Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Domingo de resurrección

por Al partir el pan

Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9

«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto»

«Creo que tiene sentido amar a todos para luego recibir odio. Tiene sentido ser generoso cuando nadie más lo es a nuestro lado. Tiene sentido callar y no criticar cuando todos lo hacen»

Tiene algo de oscuridad el camino hacia la Pascua. Algo de muerte. Algo de noche. Algo de heridas. Tiene mucho de soledad y de silencios. Mucho de abandono y de desprecios. Mucho de amor entregado hasta la última gota. Son pasos cansados hacia un monte. Allí, donde todo era muerte. Todo expresión de un odio extraño. De deseos de acabar con un hombre justo. Allí el silencio hablaba de abandono. Me gusta más la vida que la muerte. Más el camino de la luz que el de la cruz. Prefiero dar la vida conservando el último aliento. Vaciarme sin vaciarme del todo. Guardarme algo, agua en un pozo, para poder seguir viviendo. Prefiero vivir herido que dejar de vivir para siempre. Amar recibiendo algo a cambio. Me duele más amar sin recibir nada. Me da miedo. Prefiero amar sin temor a vivir temiendo. El abandono del viernes santo me rompe por dentro. Tocar la muerte tan de cerca es como acercarse al borde de un abismo. Acariciar el silencio más doloroso y seguir corriendo. ¿Qué sentido tiene dar la vida por los amigos? Sólo es posible si el corazón ama hasta el extremo. Si el corazón quiere al otro más que a uno mismo. ¿Es posible amar así? A veces dudo. A veces sí creo, porque lo he visto. Es posible entonces celebrar una última cena con alegría profunda. Y velar en un huerto con dolor en el alma acompañado de los amigos más queridos que duermen. Creo que tiene sentido amar a todos para luego recibir odio. Tiene sentido ser generoso cuando nadie más lo es a nuestro lado. Tiene sentido callar y no criticar cuando todos lo hacen. Alabar a los otros cuando todos desprecian. Tiene sentido ser uno mismo en medio de la muchedumbre. Me dan miedo las personas que se mimetizan con el ambiente. Hoy piensan de una forma, mañana se dejan llevar por lo que otros piensan. Me gustan las personas sólidas que se mantienen firmes en medio de la tormenta. No se tambalean. No cambian. Esperan como una roca firme, como un cedro erguido contra el viento. Me dan seguridad aquellos que son los mismos, ayer, hoy y siempre. Dijeron algo una vez y no han dejado de pensar lo mismo. Decía el P. Kentenich: «El hombre que crece y se adentra en Dios está siempre solo, y el hombre solo es siempre el más fecundo, pues ha crecido y se ha adentrado en otro mundo: viene del más allá. Pero la soledad no debe ser aislamiento; el hombre aislado es un inválido. El hombre solo es el que está en soledad con Dios; es una personalidad fuerte que camina hacia arriba. Sin embargo, ¡qué pesada puede volverse la cruz de la soledad si se trata de llevarla heroicamente!»[1]. El hombre firme y auténtico. Fiel y sólido. Heroico. Es un hombre anclado en Dios. Tiene su corazón seguro en Él. No duda, no se desalienta, no huye. No renuncia nunca a sus ideas por miedo, o por querer caer bien a todos. Pero es flexible. Sabe que sus opiniones son importantes pero nunca absolutas. Tiene claras las prioridades. ¡Qué fácil resulta dejarse llevar por los demás! Ceden las ideas y los principios. ¿Tengo claras mis prioridades? Siento que a veces me dejo llevar y no lo hago bien. ¡Qué importante es saber colocar el corazón en el lugar adecuado! Saber lo que de verdad quiero. Amar lo que sé que es importante en mi vida. Aunque eso no siempre me lleve al lugar más fácil. A veces me puedo dejar comprar por una aplauso, por una sonrisa, por un abrazo. No quiero caer bien a todos. Siempre pienso en Santo Tomás Moro. Un hombre de influencias. Un hombre poderoso. No quiso transar en sus creencias, en su fe, en la verdad, en lo que creía justo. Lo ajusticiaron. Murió solo en una torre. Fue fiel a sus ideas hasta la muerte. No quiso ser como una veleta que se deja mover por los vientos. Siempre me impresiona esa fidelidad, esa solidez en la fe, en las creencias. Me gustaría tener un corazón así de anclado en Dios. Un corazón con hondas raíces. Decía el P. Kentenich: «No nos educamos para ser plantas de invernadero, sino hombres con un sentido para lo trascendente, pero hombres plantados en la vida con ambos pies, que no se doblegan cuando no deben doblegarse»[2]. Cuando mi vida es así soy capaz de mantenerme firme en lo que creo y no me dejo llevar por la corriente. Tengo claro hacia dónde camino y le doy mi sí a Dios con alegría.

Me duelen las injusticias en el alma, en lo más profundo. A veces imagino que con el tiempo se van a arreglar. Como por arte de magia alguien aparecerá para traer justicia al mundo. Se salvará el reo a muerte a punto de ser ajusticiado. Acabo pensando que la verdad saldrá a la luz. Y dejará de haber mentiras, y fraudes, y escándalos, y corrupción. Creo en la verdad y en la justicia. Creo en la bondad de los hombres. Pero me da miedo que llegue la justicia demasiado tarde. Cuando ya nada pueda ser salvado. Sé que la luz acabará irrumpiendo en medo de la noche. Pero ya no sé si en esta corta vida o en la vida eterna. Cuando la muerte ya haya sido vencida para siempre. Me asusta este silencio de la Semana Santa en el que Jesús es llevado a la cruz sin que nadie lo salve por la fuerza. Me da miedo a mí mismo verme solo un día en medio de los lobos. Acusado. Olvidado. Me da miedo la sed del alma que sólo se sacia en un abrazo eterno. Me asustan el fracaso y la traición. Me cuesta tanto aceptar el abandono y el rechazo. Ese beso de amigo que me entrega a mi suerte. Me cuesta mucho entender el sentido del un madero alto acompañado por dos ladrones. Me pesa esa cruz que hiere. La mía. La de tantos. La que lleva Jesús en el Calvario. No acabo de soportar el odio. La rabia. Los clavos. Los martillos. No entiendo la flagelación ni la corona de espinas. No entiendo el sufrimiento, el sacrificio, la renuncia. Me parecen carentes de sentido. Tengo sed. Jesús tiene sed. ¿Por qué tiene uno que sufrir tanto dolor en el camino? ¿No podemos vivir sin muerte, sin sombras, sin noches, sin sed? ¿Acaso Dios podía querer algo tan terrible, tan injusto para su Hijo? ¿Acaso el sí de Jesús en Getsemaní podía cambiar el mundo entero? Ese sí con sangre cambió a Jesús, cambió a los hombres. Ese sí cubierto de desprecios me ha dado una vida que yo desconocía. Pero de nuevo hoy me pregunto: ¿Bastaba esa cruz para hacer desaparecer el mal del mundo? ¿Acabarían todas las injusticias si Jesús soportaba la cruz ese día hasta la muerte? Es difícil comprender bien lo que Dios me pide. Descubrir mi propio «vía crucis» y mi propio «vía lucis». María sabía esos días que Jesús hacía la voluntad de su Padre y sabía que Dios siempre «espera que cada uno aceptemos, como venidas de sus manos, las situaciones diarias que nos envía y que obremos como Él quiere que obremos, con la gracia que nos concede para ello. Lo que el hombre sí puede cambiar es, antes que nada, a sí mismo»[3]. La persecución que le tocaba sufrir a Jesús tenía que vivirla en silencio, doblegado, sometido. Es verdad que Dios no quería el mal de su Hijo. Pero sí quería que esa cruz impuesta la viviese con paz en el alma. Sufriese amando. Viviese muriendo por los suyos. Ese día subiendo el Calvario Jesús llevaba clavados en el alma los dolores de tantos hombres. Las injusticias que nunca se acaban. El odio de los que persiguen a los que aman. El desprecio de los que atacan a los que son justos. Me cuesta entenderlo. Como a esos discípulos que huyeron aquella tarde. Habían cenado con su maestro. Habían escuchado sus palabras. Les había lavado los pies. Habían velado en un huerto. Habían dormido. Habían sabido que algo extraño se respiraba en el aire. Temían pero confiaban. Alguien tal vez podría acabar con las injusticias para siempre. No entendieron muy bien la alegría de ramos. Tampoco la fiesta de esa última cena ni aquellas palabras llenas de misterio. Sabían que querían matar a Jesús. Eso lo sabían. ¡Cuántas piedras cogieron en sus manos los enemigos para lanzárselas a Jesús! Pero Jesús había huido muchas veces, se había escabullido, había salido sano y salvo. Les costaba entender que esta vez pudiera ser la definitiva. No querían oír hablar de la muerte. Ni de la traición. Ni de la posibilidad de no huir esa noche. Sería una pascua más. Otra semana sagrada juntos, celebrando el paso de Dios liberador del pueblo de Israel. Recorrerían tranquilos las calles de Jerusalén una vez más, confiados. Y sabrían que algo lejos, en un monte llamado Calvario, morían de vez en cuando algunos malhechores. Ajusticiados justamente por sus delitos. Pero no querían oír hablar de despedidas. Ni de guardias. Ni de cárceles. No sabían nada del odio, del mal. Jesús era su maestro. Era un profeta. Era bueno. Les había enseñado el sentido del amor verdadero. Era el Mesías que iba a liberarlos montado en un pollino. Les iba a dar la esperanza que tantas veces perdían. Sabían quién era el Nazareno: «Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él». Era verdad que Dios estaba con Él y lo amaba. No era un blasfemo. Entonces, ¿qué podría hacer contra Él el hombre? Nada. Era invencible. Sus palabras eran más poderosas que las palabras de los hombres. Y sus gestos de amor tenían el poder de la vida eterna. Sanaba a los enfermos. Resucitaba a los muertos. ¿Quién podría acabar con su poder? Pensar en un final trágico no entraba en su planes.

Me emociona pensar en esa última cena. Ese momento de amor compartido. Hay comidas que se hacen habituales. Encuentros cotidianos. Nos acostumbramos al amor, a compartir la vida. Pensar en algo que pueda suceder por última vez nos asusta. Estar con tu padre una última vez antes de su muerte. Acompañar a un ser querido antes de su último adiós. Escuchar sus últimas palabras. No sé qué tiene el alma pero no está hecha para las despedidas. El amor quiere ser para siempre. La paz eterna. La alegría permanente. Pensar en algo pasajero que vuela de repente me asusta. Es como despedir lo que nos calma. Y decir adiós a lo que llena el alma. ¿Qué sentiría Jesús esa última cena? ¿Sabían los discípulos que era la última vez? ¿Se puede acabar el amor eterno? No se acaba. Lo sé. Creo que puedo decir que amo para siempre. Me sale. No lo niego. Amo para siempre y no pienso dejar de amar. No creo en la muerte del amor. En su último aliento. Me niego a besar las despedidas. No quiero no ser lo que sueño. No quiero dejar lo que amo. Quiero la vida que no acaba. Los sueños que no se rompen. La alegría que no cesa. Es verdad, no creo en un amor que no quiera acabar en pasado. El otro día leía que el sicólogo Rafael Santandreu propone dejar de pensar en el ideal de «felices para siempre». Y afirma que no todo dura para siempre, que más bien nada lo hace. Y por eso sugiere cambiar de pareja cada cinco años para ser feliz. Me sorprendió esa afirmación. Para ser feliz cambiar cada cinco años de pareja. Cambiar de amor. Dejar de amar y volver a amar a alguien distinto. Cada cinco años. Me pareció sorprendente. Una felicidad centrada en el cambio. Es cierto que muchas cosas no duran. Pasan y no son eternas. Hay amores que mueren, que fracasan. Lo sé.  Pero creo que el corazón está hecho para lo eterno, no para lo caduco. Para lo perenne, no para lo pasajero. Lo escucho en el corazón cada mañana. Puede que haya alegrías que no duran. Pero no me conformo. Siento un dolor en el corazón al pensar en una última cena, una última conversación, una última alegría, un último abrazo. Todo lo que es último me produce desazón. No creo que mi corazón sea más feliz con mil cambios. Y se alegre cada vez que algo nuevo sucede. No soy más feliz acumulando experiencias nuevas. Ni más feliz cambiando de amores cada cinco años. Creo que mi corazón está hecho para la vida eterna y no para vivir muchas últimas cenas. Entiendo el dolor de Pedro y su deseo de defender a Jesús con su vida. Comprendo la melancolía de Juan recostado sobre el pecho de Jesús. Incluso encuentro posible la traición de Judas que no quiere el final de un sueño de tres años y no se reconcilia con un Jesús que no quiere establecer su reino para siempre. Me parece que mi felicidad no entiende de plazos. No quiero una tristeza permanente jalonada por pequeños momentos felices. No quiero un amor que no diga para siempre en cada abrazo. No deseo lavar los pies como un gesto único perdido en el recuerdo. Quiero lavar los pies siempre. Amar siempre aunque me duela. Ser fiel siempre al lado de aquel por quien estoy dispuesto a dar la vida. Mi carne no parece eterna, pero tiene en su interior un anhelo infinito. Mi aliento desfallece con los años, y suspira por un aliento que no pase. Sé que las últimas cenas me ponen nostálgico. Pero no por eso dejo de cenar con quienes amo. Quiero aprender a vivir en presente. Es el momento eterno que acaricio. Cuando el sol no termina de ponerse y el amanecer se detiene en un segundo. Cuando la cruz de Cristo queda iluminada por la luz de la luna llena. Como siempre. Recordándome que estoy hecho para un amor que dure siempre. A veces me sorprendo al ver la cantidad de tiempo perdido en cosas que no importan. No quiero dejar de hacer lo que quiero hacer de verdad en este instante. No dejar para mañana lo que importa. Entre tener razón y ser feliz elijo siempre ser feliz. Morir no me da miedo. Porque la losa de mi noche es anterior a un sol eterno. Como si toda la vida estuviera preparándome para vivir eternamente. ¿Estoy siendo hoy, ahora, la mejor persona que puedo llegar ser? ¿Estoy siendo hoy la persona más feliz que puedo ser?

En la cruz aprendo a ser más paciente, más humilde, más pobre. En la enfermedad, en el dolor, en la cruz, vivo la paciencia de Jesús. Me callo. Me dejo llevar. Espero. Aguardo. La paciencia es una virtud escasa en mi alma. Todo lo quiero ya, ahora mismo. No me gusta esperar. Me impaciento cuando las cosas no suceden cuando yo quiero, como yo quiero. Quiero satisfacer mis deseos más inmediatos. Amo la vida y la quiero vivir aquí y ahora. No quiero esperar a que sucedan las cosas tal como anhelo. Y me vuelvo impaciente. Sé que en los momentos de dolor, de cruz, de miedo, puedo perder la paz. También sé que en días como ese jueves santo en el que Jesús cae en agonía, la oración es lo único que me consuela. Como a Jesús. Cuando han fallado los apoyos humanos. Cuando sólo descanso en mi soledad. Sé que entonces sólo Dios me da fuerzas y me consuela. Sólo orando puedo, como Jesús, renovar con más fuerza el sí del principio del camino. Cuando todo tal vez parecía algo más fácil. Ese sí que renové confiado en medio de mi vida. Apoyado en mis fuerzas. Confiado en mis planes. Cuando no imaginé las sombras. Cuando todo estaba centrado en mis fuerzas, en mis capacidades. La cruz de estos días me enseña a besar mi propia cruz. Me enseña a vivir con paciencia mi vida. Con paz. Con alegría. Como es, sin miedo. Repitiendo mi sí. Porque sé que es verdad lo que escuché el otro día: «No creí que estuviera a la altura. En ese momento entendí algo muy importante. Que nadie en el mundo está preparado. Así que no hay razón para preocuparse». Ante el dolor, ante mis miedos, quiero aprender algo importante: No estoy preparado y no hay razón para preocuparme. Quiero confiar. Una persona rezaba: «Sé que dejaste que los soldados te apresaran, que no opusiste ninguna resistencia y te dejaste apresar. Ese fue el camino. Sé que ante los que te juzgaban injustamente permaneciste callado, sin rebatir la ofensa, y ese fue el camino. Sé que corregiste al que te defendió con la espada, y ese fue el camino. Haz que crezca en mí el abandono, dame fuerza para vivir desgastándome cada día, valorando esa entrega silenciosa. Dame alegría en el sacrificio, medible en obras de amor. Dame fidelidad en la pobreza, amor en la austeridad, amor en la cruz. Déjame amarte siempre y confiar». En estos días quiero repetir el sí de esta oración, mi propio sí. El sí a mi vida. El sí a mis miedos. Me conmueve cómo se unen esta Semana Santa el sí de María y el sí de Jesús. El viernes santo es el momento de la oscuridad, de la noche, de la soledad. Los miedos se hacen realidad. El temor se convierte en oscuridad. Ese mismo día de muerte se une este año al día del amor más hondo, más verdadero, más puro. El amor de Jesús a los suyos en la soledad de una cisterna, de una cárcel húmeda. El amor de los suyos a Jesús, un amor herido, roto, abandonado. El sí de Jesús. El sí del amor de María en esa noche de desencuentros. Se unen. El sí de la cruz tiene la misma resonancia de la cueva de Nazaret. Ese sí primero sin el cual nada más se entendería. El sí de una niña arrodillada que pronunció su amor para siempre. María estaba allí de nuevo en el Calvario pronunciando su sí. María estuvo allí como en Nazaret. Arrodillada. Postrada. Los dos síes se unen hoy. El sí de Dios a María siendo niña y ahora siendo mujer. El sí de María a Dios arrodillada en el Calvario igual que lo estuvo en una cueva siendo niña. Anunciación y Calvario se unen en el misterio de este viernes santo. Me conmueve este misterio inmenso. Mis síes se unen hoy. Se unen en mi propia cruz. En mis miedos pronunciados con torpeza. No tengo motivos para preocuparme. A veces lo quiero hacer todo yo solo. Quiero llegar a todo. Cargar con la cruz más pesada. No puedo. No soy capaz. Jesús esa noche del jueves santo sudó sangre. Experimentó el miedo y la soledad. Tengo mis noches de jueves santo en las que me siento incapaz de ir más lejos, de subir más alto. Noches en las que dudo y tiemblo. Abrazo mi vida. Deseo y anhelo. Noches de impotencia en las que deseo que los ángeles vengan a consolarme y me abracen. Noches de oscuridad en las que el deseo de la luz es inmenso. ¿Cuáles son mis miedos? Esos miedos con los que cargo. Esos miedos que entrego. Aquel que no ha escrito sus miedos, no los ha mirado con honestidad, todavía no sabe lo que de verdad teme. No ha pasado por ese huerto de Getsemaní. No ha experimentado la soledad en medio de la noche. Es necesario el jueves santo para llegar al calvario. Necesaria la soledad de un huerto. De una oración sincera en la que me siento impotente y perdido. La oración de aquel que quiere confiar y no sabe a qué agarrarse. Tengo miedos. Les pongo nombre. Lloro ante Dios esos miedos en los que no soy fuerte. Recuerdo mi sí de Nazaret. Pronuncio mi sí de viernes santo. Quiero que se unan con la misma luz. En la misma noche. Quiero abrazarlos y sentirme pequeño y frágil. Como Jesús hombre. Como ese niño que cree en los imposibles. No tengo fuerzas. No tengo motivos para preocuparme. Me gusta esta noche de soledad en la que todo parece inalcanzable.

Me gusta el amor de una mujer enamorada cuando el dolor y el miedo son parte del alma: «El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro». Dicen los evangelistas que fue María Magdalena la que corrió primero, la que vio, la que anunció. Dicen otros evangelistas que fueron algunas mujeres al sepulcro. Dicen que yendo de camino se preguntaban cómo podrían mover la piedra para ungir el cuerpo de Jesús. Veían la piedra y temían lo imposible. Siempre nos preguntamos cómo mover la piedra que no nos deja ver la luz, que no nos deja lograr lo que soñamos. Jesús ha muerto. Lo han sepultado y ellas piensan en esa piedra demasiado pesada. Y saben que no podrán moverla. Pero sueñan en su corazón con alguien que les corra la piedra. A veces en la vida esperamos que alguien nos mueva la piedra que nos cierra el paso. Deseamos que alguien nos solucione los problemas, nos alivie las penas. Dicen que la juventud de hoy no está acostumbrada a mover las piedras que encuentran en el camino. Porque alguien se la has corrido en distintos momentos de su vida y ya no son capaces de mover ellos solos la piedra por pequeña que sea. Se han acostumbrado a que alguien se adelante y les evite los problemas. Buscan entonces ese alguien que siempre les solucione los problemas. Les dan miedo las piedras tapando las salidas. Les asustan, como a los discípulos, los problemas que no tienen solución. Entonces es más difícil pronunciar el sí con el corazón. Un sí enamorado. Un sí apasionado. Porque la piedra parece demasiado pesada y no tienen fuerzas para moverla. En la vida los problemas tantas veces nos agobian, parecen no tener solución. Vemos imposible salir. No creemos en que nadie pueda mover la losa pesada que nos bloquea el camino. Desesperamos. La resurrección de Jesús me muestra cómo su amor mueve las piedras de mi vida. Ese alguien es Dios. Desbloquea los caminos. Libera lo que nos oprime. Nos hace ver la luz. Y yo corro esperando que Dios me descorra la piedra. Esperando ver en mi noche. Esperando amor en mi oscuridad. Cuando las mujeres llegan al sepulcro está la piedra movida, pero dentro no ven a Jesús: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». No sé quién podría imaginar la vida después de la muerte. Imaginar un sepulcro vacío y pensar que nadie había robado su cuerpo sino que Jesús mismo se había puesto en pie y Él, extenuado después de la muerte, había tenido la fuerza para mover la piedra. ¿Cómo no pensar que habían sido los discípulos? Un cuerpo es la prueba más evidente de la muerte. La ausencia de un cuerpo despierta dudas e interrogantes. ¿Cómo podrían imaginar la resurrección si nadie había visto a Jesús vivo? Faltaban pruebas. Simplemente la ausencia de un cuerpo no basta para creer en la resurrección. Esa mañana, al amanecer, hay miedo y dudas. No saben dónde lo han puesto. No creen en lo imposible. Me sucede a mí tantas veces que sólo creo en lo que toco, en lo que veo. Me cuesta lo extraordinario, lo que no puedo comprender. No creo en lo que yo no he hecho. En esa piedra que yo no he movido. Me cuesta pensar que Dios hace milagro con mis pobres manos y obtiene fruto donde yo no he sembrado. No creo en esos milagros que suceden más allá de mi esfuerzo. Me olvido de buscar a Dios en todo lo que hago. No veo su mano, no oigo su voz. El otro día leía: «Quizá tenga que permitir que nuestro mundo se trastoque para recordarnos que no es nuestra morada permanente ni nuestro destino final; para devolvernos la sensatez y restaurar nuestros valores; para que, una vez más, dirijamos nuestros pensamientos hacia Él. Él siempre está presente, siempre es fiel: somos nosotros los que no conseguimos verle ni le buscamos en épocas de bonanza y comodidad»[4]. Cuando nos vemos ante la muerte. Cuando nos enfrentamos con el dolor. Cuando todos nuestros pilares se tambalean. Nos volvemos entonces hacia Dios. Él permanece fiel detrás de la losa caída sobre mi vida. Él vive en la oscuridad de esa muerte que no entiendo en mi vida. Él me abraza cuando yo no logro abrazar. Y alimenta ese deseo infinito que vive detrás de una roca movida. Allí mi anhelo permanece intacto. Parece todo helado a mi alrededor, pero sigo vivo por dentro. Y en miedo de mi noche, en medio de mi frío, puede surgir la tentación de la duda: «Esta vida no es lo que yo pensaba. No es lo que tenía previsto. Ni es, desde luego, lo que deseaba. De haberlo sabido, jamás lo habría elegido, jamás habría hecho esta promesa. Perdóname, Dios mío, pero no quiero cumplir mi palabra. No puedes obligarme a una promesa hecha en la ignorancia; no puedes esperar que mantenga un compromiso basado en la fe sin un conocimiento previo de la realidad de la vida. No es justo. Jamás pensé que esto sería así. Sencillamente, no puedo soportarlo y no seguiré adelante. No te serviré»[5]. A veces la tormenta arrasa con las seguridades y todo se tambalea. Así es el viernes santo. Así la soledad y la muerte hasta la noche del sábado. ¡Cómo no dudar! La muerte asusta. Y me cuesta creer en una vida imposible. Como le sucedía a los discípulos aquella noche de sombras y traición. ¡Cómo seguir siempre fiel con la muerte del maestro! ¡Qué fácil renegar de las promesas e iniciar un nuevo camino! Algunos volverían a sus aldeas de origen. Algunos caminaban hacia Emaús. Era lo más sencillo. Volver a hacer lo que sabían hacer. No esperaban la vida. Por eso la resurrección irrumpe como un golpe de vida. Un golpe que nos rompe todos los esquemas. Ya el corazón se había hecho a la idea del fracaso y no puede comprender un nuevo comienzo. Duda y teme lo que no controla.

Me gusta esa fe de los discípulos al no ver y, pese a todo, creer: «Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó». Corren, entran, no ven y creen. Es el encuentro con lo imposible. Con una vida nueva que desconocen. Creen. Se sorprenden. Se levantan. Y encuentran la vida verdadera. Creen en Jesús vivo aunque no está el cuerpo. Ese cuerpo desaparecido es señal de esperanza. O de traición. No se sabe. Corren movidos por el amor. Se alegran llenos de amor al ver el sudario caído. El sepulcro vacío. La losa descorrida. El amor nos impulsa a creer en lo imposible. Todavía no lo han visto y ya creen. Me emociona esa fe primera. Luego podrán tocarlo. Podrán escuchar de nuevo sus palabras. Podrán comer con Él. Su fe se hará más firme. Ahora sólo es el comienzo de un camino nuevo. Han pasado de la muerte a la vida en pocas horas. De la cruz al santo sepulcro y de la losa caída a la vida nueva desconocida. Son pocos metros de distancia y es una vida entera. Esta resurrección ya no es como la de Lázaro o esa niña de doce años. Es una resurrección nueva. Ahora ya no ven su cuerpo. Ya no está, pero está vivo. Esa certeza les llena de esperanza. No tocan y ya creen. No oyen y creen. En mi vida me cuesta creer tantas veces cuando no veo. Me cuesta tener esperanza en medio de la noche de un viernes santo. Atado a la cruz del momento no logro vislumbrar un poco de vida. Esa fe rompe los moldes y abre un horizonte nuevo. Tengo sed. Una sed de infinito. Jesús también tiene sed y me grita desde la cruz. Tiene sed de mi amor, de mi vida, de mi entrega. Y a mí me cuesta creer en esa presencia sanadora de Dios en mi vida. Ese amor que me quita la sed. Quiero creer en Jesús resucitado. Él puede sembrar luz en la noche, y dar vida a mi muerte. Él logra que mis pasos se detengan ante la tumba vacía de mi vida y crean. Estoy vacío. Dios me llena. Sólo necesito que Él corra la piedra, la losa que me cubre. Tengo heridas de muerte. Profundas heridas que me recuerdan mi pobreza. En esas heridas puede florecer la vida esta noche santa. Parece mentira. Puede llenarse de luz mi noche sin vida. De palabras eternas mi más hondo silencio. Jesús vivo puede darme la vida que ya no tengo. Puede hacerme creer en mí mismo, en mi vida, en los hombres. Creer en ese vacío seco que llevo en lo más hondo. Lo sé, me falta fe. No veo más allá de mi pobreza y no corro para ver un sepulcro vacío. Hoy le pido fe a Dios. Una fe profunda que crea pese al aparente fracaso. Que abrace el cuerpo ausente de Jesús y bese sus heridas. Que no se conforme con la soledad de un sepulcro vacío. Que tenga esperanza en medio de la oscuridad. Y que sea capaz de amar hasta dar la vida. En los próximos ocho días Jesús se aparecerá a los suyos. Se dejará tocar. Tocará con amor. Serán días de fiesta, de resurrección, de Pascua. Días en los que el sepulcro del alma ya no estará vacío. Jesús lo llenará todo. Dará vida a todos mis rincones oscuros. Quiero creer. Quiero ser uno de esos que tanto quieren a Jesús. El otro día le hicieron un juego a unos niños. Tenían que decir el deseo que pedían. Uno pidió ser el mejor futbolista del mundo. Una niña la mejor bailarina. Un niño de cuatro años dijo: «Yo quiero ser el que más comparta del mundo». Me conmovió. Jesús fue el que más compartió del mundo. Lo compartió todo. Querer ser el que más ama es posible con una mirada pura, con un alma grande. Me gustaría tener un alma así capaz de ver los imposibles. Jesús vive y hace que mi corazón viva. Me conforta con su vida en medio de mi vida. Miro a María este día en el que Jesús nos besa con su vida. María sabía que detrás de la noche vendría la vida. Ella conocía muy bien la luz de un nuevo día. Ella, que había tocado la muerte, se abrazó a la vida de Jesús resucitado. Ella me enseña a creer y a confiar contra toda esperanza. ¡Cuánto me cuesta ver la vida en un sepulcro vacío! Pero está allí. La fuente del agua verdadera. El pozo que me llena de vida. No quiero temer más la muerte. Sé que un día mi sepulcro estará vacío. Y viviré para siempre. Y yo a veces me agobio por pequeñeces. Pierdo la alegría por contratiempos insignificantes. Dejo de creer cuando sufro un dolor injusto. No comprendo nada cuando me siento solo y abandonado. Esta noche santa me hace darle valor a lo importante. Y dejar de sufrir por lo que no vale la pena. Por lo caduco. Por lo pasajero. Quiero mirar con esperanza en mi dolor, en mi cruz. Mi sepulcro está vacío para que lo llene Dios. Él lo hace posible. Es corta esta noche. De la oscuridad a la vida. Creo. Confío.

 



[1] J. Kentenich, Hacia la cima

[2] J. Kentenich, Kentenich Reader I

[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

[4] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

[5] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

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