a ser inflexible, Abrahán, con todo, le responde con palabras de igual afecto: «Aquí estoy, hijo mío». El muchacho dijo: «Tenemos fuego y leña, pero, ¿dónde está el cordero para el sacrificio?» Abrahán contestó: «Dios proveerá el cordero para el sacrificio, hijo mío».

Resulta conmovedora la cuidadosa y cauta respuesta de Abrahán. Algo debía prever en espíritu, ya que dice, no en presente, sino en futuro: Dios proveerá el cordero; al hijo que le pregunta acerca del presente le responde con palabras que miran al futuro. Es que el Señor debía proveerse de cordero en la persona de Cristo.

Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor le gritó desde el cielo: •¡Abrahán, Abrahán!» Él contestó: «Aquí me tienes». El ángel le ordenó: «No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios». Comparemos estas palabras con aquellas otras del Apóstol, cuando dice que Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros. Ved cómo Dios rivaliza con los hombres en magnanimidad y generosidad. Abrahán ofreció a Dios un hijo mortal, sin que de hecho llegara a morir; Dios entregó a la muerte por todos al Hijo inmortal.

Abrahán levantó los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Creo que ya hemos dicho antes que Isaac era figura de Cristo, mas también parece serlo este carnero. Vale la pena saber en qué se parecen a Cristo uno y otro: Isaac, que no fue degollado, y el carnero, que sí fue degollado. Cristo es la Palabra de Dios, pero la Palabra se hizo carne.

Cristo padeció, pero en la carne; sufrió la muerte, pero quien la sufrió fue su carne, de la que era figura este carnero, de acuerdo con lo que decía Juan: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. La Palabra permaneció en la incorrupción, por lo que Isaac es figura de Cristo según el espíritu. Por esto, Cristo es, a la vez, víctima y pontífice según el espíritu. Pues el que ofrece el sacrificio al Padre en el altar de la cruz es el mismo que se ofrece en su propio cuerpo como víctima".

De las homilías de Orígenes sobre el libro del Génesis, Homilía 8, 6.8.9


El Descendimiento de la Cruz, de Dirck van Baburen

"Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hch 5,29). "Hágase tu voluntad" (Mt 6,10). Cierto, el criterio de pensamiento y de acción del verdadero creyente es cumplir la voluntad de Dios. Pero, ¿cuál es la voluntad de Dios? "Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?" (Ez 18,23). "Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia" (Jn 10,10). "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).

Otro cuadro de la exposición Caravaggio y los pintores del norte, que puede verse estos días en el Museo Thyssen de Madrid, ilustra de manera conmovedora esta afirmación central del cristianismo. Se trata del Descendimiento de la Cruz, del pintor holandés Dirck van Baburen, pintado en 1617 para la iglesia de San Pietro in Montorio. Es éste.
 



Lo que vemos en esta excelente composición es la sorprendente novedad del cristianismo respecto del resto de religiones que han existido o podrían existir. Dios no sólo no justifica ninguna forma de violencia contra el ser humano, sino que se entrega a sí mismo a la muerte por amor, porque "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos". Los musulmanes rechazan la Cruz, los cristianos la veneramos, la colocamos en nuestros templos y hogares, la marcamos sobre nuestras frentes y nuestros pechos, la invocamos en cada acto litúrgico. La Cruz es el lecho nupcial donde se consuma el amor entre el Esposo y la Esposa, entre Cristo y la Iglesia (Balthasar).

Contemplando el lienzo de Baburen somos sanados de cualquier posible fanatismo, de toda tentación de legitimar religiosamente la violencia sobre cualquier ser humano, pues cada uno de nosotros, también quienes cometen crímenes tan abominables como el asesinato del padre Jacques Hammel, hemos sido rescatados al precio de la sangre de Cristo. Lo que hace falta es que alguien nos lo diga, que podamos creerlo. Que lo aceptemos. 

Lo mejor que le puede pasar a un musulmán, como a cualquier otro ser humano, es que conozca a Cristo y crea en Él. Es una gracia, pero el Señor quiere concederla. "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). ¿Obedeceremos el mandato de Cristo?


Juan Miguel Prim Goicoechea, sacerdote
elrostrodelresucitado@gmail.com
 
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