Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Domingo IV del T.O (C) y pincelada martirial

por Victor in vínculis

Jesús de Nazaret lleva a cumplimiento el plan de Dios. Después de haber recibido el Espíritu Santo en el bautismo, manifiesta su vocación mesiánica: recorre Galilea proclamando el Evangelio: El tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14-15; cf. Mt 4, 17; Lc 4, 43). La proclamación y la instauración del reino de Dios son el objeto de su misión: Porque a esto he sido enviado (Lc 4, 434). Pero hay algo más: Jesús en persona es la “Buena Nueva”, como Él mismo afirma al comienzo de su misión en la sinagoga de Nazaret, aplicándose las palabras de Isaías relativas al Ungido, enviado por el Espíritu del Señor (cf. Lc 4, 14-21). Al ser Él la “Buena Nueva”, existe en Cristo plena identidad entre mensaje y mensajero, entre el decir, el actuar y el ser. Su fuerza, el secreto de la eficacia de su acción consiste en la identificación total con el mensaje que anuncia; proclama la “Buena Nueva” no solo con lo que dice o hace, sino también con lo que es. 

El ministerio de Jesús se describe en el contexto de los viajes por su tierra. La perspectiva de la misión antes de la Pascua se centra en Israel; sin embargo, Jesús nos ofrece un elemento nuevo de capital importancia. La realidad escatológica no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace próxima y comienza a cumplirse. El Reino de Dios está cerca (Mc 1, 15); se ora para que venga (cf. Mt 6, 10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (cf. Mt 11, 4-5), los exorcismos (cf. Mt 12, 25-28), la elección de los Doce (cf. Mc 3, 13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Lc 4, 18). En los encuentros de Jesús con los paganos se ve con claridad que la entrada en el Reino acaece mediante la fe y la conversión (cf. Mc 1, 15) y no por la mera pertenencia étnica. 

El Reino que inaugura Jesús es el Reino de Dios; Él mismo nos revela quién es este Dios al que llama con el término familiar “Abba”, Padre (Mc 14, 36). El Dios revelado sobre todo en las parábolas (cf. Lc 15, 3.32; Mt 20, 1-16) es sensible a las necesidades, a los sufrimientos de todo hombre; es un Padre amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede gratuitamente las gracias pedidas. 

San Juan nos dice que Dios es amor (1 Jn 4, 8). Todo hombre, por tanto, es invitado a convertirse y creer en el amor misericordioso de Dios por él; el Reino crecerá en la medida en que cada hombre aprenda a dirigirse a Dios como a un Padre en la intimidad de la oración (cf. Lc 11, 2; Mt 23, 9), y se esfuerce en cumplir su voluntad (cf. Mt 7, 21)[1].

 

La muerte de Cristo, como acontecimiento histórico

El otro tema que podemos tocar hoy nos lo ofrecen los últimos versículos (28-30) del Evangelio: Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino

Afirma Benedicto XVI[2]

«Voy a reflexionar brevemente sobre el pasaje evangélico de este domingo, un texto del que se tomó la famosa frase Nadie es profeta en su patria, es decir, ningún profeta es bien recibido entre las personas que lo vieron crecer (cf. Mc 6, 4). De hecho, Jesús, después de dejar Nazaret, cuando tenía cerca de treinta años, y de predicar y obrar curaciones desde hacía algún tiempo en otras partes, regresó una vez a su pueblo y se puso a enseñar en la sinagoga. Sus conciudadanos «quedaban asombrados» por su sabiduría y, dado que lo conocían como el «hijo de María», el «carpintero» que había vivido en medio de ellos, en lugar de acogerlo con fe se escandalizaban de él (cf. Mc 6, 2-3). Este hecho es comprensible, porque la familiaridad en el plano humano hace difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. A ellos les resulta difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret «ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6, 5). De hecho, los milagros de Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad. Orígenes escribe: Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción sobre el poder divino (Comentario al Evangelio de Mateo 10, 19). 

Por tanto, parece que Jesús -como se dice- se da a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. En cambio, al final del relato, encontramos una observación que dice precisamente lo contrario. El evangelista escribe que Jesús «se admiraba de su falta de fe» (Mc 6, 6). Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el asombro de Jesús. También él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo la cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita plenamente. Y mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no nos damos cuenta de que el verdadero Signo es él, Dios hecho carne; él es el milagro más grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre. 

Quien entendió verdaderamente esta realidad es la Virgen María, bienaventurada porque creyó (cf. Lc 1, 45). María no se escandalizó de su Hijo: su asombro por él está lleno de fe, lleno de amor y de alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino. Así pues, aprendamos de ella, nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la revelación perfecta de Dios». 

PINCELADA MARTIRIAL

Recordamos hoy al beato Vicente Vilar David que nació en Manises (Valencia), el 28 de Junio de 1889, hijo de Justo Vilar Arenes y de Carmen David Gimeno y era el último de ocho hermanos. Al día siguiente recibió el bautismo en la Iglesia Parroquial de San Juan Bautista, de manos de su tío el sacerdote don Nicolás David Campos. Fue confirmado en 1988 por el beato Ciriaco Sancha y Hervás, Arzobispo de Valencia. Dos años después, en 1900, recibió su primera comunión. Vivió en un ambiente propio de un hogar cristiano, virtuoso y con un gran amor al prójimo. Realizó sus estudios de segunda enseñanza en el colegio de los padres escolapios de Valencia, y los de ingeniero industrial, en la escuela superior de Barcelona. Durante estos años sobresalió por su dedicación al apostolado seglar. 

Contrajo matrimonio con Isabel Rodes Reig el 30 de noviembre de 1922; desde entonces se dedicaron ambos con gran entrega al apostolado en la parroquia de San Juan Bautista de Manises.

Al fallecer su padre y terminados los estudios de ingeniería, Vicente Vilar tomó la dirección de la empresa de cerámica Hijos de Justo Vilar. Aquí tuvo, con su acción seglar ejemplarísima, el campo principal de apostolado, especialmente en el aspecto social, sembrando siempre la armonía de ánimos, buscando la paz en las desavenencias y logrando que muchas veces se llegara al acuerdo. Destacó en el respeto, la educación y la caridad en el trato con los operarios. Fue correspondido con el cariño de todos los suyos, que vieron en él al amigo entrañable que remediaba constantemente sus necesidades y compartía sus legítimas aspiraciones de superación social, personificando la imagen entonces perfecta del patrono católico. 

Al implantarse el régimen de persecución a la Iglesia, Vicente ayudó a los sacerdotes a salvar la actividad apostólica, por ejemplo, en el campo de la enseñanza religiosa y la catequesis parroquial, así como otras organizaciones parroquiales. En agosto de 1936, en plena efervescencia de la persecución religiosa, fue destituido como secretario y profesor de la Escuela de Cerámica, por su condición de católico. En aquellas fechas críticas, fue la ayuda de todos y el sembrador de alegría y paciencia cristianas. 

Sus mismos trabajadores, en aquellos momentos difíciles, le protegieron, demostrando así su aprobación a la conducta social y cristiana que con ellos siempre había mantenido. 

Su calidad de católico y apóstol era difícilmente perdonable en aquellos días de persecución religiosa. En la noche del 14 de Febrero de 1937, ante un tribunal, reafirmó su condición de católico, afirmando que este era el título más grande que tenía. Fue asesinado inmediatamente, mientras perdonaba a todos, especialmente a los mismos que lo martirizaron. 

El sentir general desde el primer momento es que fue asesinado únicamente por su condición de católico y celoso apóstol, especialmente en el campo social. Nunca tuvo afiliación política alguna. Sus restos mortales se veneran en la parroquia de San Juan Bautista de Manises. El proceso de beatificación y canonización fue iniciado en la curia diocesana de Valencia en 1963. En 1968 se introdujo en Roma. El 6 de Julio de 1993 la Sagrada Congregación para las causas de los santos, aprobó el Decreto sobre la declaración de su martirio. San Juan Pablo II lo elevó solemnemente a los altares el 1 de octubre de 1995, siendo por ello el primer mártir seglar beatificado en los tiempos modernos. 

https://www.religionenlibertad.com/blog/25942/un-industrial-de-manises.html

 

[1] San JUAN PABLO II, Redemptoris Missio, 13.

[2] BENEDICTO XVI, Ángelus, 8 de julio de 2012

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