Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

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I Domingo de Cuaresma

por Al partir el pan

Deuteronomio 26, 4-10; Romanos 10, 8-13; Lucas 4, 1-13

«No sólo de pan vive el hombre. Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él sólo darás culto. No tentarás al Señor, tu Dios»

«Es un milagro el perdón. Una gracia que pedimos. Más que sacrificios es más importante perdonar, pedir perdón y ser perdonado. Ese amor que posibilita el perdón, que surge del perdón, es lo central»

Comienza la cuaresma cuando casi no hemos quitado los belenes en nuestras casas. Con el aroma de la Navidad comenzamos a caminar hacia la Pascua. Sabemos lo que es realmente importante, como nos lo recuerda el Papa Francisco en el lema de la cuaresma de este año: «Misericordia quiero y no sacrificio». Mt 9,13. Es más importante la misericordia, que los sacrificios que hago. Es más importante amar y ser misericordioso con los hombres que renunciar a muchas cosas. Es más importante recibir el amor de Dios que vivir realizando sacrificios. El mayor sacrificio es amar en esta vida. Dar la vida por amor. Dios lo sabe: «Dios misericordioso sabe que el instinto de amar del hombre se despierta de la manera más potente cuando éste toma conciencia de que está rodeado de un amor abundante»[1]. Dios sabe que cuanto más nos ame más seremos capaces de amar. Cuando más conscientes seamos del amor de Dios en nuestra vida más amaremos. Cuanto más seamos perdonados más podremos perdonar a otros. Lo sabemos, es más importante amar y perdonar que sacrificarnos haciendo sacrificios de todo tipo. A veces renunciamos, ayunamos, nos esforzamos, y mientras tanto guardamos en el alma rencor, odio y desprecio. La misericordia y el perdón son el camino de esta cuaresma. El Papa Francisco les dice a los sacerdotes: «Sean grandes perdonadores. Porque el que no sabe perdonar es un gran condenador. Y ¿quién es el gran acusador en la Biblia? El Diablo. Hagan lo que hace Jesús; no hagan lo del Diablo, acusar». Me gusta esa comparación. Dios perdona siempre. El demonio acusa y tienta. El demonio denuncia y odia. Dios siempre nos mira con amor. Siempre es misericordia. Nos pide el Papa a los sacerdotes que perdonemos siempre, que no nos cansemos de perdonar. Misericordia antes que sacrificios. Pero esta invitación es extensiva a todos. Porque todos estamos llamados a perdonar en nuestra vida. ¡Y cuánto nos cuesta perdonar en lugar de acusar! Perdonar con entrañas de misericordia al que nos hace daño, al que nos hiere con sus palabras y sus obras, al que nos rechaza y no nos trata con amor. Devolver misericordia cuando recibimos odio y desprecio. Es un paso decisivo en nuestra vida. Miro mi corazón y veo rencores adheridos al alma. Miro y recuerdo ofensas, y no perdono, y la herida se abre de nuevo. El Papa nos recuerda que en el día de nuestra muerte Jesús nos preguntará «si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia». Nos preguntará si hemos amado, no tanto si nos hemos sacrificado. El amor siempre lleva consigo renuncias y sacrificios. Pero todo por amor. Y el perdón está unido siempre al amor. Un perdón que nos pacifica el alma. Un perdón que restablece los vínculos de amor rotos entre los hombres. El perdón comienza en mi propio corazón. Cuando yo me perdono a mí mismo es más fácil perdonar. Pero, ¡qué difícil a veces perdonar las propias caídas, los propios errores, las propias faltas! Dios quiere misericordia. Y yo necesito perdonarme por tantas veces en que no soy el que sueño, el que anhelo, el que deseo. Por esas veces en las que mis metas se quedan demasiado lejanas e inalcanzables o yo demasiado lejos en mi debilidad. Perdonarme por no estar a la altura de lo que otros esperan, por no tener esas virtudes y talentos que envidio. Es difícil perdonarnos siempre. Y si no somos capaces de ello, mucho más difícil será que perdonemos a otros, que miremos a los demás con amor. Misericordia es lo que quiere Dios y lo que yo mismo necesito. Porque el perdón sana el corazón. El perdón que recibimos y el perdón que damos. Cuando perdonamos al que nos ha hecho daño algo se sana en el alma, una herida se cierra, un hilo roto se restablece. El otro día una persona me comentaba cuánto bien le había hecho perdonar a sus padres. Esa herida la llevaba guardada en el alma toda su vida. Fue capaz de perdonar porque Dios le concedió ese milagro, y el perdón sanador la había liberado. Ahora podía estar con ellos sin rencor. Podía amarlos y cuidarlos en su desvalimiento sin rencor. Podía quererlos en su último tiempo de vida. Es un milagro el perdón. Una gracia que pedimos. Más que sacrificios es más importante perdonar, pedir perdón y ser perdonado. Ese amor que posibilita el perdón, que surge del perdón, es lo central.

La cuaresma es un tiempo para salir de mí mismo y ponerme en camino hacia el que sufre. La misericordia de Dios, ese amor profundo e infinito de Dios, me mueve a dejar mi comodidad. Jesús me invita a salir de mí mismo, a descentrarme y a pensar en todo lo que puedo hacer por el que sufre, por el que necesita, por el que nada tiene. En el encuentro con el pobre se manifiesta mi conversión. Es una oportunidad para vivir en función de los hombres y no centrado en mis deseos y planes. A veces puedo ver el tiempo de cuaresma sólo como un tiempo de autosantificación, un tiempo gris de sacrificios y renuncias. Pero no es así. Es un tiempo de misericordia. Un tiempo para regalar misericordia. Por eso me detengo en mi vida y me pregunto si amo como Dios me ama. Si soy misericordioso como Jesús es misericordioso. Quiero mirar mi corazón y ser sincero. Y no quedarme sólo en prácticas ascéticas. Comienza un tiempo de entrega. Comienza con la ceniza impuesta sobre mi cabeza. Comienza con el beso de Jesús que me recuerda cuánto me ama. Al recibirlo pienso en su misericordia conmigo. Hoy se inclina sobre mí, toma mi rostro entre sus manos y me besa. Y yo le digo en lo secreto de mi corazón: «Te quiero, Jesús». Y queda la marca de su amor grabada en mi alma para siempre. La ceniza es esa bendición que Dios me da para poder ser misericordioso. Para ver las injusticias que cometo y entregar mi amor en cada gesto. Dios me besa en mi corazón endurecido que a veces no tiene misericordia con el que sufre. Puede suceder que la eucaristía que vivo no se haya hecho carne en mi corazón y por eso no soy portador de misericordia. Puedo rezar mucho, ir a misa y comulgar. Puedo llevar a Jesús dentro de mí, a ese Jesús que se parte por amor. Puedo llevar una vida de oración seria. Pero puede que ese amor de Dios no haya tocado mi vida y entonces luego, en medio del mundo, no sea capaz de amar partiéndome. Me falta generosidad y entrega. Soy injusto en mi trato con los pobres, con los necesitados. Jesús me invita a cambiar el corazón. Por eso los cuarenta días de desierto que comenzamos en la cuaresma son una invitación a dejarnos hacer por Dios. Que ese desierto purifique el alma y nos capacite para el amor. Sólo así podremos desplazarnos hacia el que necesita nuestra entrega, nuestro amor y alegría. Sabemos muy bien que nuestro mayor sacrificio tiene que ser por el otro, por amor al que está en nuestro camino. La cuaresma es ese tiempo de gracias que nos regala la Iglesia para ser más santos en el amor, para crecer en hondura y para que podamos dar esperanza y vida al que la necesite. No es un tiempo para hacer muchos sacrificios ascéticos. Es un tiempo para mirar hacia dentro del corazón y ver cuántas cosas desordenadas existen en mi alma. Nunca habrá un orden perfecto, tampoco lo quiero. Pero sí puedo ver, cuando me callo y miro mi vida, dónde estoy más desordenado, cuáles son mis apegos más dañinos. Puedo darme cuenta de dónde está mi mayor fragilidad y se la puedo entregar a Jesús con humildad. La cuaresma es un tiempo de hondura y de desierto para poder salir hacia los hombres con el corazón lleno de amor, de un agua nueva que nos purifica. Siempre con la tensión del que se ha hundido en lo profundo de su alma y está al mismo tiempo a punto de ponerse en camino hacia los demás. Dice el Papa Francisco: «Tocando en el mísero la carne de Jesús crucificado el pecador podrá recibir como don la conciencia de que él mismo es un pobre mendigo». En esa entrega que vivimos cuando nos descentramos. En ese encuentro con el más indigente, nos damos cuenta de nuestra indigencia. El que más da es el que más recibe. Al tocar a Jesús entre los más necesitados, descubre el hombre su indigencia. Todos somos mendigos de amor, de misericordia, de perdón, de esperanza. Todos tenemos una herida honda en el alma. Al tocar al leproso, al que nadie toca, al que nadie se acerca, nos hacemos como Jesús. Nuestro abrazo es su abrazo. Y, al mismo tiempo, nos bajamos de nuestra atalaya en la que estamos protegidos. Al mirar al pobre y al impuro descubrimos nuestra propia impureza y carencia. Al salir nos abajamos para abrazar al que necesita su abrazo. Al hacer lo que Jesús hizo nos hacemos pobres y necesitados.

La Iglesia nos invita en Cuaresma a meditar los tres pilares de nuestra fe: oración, ayuno y limosna. Son las tres rocas sobre las que descansa nuestra fe. Son los pozos de los cuales bebemos en nuestro camino por el desierto. Las fuentes de vida que calman la sed. Quisiera detenerme a meditar sobre estos tres pilares. Miramos nuestra vida de oración, nuestra intimidad con el Señor y nos preguntamos cómo es nuestro amor a Dios. Siempre el corazón desea más. Siempre podemos rezar más. Podemos cuidar más nuestra oración, dedicar más tiempo al silencio. Es cierto que podíamos vivir más en el desierto y depender menos de los medios de comunicación. Vivir más hacia dentro y menos volcados en el mundo. Nos gustaría adentrarnos más en esa profundidad de vida que debería tener todo cristiano. Podemos ser más creativos a la hora de alimentar nuestra vida espiritual. Soñamos con una vida de oración que nos dé la vida verdadera y ordene el corazón. Una oración en la que pueda crecer más si me lo propongo en este tiempo. Más silencio. Más calidad de mi tiempo con Dios. Decía el P. Kentenich: «Si nuestra oración se agota en pensar religiosamente, entonces ya no es oración. Puedo tener pensamientos religiosos todos los días sin que se transforme mi interior; orar significa, en cambio, amar. ¿Y qué es la santidad? ¡Es el amor del niño al padre!»[2]. Una oración que no me lleva a amar más, a dar más, a ser más generoso y fiel, no es verdadera oración.

La Iglesia nos pide también que demos limosna. Queremos detenernos a mirar al que más necesita. Nuestras obras de misericordia son nuestra renuncia, nuestro mayor sacrificio por amor a otros. La limosna puede ser tiempo, cariño, cercanía, dedicación. No solamente dinero. Pero también dinero para socorrer al necesitado. Dice el Papa Francisco: «Cuando doy limosna, ¿dejo caer la moneda sin tocar la mano? Cuando doy limosna, ¿miro a los ojos de mi hermano? Cuando sé que una persona está enferma, ¿voy a encontrarla? ¿La saludo con ternura? ¿Sé acariciar a los enfermos, los ancianos, los niños o he perdido el sentido de la caricia? No avergonzarse de la carne de nuestro hermano: ¡es nuestra carne! Seremos juzgados por el modo en el que nos comportamos con este hermano». Es importante dar amor. Socorrer al que no tiene. Vestir al desnudo. Dar de comer al hambriento. Todo eso es necesario para cuidar la dignidad del otro. Es importante saber dar de lo que tenemos. Y también dar lo que no tenemos, no sólo lo que nos sobra. La oración nos tiene que sacar de nosotros mismos y lanzarnos a la vida. Oración y amor al necesitado están íntimamente unidos. Decía el Papa Francisco: «Toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. Podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas». La oración es la expresión de nuestro amor más hondo hacia Dios. La oración que es amor a Dios debería llevar a rompernos por amor hacia el necesitado. El amor de Dios no nos deja tranquilos, nos pone en camino, nos hace salir de nuestra comodidad. Nos invita a salir de nosotros mismos hacia el encuentro con el prójimo.

También la Iglesia nos pide que no olvidemos nuestra vida de ayuno. Es fácil olvidar el ayuno. A todos nos cuesta la renuncia, el sacrificio. Nos cuesta no comer carne los viernes. Dejar de comer cuando hay hambre y se nos pide que ayunemos. Dejar de usar las cosas que nos facilitan la vida aunque sintamos que tenemos una cierta dependencia de ellas. ¿Para qué ayunamos? ¿No nos dice Dios que quiere misericordia y no sacrificios? ¿Qué sentido tiene? Decía el P. Kentenich: «Si mi vida subconsciente no elige de vez en cuando el agere contra, nunca voy a ser un hombre capaz de actuar con suficiente facilidad frente a la voluntad divina»[3]. El ayuno y la renuncia me hacen más libre. Sabemos que Dios quiere misericordia antes que sacrificios. Pero el ayuno nos hace más de Dios. Nos hace más desprendidos de nuestros apegos. El ayuno no es un fin en sí mismo, es sólo un medio. Y que no nos suceda, cuando ayunamos, lo que decía el P. Kentenich: «Hay personas que pueden ayunar sabe Dios cuánto; pero después del ayuno, comen como barril sin fondo y beben como esponjas. Se dice que hay tribus africanas que pueden devorar un elefante y luego ayunar por largo tiempo. Pero el hombre de alto nivel ético debe tener sus instintos disciplinados, lo que es en sí una manera de mortificación que cala hondo debido a la continuidad con que hay que ejercitarla»[4]. Es cierto que a lo largo del día tenemos muchas privaciones y renuncias impuestas. La vida es exigente. Los hijos demandan continuamente. Una persona casada renuncia casi desde el principio a tener una agenda propia, incluso una vida propia. Vive en su matrimonio la donación y los hijos le exigen la entrega continua. Aunque muchas veces puede buscar la comodidad y evitar la entrega. La persona consagrada está llamada a la entrega total, a la radicalidad en el seguimiento. Muchas veces las exigencias apostólicas le hacen darse y partirse donde Dios la pone. Pero también, al disponer más libremente de su tiempo, corre el peligro de aburguesarse y no cuidar la renuncia. En todo caso, sea cual sea nuestra vocación, podemos evitar el sacrificio o darnos por entero y partirnos por amor. Todo se juega en el corazón, en la elección que hacemos. Puedo decir como un día le escuché a un joven: «Pido no». O puedo decir ante cualquier exigencia: «Pido sí». Depende de mí. Puedo evitar el compromiso, asumir responsabilidades. O puedo tomarme en serio mi vida. A veces me acomodo y espero a que alguien asuma lo que hay que hacer, no yo. Dejo al otro la parte más dura. Y yo me acomodo. Me escondo cuando se supone que hay que prestar algún servicio y paso desapercibido. Es fácil rechazar el ayuno en la vida y no renunciar. Por eso la cuaresma me enseña a practicar el desprendimiento y la renuncia. Es una escuela en la que puedo aprender a ayunar. Educa el corazón para que sepa decir que no a lo que me apetece, a lo que deseo, a lo que sueño. Y sepa decir que sí a lo que no quiero, a lo que no sueño, a lo que no deseo. La capacidad de sacrificio es muy importante en el amor. Renunciar nos hace madurar en el amor. En cuaresma vemos que hay muchas cosas de las que puedo ayunar. No sólo de comida, que a veces es en lo único en lo que pienso. Tal vez puedo ayunar de móvil, de internet, de juegos, de películas, de descanso excesivo, de compras abundantes, de dependencias que se han metido en el alma y me atan. El Papa Francisco nos habla también de un ayuno de aquello que hace mal al hombre: «Ayuna de palabras hirientes y transmite palabras bondadosas. Ayuna de descontentos y llénate de gratitud. Ayuna de enojos y llénate de mansedumbre y de paciencia. Ayuna de pesimismo y llénate de esperanza y optimismo. Ayuna de preocupaciones y llénate de confianza en Dios. Ayuna de quejarte y llénate de las cosas sencillas de la vida. Ayuna de tristezas y amargura y llénate de alegría el corazón. Ayuna de egoísmo y llénate de compasión por los demás. Ayuna de falta de perdón y llénate de actitudes de reconciliación. Ayuna de palabras y llénate de silencio y de escuchar a los otro». Un ayuno de lo que nos ata, para dar más. Un ayuno de lo que ofende a otros, para hacer el bien.

El primer domingo de la cuaresma comienza en el desierto: «En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre». El desierto es el lugar en que cada uno toca sus límites y también sus fuentes. Jesús regresa del Jordán con la fuerza del Espíritu en su alma y se va al desierto. Ha recibido la voz de lo alto diciéndole que es el Hijo amado y se va al desierto. Su Padre le ha dicho quién es en lo más profundo de su alma, le ha revelado su vocación personal. Su nombre. Ahora se va cuarenta días a despojarse de todo para tocar lo más hondo de su verdad. Me encanta esa imagen. Esa es la experiencia del desierto. Jesús se encuentra consigo mismo. En el silencio, frente al cielo ancho y el paisaje igual, que no distrae, está solo con su Padre. En la soledad me encuentro conmigo mismo, con el Espíritu de Dios y también con las tentaciones del diablo. En la hondura del alma me habla Dios. Allí no hay nada que me distraiga. Me encuentro con los límites y con las fuerzas que me da Dios para la vida. Con el miedo y los sueños. Y allí puedo elegir. El corazón experimenta el miedo, la soledad, los límites, la necesidad. Se plantea la vida a fondo. Jesús me enseña el camino en el desierto. Allí cavo hondo para ver qué fuerzas tengo. Para saber cuál es mi verdad, lo que me hace ser quien soy, lo que me hace único. Allí tiene lugar el encuentro con el Dios de mi vida. Me impresiona esta imagen de que Jesús fue conducido al desierto. Su Padre no le deja solo. Es conducido y esa expresión implica una docilidad que me conmueve. Jesús, hijo de Dios, nuestro Salvador, es llevado, se deja guiar. Cuando me voy al desierto y me despojo de todo lo que cada día hace que vaya de una cosa a otra, sin profundizar. Cuando detengo mis pasos y acallo mi alma. Cuando dejo de lado el móvil, las preocupaciones, las necesidades de los hombres. En ese momento de soledad me encuentro con mi pobreza. Es mi desierto en el que me veo como soy, despojado de mis seguridades, expuesto en mi desnudez. Me veo en mi debilidad y en mi grandeza. Me veo en mi pureza y mi impureza. En mis alegrías y mis tristezas. Veo quién soy y me conmuevo. Me veo desvalido y necesitado. Como un niño que acalla el grito de angustia al notar la cercanía de su padre. En el desierto no hay más voces que las mías, que surgen de lo más hondo, y la voz de Dios que intenta calmarme. Me gusta pararme de vez en cuando y hacerme preguntas, y volver a escuchar de nuevo esa voz de Dios grabada en el alma que me recuerda su amor. En mi desierto. Ese amor suyo que es una marca indeleble que no desaparece. Como el beso de la ceniza. La marca de su amor en mi alma para siempre. Una persona rezaba: «Me gustaría hablar mucho contigo. No te escucho. Te digo cosas y Tú hablas en mi oído. Y yo no escucho. Si tuviera el silencio que no es mío. Si tuviera la paz que se me escapa. Si pudiera tocarte cada día. Si supiera amar como Tú amas. Si conociera bien cómo quererte. Si al tocar el cielo te tuviera. Adoro ese silencio que no encuentro. Te quiero más de lo que entiendo. Te amo más de lo que sueño. ¡Qué lejos estoy de ser tuyo! ¡Cuánto me cuesta no apegarme al mundo! El ruido, la vida, las prisas. Anhelo tu paz y tu silencio». Muchas veces no encuentro el silencio. Ni el desierto. Pero es importante buscarlo en este tiempo. En el desierto surgen mis miedos de siempre, esos miedos que tapo cuando corro. Cuando dejo de tocar lo que soy y hago lo de todos. Yo sé que también soy llevado por Dios, guiado por Él. Me gustaría ser más consciente de su amor que conduce mi vida. Sentir que soy empujado por Él, por su brisa, por sus manos. Sólo en el desierto puedo darme cuenta de su presencia. Si no es allí no oigo mucho. Tantas veces he mirado a Jesús en el desierto y sólo me he fijado en que fue tentado. Pero fue para Él un tiempo de Dios, un tiempo de encuentro con el amor de Dios. Pudo tocar a su Padre en la soledad. En ese cielo que no termina. En el desierto ancho e infinito. El horizonte no se ve. Jesús se replegó sobre sí mismo para tocar lo más hondo de su ser. Para interiorizar esa voz del Jordán que le dijo que era el Hijo amado. Sólo así fue posible después dar su vida, dejarse el alma en los caminos. Pienso que nuestra vida tiene que estar llena de este movimiento de ir hacia lo hondo y salir hacia fuera. De cavar en lo profundo del alma y salir a amar a los hombres. De desierto y de camino. De Anunciación y de visitación a su prima Isabel como hizo María. Pienso que tenemos que tener en la vida un tiempo largo de desierto cada año, cada mes, incluso cada día. Son momentos cortos para mirar hondo. ¿Quién soy yo? ¿Cuál es la voz personal y única de Dios en mi vida? ¿Cuál es mi misión? ¿Cuál es mi tentación principal? ¿La conozco? El desierto es ese lugar del alma en el que de repente soy quien realmente soy, sin disfraces de carnaval. Con ese tesoro que me hace valioso, con mi fragilidad y mis heridas que me hacen reconocible. A veces en la vida las tapo y sigo caminando. Sin preguntarme qué siento, a dónde voy, dónde estoy. Jesús necesitó replegarse un tiempo para orar, para estar a solas con su Padre, para beber del pozo antes de ser fuente para todos. No estaba solo. Fue llevado por el Espíritu. Eso me da paz porque será igual conmigo. Sintió hambre. Y seguramente sintió también la soledad y la inquietud. La alegría de haber descubierto su misión. Tendría preguntas en su corazón humano. Pero se fiaba. Sería un tiempo de dar un sí a ese inicio de camino, a ser peregrino entre los hombres y dejar el hogar de Nazaret. Serían unos días de volver a renovarse en su vocación de entrega, de ser todo para todos. Las raíces de su vida pasan por Nazaret y por esa experiencia de desierto de cuarenta días.

Hoy el Evangelio nos habla de las tentaciones. El demonio tienta a Jesús. El Espíritu se lo lleva al desierto donde Jesús es tentado. Fue tentado en la austeridad de una vida en oración. Allí, el demonio entra en su vida y le tienta en su indigencia, cuando se sabe hijo, niño en las manos de Dios. Es curioso, allí donde aparentemente tendría que haber menos tentaciones, es donde Jesús vive con más fuerza la tentación. El P. Pío dice respecto a las tentaciones: «El ser tentado es signo de que el alma es muy grata al Señor». Cuando somos tentados tenemos que sentirnos predilectos de Dios. Dicen que cuando más nos retiramos a la oración y la soledad más nos tienta el demonio. Allí donde deberíamos ser más fuertes por llevar una vida de ayuno y oración, allí precisamente escuchamos con más claridad la voz del demonio. El demonio siempre espera su ocasión para tentarnos. ¿Cuándo somos más vulnerables a su acción? Con cada uno actúa de forma diferente. Nos tienta allí donde somos más frágiles, donde estamos más heridos. En la película «El abogado del diablo» dice el diablo: «He alimentado todas las sensaciones que el hombre ha querido experimentar, siempre me he ocupado de lo que quería. Y nunca le he juzgado, ¿por qué? Porque nunca le he rechazado, a pesar de todas sus imperfecciones». El demonio toma nuestros deseos y nos da la posibilidad de realizarlos con rapidez. Nos hace creer que cuando consigamos todo lo que queremos seremos más felices. Nos adula. No nos rechaza nunca. Nos alienta a querer ser como Dios. Nos hace pensar que todo ocurre gracias a nosotros. Nos tienta en la vanidad. ¿Cuáles son mis mayores tentaciones? ¿Dónde soy tentado con más frecuencia? Cada uno sabe sus tentaciones. A veces me tienta con el atractivo de los bienes. Con esos planes que sueño y deseo. Con el anhelo de tener siempre más. ¿Dónde pongo el límite? Jesús me pide que me pregunte si vivo con libertad todo lo que poseo. Me tienta con mi deseo de placer. De satisfacer lo que deseo. En otras ocasiones con la alegría que nos da tener poder. A veces no es fácil discernir si viene de Dios o no lo que me tienta. Jesús fue tentado, venció y nos mostró que es parte de nuestra vida ser tentados. Cuento con las tentaciones. Pero también sé que puedo ser fiel. A veces caeré. Pediré perdón y volveré a empezar. Siempre puedo empezar de nuevo. Desde las cenizas. A veces las tentaciones serán sutiles. Me costará saber de dónde vienen. Pero siempre irá Dios conmigo. Él hace conmigo una historia santa y cuento en ella con la tentación del demonio y la fuerza de Dios. Dice el Papa Francisco: «Cristo conoce nuestra fragilidad, la debilidad de nuestro corazón, sabe que necesitamos sentirnos amados para hacer el bien». Me doy cuenta de las tentaciones por las que me suelo dejar llevar. Tan tentador es ese poder que me llena de orgullo. Me centro en mí mismo. La respuesta ante la tentación es siempre la humildad. Me sé sostenido por Dios en medio del desierto. En el desierto el Espíritu trabaja mi corazón. Allí soy probado y tentado. Allí me hago más dócil al querer de Dios. Más niño. Jesús me salva en la tentación, me saca del desierto. Si confío en Él. No soy defraudado si confío en el amor de Dios y me abandono.

Jesús nos muestra hoy que su amor es más fuerte que la magia. El diablo le tienta con los milagros, con lo más suyo: «Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Si Tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, y que los ángeles cuiden de ti». Le tienta con el poder de ser Dios. Y no creatura. Le tienta en el desierto igual que Pedro más tarde le tentará cuando le diga que no tiene por qué morir. Nosotros también tentamos así a Dios. Le decimos: «Si eres Dios haz esto a mi medida. Y hazlo ya. Dentro de mi plazo, de la forma como yo te digo. Y si no, no eres Dios y dejo de creer en ti». En realidad no conozco a Dios. ¿No es verdad que esa es nuestra oración tantas veces? Le pido que haga algo porque es Dios, y puede. Y si no lo hace es porque no me quiere, o porque no es Dios. La misma tentación del mal ladrón en la cruz: «Si eres hijo de Dios sálvate a ti mismo y a nosotros». Nosotros muchas veces somos como ese mal ladrón, o le decimos a Dios lo que el diablo le plantea hoy a Jesús. Que si es Hijo de Dios haga que sus planes sean los míos. Que se cumpla lo que yo quiero. En realidad, lo que le pido, es ser yo como Dios y lograr que Dios sea mi siervo. Me convierto en el centro del universo. Yo soy el que conduce mi vida, no el Espíritu. Soy el que le indica a Dios lo que tiene que hacer para hacerme feliz. Yo lo sé mejor que nadie. Esa es la lucha real en el desierto. También la de Jesús. Jesús es el Hijo obediente. El Hijo amado que se entrega y no pretende ser más que su Padre. Jesús va descifrando cada día en la intimidad con su Padre su voluntad. Lo dirá en Getsemaní tres años después: «Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya». Me conmueve ver este amor de Jesús tan hondo a su Padre. Este amor de Jesús a los hombres al compartir con ellos ese modo de caminar tan humano. Comparte mi búsqueda, el ir rastreando a Dios, amando, sin saberlo todo. Cada día un paso. En el desierto, Jesús vuelve a poner a su Padre en el centro. Es impresionante esta escena. En el Jordán su Padre le habló diciendo que era su Hijo amado, su predilecto. Hoy Jesús, en el desierto, vuelve a repetir que Dios es su Padre amado y que Él es el hijo obediente. Me gustaría aprender de Jesús su silencio, su docilidad, su forma de ir a lo verdadero. Me gustaría saber ponerme al servicio de mi Padre como lo hace Él. Y Él, que es Dios, pasa hambre y lo acepta. Él, que es Dios, vive la soledad y la acepta. Él, que es Dios, vive ese claroscuro de caminar en la tierra, y lo abraza. Toca la impotencia del hombre y por amor la vive a fondo. No hay amor más grande. Yo quiero vivir como Él. Sin magia, sin poderes especiales. En el lago y en el camino, en el desierto y en la barca, en la cruz y en el tabor. Jesús siempre es el Hijo. No cambia en función de las circunstancias. Porque su vida está cimentada sobre roca. Porque le dio un sí al plan del Padre en esos días de desierto. Yo hoy quiero renovar mi sí a Él. Solo a Él. A lo que soy. A mi historia. A mi desierto y a mis montes. A mi hambre, a mi soledad, a mi miedo, a mi necesidad de milagros. A mis ideales. Pienso que las estrellas nunca se ven con tanta claridad como en el desierto. Cada noche, Jesús las vería. Y descansaría en su Padre. Allí estaría su reposo, su fuerza. Quiero estar con Jesús en el desierto y dejar que Dios me conduzca en mis momentos de sequedad y preguntas. Pienso que el desierto es un tiempo para elegir con profunda libertad. Para optar por aquello que me hace más verdadero, más auténtico, más de Dios. Un tiempo para detenerme y volver a mirar mi vida, y optar de nuevo por Dios. Jesús eligió. Eligió tres veces, eligió mil veces ser hijo. Y esa elección la mantuvo toda su vida, hasta la cruz. ¿Y yo? ¿Qué elijo yo en mi desierto?



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] J. Kentenich, Niños ante Dios

[3] J. Kentenich, Hacia la cima

[4] J. Kentenich, Niños ante Dios

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